– Julián, hijo, cuánto me alegra verte!
– Mi señora…
– Ven, siéntate a mi lado, no tenemos mucho tiempo y debemos aprovecharlo. Quiero que me cuentes cómo están las cosas ahí abajo. Nuestros espías dicen que Hugues des Arcis cuenta con diez mil hombres. Espero que el conde de Tolosa no se arredre ante esa fuerza y cumpla sus compromisos para con esta tierra. No se trata sólo de fe, sino de poder.
– ¿Qué decís, señora?
– Si Hugues des Arcis conquista Montségur, se acabó la libertad de nuestra tierra. El rey quiere esas tierras porque, sin ellas, su reino no es nada. ¿Crees que le importan los cátaros? No, hijo, no te equivoques, aquí no se lucha por Dios, sino por el poder. Quieren nuestro país para la Corona.
– ¡Pero el Papa quiere erradicar la herejía!
– El Papa sí, pero al rey de Francia tanto le da.
– ¡Señora, decís unas cosas…!
– Bueno, no te cansaré con mis ideas, prefiero escucharte, o mejor: que respondas a mis preguntas.
Durante una hora doña María interrogó a Julián; no hubo detalle sobre las fuerzas de Hugues des Arcis sobre el que no preguntara.
– ¿Y tú, Julián? ¿Continúas siendo un credente?
– ¡Qué sé yo! Estoy confundido, señora, ya no sé ni quién es Dios.
– Pero ¿cómo es posible que digas eso? ¿Me habré equivocado contigo? Siempre te creí inteligente, por eso quise que estudiaras y te hicieras dominico…
– ¡Pero si lo único que queréis es que traicione a mis hermanos!
– Lo que quiero es que sirvas al Dios verdadero, y no al demonio a quien tienes por Dios.
Julián se santiguó, espantado. Doña María le atormentaba con sus ideas heréticas y le hacía dudar. Aún recordaba el día en que le llamó para decirle que había encontrado al verdadero Dios y que a partir de ese momento él también debía servirle. Le explicó que el mundo lo había creado una divinidad inferior, un demonio que había encarcelado a los ángeles auténticos, y que estos ángeles eran las almas humanas que sólo se liberarían con la muerte. El cuerpo, le dijo, era una prisión, el peor de los calabozos. Dios nada tenía que ver con la terra oblivionis. Él era el artífice del espíritu, no de la realidad material. Coexistían dos creaciones, la mala y la buena, la terrenal y la espiritual. Los perfectos, añadió, nos ayudan a encontrar el camino para huir de la prisión y para que nuestra alma se encuentre en el cielo con esa parte de nuestro espíritu que nos hará volver a ser un todo.
– He visto a don Fernando.
– ¿A mi hijo?
– A vuestro hijo.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí, al menos eso parece. Llegó hoy al campamento. El obispo de Albi ha pedido a los templarios que le ayuden con alguno de sus artilugios, y uno de los freires, de una de las encomiendas cercanas, es un experto ingeniero. Vuestro hijo viene en la comitiva.
– Me alegro de que esté aquí en vez de en Oriente, eso me permitirá despedirme de él.
– Quiere veros.
– Y yo también. Te encargarás de traerle aquí.
– ¿Yo? Mandad a uno de vuestros hombres…
– ¡Por Dios, Julián, yo no mando hombres!
– Pero, señora…
– Debes obedecerme.
– Nunca he dejado de hacerlo -asintió Julián, apesadumbrado.
– ¿Estás escribiendo la historia que te pedí?
– Lo estoy haciendo con gran riesgo de mi vida.
– No tengas tanto apego a esa carne hecha por el demonio. Escribe, Julián, escribe, los hombres deben saber lo que está pasando aquí. Si tu Iglesia, la Gran Ramera, pudiera, borraría para siempre nuestra existencia. Sólo si queda escrito que existimos, lo que hicimos y en qué creíamos, nuestra historia no será olvidada. La verdad debe salvarse a través de los escritos. No podemos permitir que ellos borren nuestra memoria.
– Escribo cuanto me habéis dicho y cuanto sucede aquí. Pero he de advertiros, señora, que Montségur caerá. Hasta vuestro hijo está seguro de que así va a suceder.
– ¿Y crees que yo no? No confío en que el conde de Tolosa sea capaz de vencer el cerco al que le han sometido. Raimundo quiere que resistamos pero nos ha dejado librados a nuestras propias fuerzas e ingenio.
– El conde ha jurado perseguir a los herejes…
– El conde intenta salvarse y salvar sus tierras. Los herejes, como nos llamas, sólo somos piezas en el tablero, sus propias piezas. No olvides que nacimos en esta tierra.
– Vos sois aragonesa.
– En realidad, sólo mi madre era aragonesa. Mi padre era de Carcasona y siempre me sentí de este país. En esta tierra nací y viví los primeros años de mi vida y de aquí salí para desposarme con el bueno de don Juan, mi esposo, que espero se encuentre bien.
– ¡Oh, sí! Vuestro hijo lo ha visto, y aunque refiere achaques sobre su salud, al parecer está bien cuidado por vuestra hija mayor, doña Marta.
– La vida ha sido generosa con ambos. Él tiene a Marta, y yo tengo a Teresa. Y de mis dos varones, todavía vive Fernando.
Doña María se quedó en silencio y por un instante evocó a su hijo muerto años atrás, en un lance contra otro caballero. Le quedaba Fernando, sí, pero éste nunca había sido del todo suyo. Acaso la culpa fuera de ella, puesto que durante muchos años lloró al hijo mayor despreocupándose del pequeño. Fernando había dejado el hogar familiar para ingresar en el Temple y combatir a los infieles. Dudaba de la fe de su hijo y creía saber que su ingreso en el Temple fue un signo más de rebeldía que de devoción. Pero ya era demasiado tarde para volver atrás y más ahora, que tenía tan cercana la muerte.
– Dentro de tres días quiero que regreses. Te daré una carta para mi esposo.
– ¡Pero no podré hacérsela llegar! Fray Ferrer tiene ojos en todas partes.
– ¡Eres notario de la Inquisición! ¡Claro que puedes! No debes dejarte amedrentar por ese fraile maligno.
– Es él quien ha excomulgado a gran parte de los caballeros del país. No dudará en hacerlo conmigo.
– ¡Haz lo que te pido, Julián!
– Señora, he de permanecer a los pies de Montségur hasta…
– Hasta que logréis haceros con el castillo y matarnos a todos.
– ¿Por qué no huís? Vuestra hija Marian goza de buena posición en la corte de don Raimundo. Su esposo…
– Su esposo es tan pusilánime como el propio Raimundo, más preocupado por mantener la cabeza sobre el cuello que por ningún otro asunto.
– Pero doña Marian es credente…
– Sí, eso sí, al menos mi hija no me ha traicionado. Y ahora escúchame y obedece. Te daré una carta para mi esposo, no me importa cuándo se la puedas entregar, pero asegúrate de que la lea. También me traerás a Fernando. En cuanto a tus escritos, cuando estén terminados se los entregarás a Marian. Ella sobrevivirá y sabrá guardar nuestra historia hasta que llegue el momento en que pueda sacarla a la luz.
– Eso puede ser nunca -se atrevió a decir Julián.
– ¡No digas sandeces! Ni siquiera el rey de Francia será eterno. Y Marian tiene hijos, y éstos tendrán hijos a su vez. Lo importante es que nuestra historia quede escrita. Todo lo que no está escrito no existe. No podemos dejar nuestro sufrimiento al albur del recuerdo de los hombres. Dios me iluminó cuando te traje a nuestra casa y me empeñé en que aprendieras a leer y a escribir.
– Doña María, no puedo traer a vuestro hijo.
– ¿A Fernando? ¿Y por qué no?
– Sabrá que soy un traidor y con una sola palabra puede enviarme a la hoguera.
– Fernando no hará eso. Te quiere, Julián, te considera su hermano, y además es incapaz de traicionarnos. Le devorarán los remordimientos por no poder confesar lo que sabe, pero guardará silencio. No, no te delatará, ni a mí tampoco. Soy su madre.
– Pero ¿qué he de decirle?
– Dile parte de la verdad: que recibiste un recado mío, que nos vimos y me anunciaste su llegada y que te he implorado por verle. No, no le digas que he implorado, no se lo creerá. Dile sólo que quiero reunirme con él. Os veré aquí a los dos, dentro de tres noches.
– ¿Enviaréis a por nosotros?
– ¿De qué otro modo podríais llegar hasta aquí? Si no lo hiciera, acabaríais en el fondo de un barranco. Y ahora, vete y piensa en el verdadero Dios y en el momento de dejar la cáscara que te envuelve.
Julián iba a protestar pero su señora había desaparecido sin que él acertara a ver por dónde. Por un momento se sintió perdido, dispuesto a creer que todo había sido un sueño y doña María una aparición, pero el carraspeo del campesino lo devolvió a la realidad.
– Daos prisa. Hoy la señora se ha entretenido más de lo esperado, y tenemos un buen trecho antes de que os pueda dejar en el campamento.
3
Se podía intuir el alba a través de las nubes cargadas de lluvia cuando llegaron al campamento. En la oscuridad de su tienda aún rezumaban los rescoldos del brasero. Cansado, se dispuso a dormir antes de que le sorprendiera el amanecer.
– ¿De dónde venís?
La voz rotunda de Fernando le sobresaltó.
– ¡Por Dios, me habéis asustado!
– No tanto como me he asustado yo al venir aquí y no encontraros. Os he buscado por todo el campamento sin que nadie me haya sabido dar razón sobre vos.
– ¡Estáis loco! ¿Qué habéis hecho? -se lamentó Julián.
– Vamos, no os asustéis y decidme de dónde venís.
– No os lo creeríais.
– Mi querido hermano, la vida me ha enseñado que lo increíble forma parte de la realidad.
– Nada más iros recibí un mensaje.
Fernando miraba a Julián con curiosidad y pena viendo el sufrimiento que se reflejaba en su rostro sudoroso y cansado.
– ¿Y ese mensaje os ha hecho abandonar vuestra tienda en mitad de la noche aún estando enfermo como estáis?
– Era de doña María -admitió Julián bajando la voz.
– Mi madre… bueno, era de esperar que tarde o temprano se pusiera en contacto con vos. ¿Es el primer mensaje que recibís de ella?
– ¡Por Dios, Fernando, parecéis no darle importancia a lo que os digo! Vuestra madre es una perfecta, una iniciada consagrada a la virtud, quizá la mujer más influyente de Montségur.
– No exageréis, aunque, conociéndola, seguro que pocos se atreven a desobedecerla. Bien, decidme qué os decía en el mensaje.
– Me pedía que abandonara el campamento y me reuniera con ella.