– Hijo, continúo buscándola, hago lo imposible, pero si supieras cómo está este país…
A David poco le importaba la situación de Alemania; lo único que quería era recuperar a su madre, no aceptaba que hubiese desaparecido ni que le hubiese abandonado sin más. Él sabía que por nada del mundo les dejaría.
Durmió de un tirón toda la noche, y se sorprendió cuando a la mañana siguiente le despertó Inge.
– Tengo que irme a trabajar; le he dejado café en la cocina.
– ¿Qué hora es?
– Las ocho. Como no me dijo que tenía que madrugar, he pensado que le vendría bien dormir un poco más.
En cuanto oyó la puerta cerrarse saltó de la cama. No tenía nada que hacer. Ya había visitado a los amigos de Yitzhak y Sara que su suegro conocía y al funcionario de la embajada tenía que darle tiempo: no podía presentarse a requerir noticias todos los días. De repente pensó en el conde d'Amis. Le había pedido ayuda y él no se había pronunciado.
Cuando el conde se puso al teléfono le notó malhumorado y durante la conversación se mostró seco y cortante; pero después de mucho insistir aceptó darle el teléfono del barón Von Steiner para que le llamara en su nombre.
El barón se extrañó al recibir su llamada, pero aceptó recibirle esa misma tarde a las tres en su despacho.
Ferdinand regresó a la estación. Tampoco esta vez tuvo suerte, ya que no encontró al revisor del tren procedente de París. Paseó por Berlín sin rumbo fijo. Sabía que no lograría nada, pero decidió regresar a la casa de los tíos de Miriam.
Dio unas caminatas de arriba abajo por la acera, fijándose en las lunas rotas de la librería, en cuya puerta habían clavado unas maderas para impedir la entrada a los intrusos. No vio a la portera ni tampoco entrar ni salir a nadie del portal. Parecía una casa deshabitada, aunque sabía que no lo estaba. Volvió a tener la sensación de que era observado por alguien desde la segunda planta, pero no alcanzó a identificarle.
Regresó a casa de Inge justo en el momento en que ésta daba de comer a su hijo.
– ¿Quiere que le prepare algo? -se ofreció ella.
– No, no se preocupe, no tengo hambre; tomaré un té y unas galletas.
– Tiene que comer, no le servirá de nada no hacerlo. Uno piensa mal con el estómago vacío.
– Ya, pero no tengo ganas, luego cenaré. A las tres voy a ver a un hombre, al barón Von Steiner.
– ¿Von Steiner? ¿Le conoce?
– Le conocí hace poco más de un año, en el sur de Francia, en el castillo del conde d'Amis. Ya le he dicho que soy medievalista y doy clases en la Universidad de París.
– Es un hombre muy bien relacionado; si alguien le puede ayudar es él, debería haber empezado por ahí.
– ¿Conoce a Hitler?
– Imagino que sí; tiene mucho dinero y es de los que decían que la providencia nos ha traído a Hitler para salvar a Alemania.
– ¿Y cómo sabe lo que dice?
– Porque leo los periódicos y escucho la radio, supongo que como usted.
Inge terminó de dar de comer a Günter y dejó al pequeño sentado en el suelo rodeado de sus juguetes mientras ella se preparaba de nuevo para salir.
– Hoy no tengo tanto trabajo, pero ayer me quedaron cosas por planchar en casa de mi casera, así que estaré un par de horas abajo. ¿Le espero para cenar?
– Si no le importa…
– ¡Pues claro que no! Aunque no seamos muy buena compañía el uno para el otro porque ambos tenemos problemas, es mejor cenar juntos que solos.
Faltaban cinco minutos para las tres cuando apretaba el timbre del despacho de Von Steiner, situado en un edificio céntrico de la ciudad.
Un hombre le abrió la puerta y le invitó a pasar a una sala de espera donde cada detalle evidenciaba no sólo buen gusto, sino la posición económica de su propietario: los cuadros, la alfombra, los sillones de cuero, la mesa de caoba…
A las tres en punto le acompañó al despacho del barón.
– ¡Señor Arnaud, qué sorpresa!
– Lo sé, barón, gracias por recibirme.
– Dígame, ¿qué hace usted en Berlín? ¿Tiene algo que ver con sus investigaciones sobre fray Julián? -rió el barón celebrando su ocurrencia.
– No, barón, tiene que ver con mi esposa.
– ¿Su esposa?
Ferdinand volvió a explicar lo sucedido: de tanto hacerlo ya había depurado el discurso hasta dejarlo en lo esencial.
El barón le escuchaba sin inmutarse. Cruzó las manos encima del escritorio y pareció dudar un instante antes de hablar.
– Lo que usted cuenta es muy extraño. Sinceramente, me cuesta creer que alguien pueda desaparecer así a no ser…
– A no ser…
– A no ser que esa desaparición sea voluntaria, perdone mi franqueza.
Esta vez fue Ferdinand quien dudó de la respuesta. Era la tercera vez que alguien sugería que Miriam había desaparecido voluntariamente. Primero el funcionario del Quai d'Orsay, luego el de la embajada y ahora el barón. Se sentía impotente y airado ante estas insinuaciones. Le parecía sucio tener que justificarse así ante desconocidos.
Pero una vez más lo hizo, sintiendo la impaciencia del barón que disimuladamente miró el reloj.
– … no quiero quitarle tiempo, sólo le pido ayuda; usted puede conseguir que la policía se tome en serio el caso, que investiguen, que interroguen al revisor. En cuanto a la desaparición de los tíos de Miriam, para sorpresa mía no son los únicos; al parecer los alemanes judíos desaparecen de un día a otro, y nadie sabe nada de ellos, salvo que les conducen a campos de trabajo. ¿Por qué? ¿Cómo pueden desaparecer así? ¿Qué pasa con sus negocios, con sus trabajos? Me parece terrible lo que está sucediendo aquí.
El barón dio un puñetazo sobre la mesa sin ocultar su indignación.
– ¿Cómo se atreve a juzgarnos? Los judíos… aquí nadie desaparece, hay muchos delincuentes que van a campos de trabajo. Los judíos han recibido mucho de Alemania y es hora de que devuelvan algo de lo que han recibido, en estos momentos en que se necesitan manos en las fábricas para afrontar los retos fijados por el Führer. Nuestros jóvenes se preparan para ir al frente, los mejores hombres de Alemania están listos para morir por su patria, y usted se preocupa porque unos cuantos… unos cuantos judíos trabajen. ¡Es indignante!
No supo si callarse o traicionar sus convicciones. Fue un momento difícil en el que se sintió desgarrado, pero al final decidió que traicionarse a sí mismo era traicionar a Miriam y a David.
– Barón, no comparto la política de su Führer, y mucho menos la que se refiere a los judíos. Los tíos de Miriam son alemanes, los judíos que viven en Alemania son alemanes. Cada hombre debe poder rezar al Dios que quiera sin que eso tenga que ver con su patriotismo o su lugar de nacimiento. Entre las mejores cabezas de Alemania encontrará muchos judíos, no se puede escribir la historia de su país sin ellos y usted lo sabe. Pero no he venido a discutir sino a pedirle ayuda, ¿puede dármela?
El barón Von Steiner le miró fijamente y luego se levantó de su butaca.
– Dele a mi secretaria todos los datos de su esposa y sus tíos. Le llamaré. Y ahora, señor Arnaud, tengo mucho que hacer. Le recuerdo que nuestros países no están precisamente en sus mejores relaciones.
Se despidieron con una ligera y fría inclinación de cabeza. La secretaria le acompañó a la puerta tras anotar con rapidez la información que le dio el profesor.
Ferdinand miró el reloj. No había estado ni veinte minutos en aquel despacho. Respiró hondo, reconfortado por el aire frío y la lluvia que comenzaba a caer con fuerza. Ya sólo quedaba esperar a que la embajada o el barón le dieran alguna pista. La espera, por corta que fuera, se le íba a hacer eterna.
Cuando llegó a casa, Inge estaba haciendo la cena y escuchando la radio mientras Günter jugaba sentado en el suelo. Parecía contenta.
– ¿Qué tal le ha ido con Von Steiner? -preguntó.
– No muy bien, pero espero que me ayude.
Y le contó lo sucedido; también su sentimiento de vergüenza por tener que defender su matrimonio ante desconocidos. Luego le pidió permiso para llamar a David. Habló con su hijo, al que notó aún más angustiado. La madre de Miriam se puso a continuación para decirle que David apenas comía, que había días en que se negaba a ir al liceo y que casi no dormía. Pidió volver a hablar con su hijo para intentar convencerle de que fuera fuerte.
– Tienes que serlo, por ti, por ella y también por mí. Tu madre no flaquearía, esté donde esté, de manera que nosotros tampoco podemos hacerlo.
– Pero ¿dónde está? ¿Dónde crees tú que está? -gritó David.
La conversación con su hijo le deprimió aún más. Se sentía inútil, perdido, sin saber el rumbo que debía tomar. Inge le observaba en silencio mientras ponía la mesa. Se fue a su habitación, necesitaba estar solo.
Una hora más tarde Inge llamó suavemente a la puerta del dormitorio.
– Günter se ha quedado dormido, ¿quiere que cenemos? Ya sé que no hay nada que celebrar, pero he preparado una strudel con las manzanas que compró. Espero que le guste; no es que sea muy buena cocinera, pero hacer tartas me encanta.
Estaban cenando en silencio cuando el timbre les sobresaltó. Inge se levantó y fue a abrir la puerta. La escuchó hablar con un hombre, luego entró con él en la sala.
El joven era alto y llevaba uniforme militar. Llevaba a Inge cogida de la mano, a ella se la veía tranquila a su lado.
– Ferdinand, le presento a mi hermano Gustav; acaba de llegar de permiso. Es el único de la familia con quien me trato. De vez en cuando me da la sorpresa de visitarme.
Se estrecharon la mano y el joven se sentó con ellos a compartir la cena. Inge le explicó quién era su huésped y por qué estaba allí; Gustav escuchaba y hacía preguntas; interesado por cuanto Ferdinand le relataba.
– Siento lo que le está pasando, aunque no me extraña. En Alemania están ocurriendo tantas cosas…
Gustav dio noticias a su hermana del resto de la familia. Su madre cada día se mostraba más fanática: adoraba a Hitler y había colocado su foto en una hornacina como si de un santo se tratara. Su padre se quejaba de las muchas horas de trabajo por la necesidad de limpiar las calles de escoria, «es decir, a judíos, comunistas, homosexuales… todo el que no es nazi».
Su hermana pequeña, Ingrid, seguía en la escuela y sus padres la estaban convirtiendo en la perfecta nazi.