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Esta vez las lágrimas eran de rabia. Salió del despacho del barón con la ira reflejada en cada músculo del rostro.

Paró un taxi para regresar a casa. Hablaría con David y con sus suegros y entre todos decidirían qué hacer.

Cuando llegó a casa de Inge la encontró hablando con Deborah, la hija de los Schneider, la mujer de cabello canoso que había enviado a sus hijos a Nueva York. La mujer triste que le había recibido atemorizada.

– Perdone que me haya presentado aquí, pero vimos la foto de su esposa en los anuncios de los periódicos y mi padre me ha pedido que me acercara para ver cómo se encuentra. Queremos que sepa que no está solo en su desesperación.

– Cada vez que hablan de mi mujer siento que la intentan ensuciar con sus palabras.

– No sé cómo podemos ayudarle -se lamentó Deborah Schneider-. A mis padres y a mí nos gustaría poder hacer algo, lo que podamos, cuente con nosotros…

– Gracias. Ustedes al igual que los Bauer me han ayudado a no desfallecer, son el único nexo con los tíos de Miriam y, por tanto, con ella misma en estas circunstancias. El problema es que no sé qué hacer…

– Se tendrá que marchar -afirmó Deborah-, aquí no puede quedarse indefinidamente y si ella… bueno, si su esposa logra salir de donde esté, les buscará.

– Pero ¿dónde está? Dígamelo usted.

– No lo sé. Quizá tuvo un enfrentamiento con la portera de la casa de sus tíos y ésta avisó a los camisas pardas. O se la llevaron porque es judía aunque les dijera que era francesa. Puede que haya sucedido eso y ahora no se atrevan a dejarla marchar porque entonces diría lo que no quieren que nadie sepa.

– Si fuera así, significaría que no la dejarán libre nunca, que la retendrán para siempre…

– Es lo único que se me ocurre que puede haber ocurrido…

– Entonces tengo que seguir buscándola -afirmó él-. ¿Dónde se llevan a los judíos que hacen desaparecer? ¿Dónde están esos campos de trabajo?

– Nadie ha regresado para contarlo -afirmó Deborah-. Sólo la gente importante del régimen lo sabe.

– Se me ocurre que volvamos a ver a la portera -propuso Inge-, a lo mejor si intenta sobornarla… no será fácil, porque es una fanática, pero nunca se sabe con esa gente. También podemos intentar ver a algún vecino de sus tíos; quizá se atrevan a decirnos algo.

– Lo haré -dijo Ferdinand-, iré ahora mismo.

Deborah Schneider aceptó cuidar a Günter, deseosa de que la visita a la casa de los Levi diera sus frutos. Sentía lástima por aquel hombre que buscaba con tanta desesperación a su esposa. Y rezó dando las gracias a Dios por haberla iluminado para que enviara a sus hijos a Norteamérica: ella podría desaparecer como tantos otros judíos, pero al menos sus hijos vivirían.

La oscuridad envolvía Berlín pese a no ser más de las siete de la tarde. El taxi paró en la puerta de la casa de Yitzhak y Sara. La puerta de la tienda estaba cubierta por tablas clavadas de mala manera pero que cumplían la función de impedir el paso de intrusos. El portal estaba cerrado, pero Inge tenía las llaves. Había decidido visitar primero a los vecinos antes de enfrentarse a la portera. Subieron con paso firme las escaleras hasta la segunda planta donde había dos viviendas. Llamaron a la puerta de la derecha, pero por más que insistieron nadie respondió: o no había nadie en aquella casa o no querían visitas de extraños. Luego probaron suerte con la puerta de la izquierda, y casi de inmediato apareció una mujer.

– ¿Qué desean? -preguntó con desconfianza.

– Buenas tardes, señora; verá, yo era ayudante de los Levi, seguro que me ha visto en alguna ocasión por la librería, y este señor es sobrino, bueno, su esposa es sobrina de los Levi…

– ¿Y a mí qué me importa quiénes sean ustedes? ¿Qué es lo que quieren? -respondió la mujer de mala manera.

– Querríamos saber adónde se han llevado a Yitzhak y Sara. A lo mejor ha oído algo… y también preguntarle por el incidente que se produjo aquí a mediados de abril cuando la sobrina de los Levi llegó a la casa encontrándose… ya sabe, los destrozos que han sufrido la tienda y la vivienda.

– Yo no sé nada, ni he visto nada, ni he oído nada.

La mujer estaba dispuesta a cerrarles la puerta pero Ferdinand se lo impidió.

– Señora, no le estamos pidiendo que revele ningún secreto inconfesable, sólo queremos que nos diga dónde cree que han llevado a los Levi y si usted vio a mi esposa cuando estuvo aquí.

– No sé de qué me habla, déjeme en paz o llamaré a la policía.

– ¿A la policía? ¿Y por qué? ¿Porque le hemos preguntado por unos ancianos y su sobrina? ¿Es eso un delito en Alemania? -Ferdinand no podía contener su irritación.

La mujer cerró la puerta bruscamente sin darles tiempo a reaccionar. Inge le miró y haciendo un gesto le invitó a seguirla a la tercera planta.

No tuvieron más suerte que con la mujer del segundo piso. Después de decirles que no sabían nada, les cerraron de inmediato como si el hecho de hablar con ellos pudiera provocarles algún problema.

Así fueron subiendo planta por planta hasta llegar a la última, donde había tres puertas.

– Éstas deben de ser buhardillas como en mi casa.

Se llevaron una sorpresa cuando llamaron a la primera puerta y se encontraron de bruces con la portera.

– Buenas tardes, señora Bruning, ¿podemos pasar a hablar con usted? -pidió Inge con una sonrisa.

La portera, tan desconcertada como ellos, abrió la puerta y, antes de que pudiera decirles nada, se encontró con que Inge y Ferdinand estaban ya dentro de la casa. Al fondo, un hombre sentado escuchaba la radio con un periódico en las manos. No les fue difícil deducir que era el marido de la portera.

– Les dije que no volvieran por aquí-dijo ella en tono amenazante.

– Señora Bruning -comenzó a hablar Ferdinand-, sé que es usted una mujer sensible y por eso he vuelto. Usted, que tiene familia, puede entender la desesperación de alguien que no encuentra a su esposa; imagínese que a usted le sucediera algo así, que su esposo desapareciera de repente, sin dejar rastro…

La mujer le miró dudando de la respuesta. El tono apenado de Ferdinand parecía haberla conmovido, pero sólo fugazmente, porque al instante les regaló una mirada cargada de desprecio.

– ¿Y a mí por qué me pregunta por su esposa? -gritó-. Si le ha dejado, busque en otra parte; usted sabrá con qué clase de mujer está casado.

Ferdinand levantó la mano para abofetearla pero Inge se interpuso entre los dos temiendo las consecuencias. El marido de la portera se acercó al escuchar los gritos de su mujer.

– Ursula, ¿qué pasa?

– ¡Preguntan por esa gentuza!

– ¿Qué gentuza?

– Los Levi, ésta es la que les ayudaba en la librería -dijo apuntando con el dedo a Inge- y éste el marido de su sobrina. ¡Y me preguntan a mí por esa gentuza! ¡Estarán con el Diablo en el infierno, del que espero no les dejen salir!

– Cálmate, mujer, y vete adentro que ya me hago cargo yo. ¿Qué es lo que quieren de nosotros? -les increpó el hombre, tan orondo como su esposa y sin un solo pelo en la cabeza.

Inge cogió del brazo a Ferdinand e intentó calmarle. Luego se dirigió al energúmeno y le dijo:

– Señor Bruning, no queremos molestarles, disculpe si hemos llegado en mal momento, pero verá, si no fuera importante, no nos habríamos atrevido a hacerlo.

Durante unos minutos le habló como si de un niño se tratara, para que el hombre respondiera a las preguntas que tanto enfurecían a su esposa. Él les observaba con la frialdad impersonal del que odia por propia impotencia.

Fuera por el tono de voz neutro y sosegado de Inge, fuera por sentirse importante ante los intrusos, lo cierto es que el hombre escuchó hasta el final a pesar de los improperios que su esposa lanzaba desde la sala pidiéndole que les echara a patadas.

– Si su esposa ha desaparecido, vaya a la policía; nosotros no sabemos nada -dijo con desprecio mirando a Ferdinand-. En cuanto a los Levi, eran basura humana, judíos, están donde deben estar.

– ¿Dónde? -preguntó Inge suavemente con la mejor de sus sonrisas.

– No lo sé, en cualquier lugar en que hagan algo útil por este país al que han sangrado con su avaricia. Si vuelven, les echaremos a patadas.

– Pero aquí está su casa, su tienda les pertenece -acertó a decir Ferdinand.

– Si no regresan, les dejará de pertenecer y pasará a ser de buenos alemanes. Ya hemos soportado bastante a los judíos en este país. El Führer sabe lo que hay que hacer con ellos. Son un cáncer.

Ferdinand iba a replicar pero Inge le apretó el brazo con fuerza; era su manera de pedirle que la dejara a ella tratar con los Bruning.

– ¿Sabe dónde se llevaron a su sobrina? Sabemos que estuvo aquí, encontramos algunas de sus cosas, de manera que no hay duda, y nos gustaría saber…

Inge no pudo continuar la frase porque la portera se había plantado en el vestíbulo y les empujó con rabia.

– ¡Fuera de aquí, asquerosos amigos de los judíos! ¡Fuera de aquí!

Acabaron en el descansillo, con la puerta cerrada y oyendo los improperios de la portera y los gritos de su marido.

Se sentían exhaustos, con la rabia de la frustración a flor de piel.

Llamaron al timbre de las otras dos viviendas, pero nadie respondió. Se sabían observados por la mirilla.

Entraron en el piso de los Levi y lo volvieron a examinar de arriba abajo en busca de alguna otra pista. No encontraron nada, pero notaron que alguien había estado allí después que ellos. Algunas cosas no estaban como las dejaron. Inge sugirió que tal vez la policía había ido a buscar algún indicio de la presencia de Miriam a instancias de la embajada. Tampoco eso le servía de consuelo a Ferdinand. Allí, en aquella casa, se perdía el rastro de Miriam, allí se había esfumado; pero seguía sin saber qué había ocurrido exactamente.

Deborah parecía encantada con Günter. La encontraron en el suelo jugando con el pequeño. La mujer se entristeció al escuchar el relato de lo sucedido y antes de marcharse dio un consejo a Ferdinand.

– Sé que es muy duro lo que voy a decirle, pero regrese a París. Vuelva con su hijo, es lo único real que le queda.

– ¿Y abandonar a Miriam? No, no puedo hacerlo.

10

Los días siguientes se convirtieron en una pesadilla. No tenía dónde ír ní nada que hacer. Llamó a la embajada un par de veces y amablemente le dijeron que no se había producido ninguna novedad; tampoco entre los amigos de Sara y Yitzhak se produjo ningún acontecimiento relevante.