Inge no le decía nada, pero en realidad tampoco hablaban mucho. Trabajaba todo el día y cuando se veían a la hora de cenar estaba demasiado cansada. En tres o cuatro ocasiones le volvió a pedir que cuidara de Günter mientras ella salía por la noche. Un día le confesó que se reunía con sus camaradas del Partido Comunista porque habían vuelto a aceptarla.
Por su parte, David insistía en que se quedara en Berlín y buscara a su madre. En las palabras entrecortadas de sus suegros interpretaba que tampoco se resignaban a que regresara sin Miriam.
El transcurrir del tiempo se le empezó a hacer insoportable. Estaba en Berlín para sentirse cerca de su mujer, pero acaso, se decía, era una manera de calmar su conciencia más que otra cosa. Porque se sentía culpable, culpable por haberle permitido emprender el viaje, culpable por no haber sido capaz de ver lo que estaba pasando en Alemania pese a que no era ningún secreto que Hitler había puesto en marcha leyes raciales cuyas primeras víctimas eran los judíos.
Una mañana recibió una llamada del conde d'Amis.
– Señor Arnaud, ¿cuándo piensa regresar a Francia? -le preguntó el conde sin más preámbulo.
Le dijo que se quedaría hasta encontrar a Miriam y le sorprendió la reacción brutal del conde.
– Si no regresa de inmediato y termina el trabajo sobre la crónica de fray Julián me veré obligado a romper el acuerdo con usted y su universidad. He sido paciente con sus problemas personales, pero comprenderá que no puedo, ni quiero, seguir esperando. Además, le necesito en el castillo para que oriente a mi grupo de trabajo. Tengo aquí a una veintena de personas aguardando sus indicaciones; le recuerdo que era parte del trato. Y por cierto: he hablado con el rector de su universidad, le anuncio que le llamará. Decídase pronto, señor Arnaud, no voy a esperar mucho más.
Apenas le dio tiempo a protestar. El conde no atendía a más razones que a sus propios intereses. Tal como le había anunciado, a los pocos minutos recibió una llamada de la universidad. El coordinador del departamento de Historia se mostró cordial y amigable. Naturalmente, todos entendían el drama que estaba viviendo, podía tomarse el tiempo que necesitara, pero ¿podría volver a París unos días para arreglar algunas cosas? Alguien debía sustituirle en las clases; en cuanto al trabajo sobre la crónica de fray Julián, también había que adoptar decisiones. La universidad se había comprometido a su edición, quizá él mismo podría aconsejar quién podía terminar la labor.
Para Ferdinand aquellas dos llamadas le devolvieron a la realidad. Antes de la desaparición de Miriam era otro hombre: tenía una familia, un trabajo que le apasionaba, amigos y colegas, publicaba estudios sobre la Francia medieval, daba conferencias por toda Europa… pero él mismo se había convertido en un fantasma; no estaba allí donde antes tenía una vida. O regresaba o se despedía de todo lo que había sido.
Tenía que tomar una decisión que iba a resultar crucial para el resto de su vida; porque quedarse en Berlín también significaba separarse de David, y tendría que pensar de qué iba a vivir; los ahorros de toda la vida no le durarían siempre si seguía sin hacer nada. Un colega le había sugerido que pidiera una excedencia…
– Yo que usted volvería -le aconsejó Inge durante la cena-. Ahora es difícil que la encuentre, tal vez más adelante. Podría venir de vez en cuando.
– No quiero abandonarla.
– Si va y viene no la abandona, pero tampoco abandona a su hijo. No puede destruir todo lo que hicieron entre ambos. La vida no es o todo o nada, a veces hay que buscar soluciones intermedias para sobrevivir.
– Usted es como los camaleones -le reprochó él-, incluso me asombra que acepte que su jefe Stalin firme acuerdos con Hitler y eso no le haga replantearse nada.
– Stalin sabe que no es el momento del todo o nada y espera.
– Y mientras, los comunistas se pudren en las cárceles alemanas -le recordó.
– Sí, incluso algunos se han suicidado porque no pueden entenderlo, se sienten traicionados. Pero la vida no es como uno quiere sino como es. Los chinos dicen que hay que ser como los juncos, que se doblan cuando les azota el viento pero no se rompen y continúan de pie.
– Y usted es un junco.
– No tengo más remedio, no puedo ni quiero dejar de creer en lo que creo. Soy comunista, sí, y sé que tenemos la razón, pero no basta con tenerla, hay que esperar el momento y, mientras, dejarnos doblar por el viento.
– ¿Y si nunca regresa el padre de su hijo?
– Con eso ya cuento.
– ¿Acepta que no volverá a verlo?
– Sí; es más que probable que nunca regrese.
– ¿Y no le duele?
– Hasta el fondo del alma, pero no está en mis manos hacer más de lo que he hecho, de lo que hago todos los días sacando adelante a nuestro hijo.
– Los cristianos a eso lo llaman resignación…
– No se equivoque, aceptar la realidad no es resignación, es una manera de afrontarla. No tengo poder para cambiar las cosas. Hitler va a continuar con su política racista, va a seguir pactando con Stalin y encarcelando a los comunistas; nada va a cambiar porque yo quiera o me lamente.
– Es muy joven para expresarse con tanta dureza; me da pena oírle hablar así.
– ¿Preferiría verme llorar y que mi hijo se muera de hambre? ¿Preferiría verme actuar como una heroína de novela y correr el riesgo de desaparecer? ¿De verdad es eso mejor?
– No la juzgo, Inge, porque deseo que no me juzguen a mí.
– Si al final decide regresar a París, pero venir de cuando en cuando a Berlín para seguir buscando a Miriam, me gustaría que siguiera alquilándome el cuarto; me viene muy bien el dinero y es un huésped que no da problemas. Quizá si viene una o dos veces al mes… no sé, piénselo…
Optó por seguir el consejo de Inge. A pesar de que la joven no había cumplido los veinticinco años, parecía rezumar sentido común y experiencia. Ella también había visto desaparecer al padre de su hijo y aguantaba impertérrita; pero ¿qué esperaba?
11
Por fin había sucedido. Alemania y Francia estaban en guerra, pero no se combatía. Los periódicos franceses calificaban la situación de «guerra boba». Algunos consideraban que el ultimátum dado por el gobierno francés a Hitler para que se retirara de Polonia había sido un gesto de cara a la galería pero, gesto o no, oficialmente los dos países estaban en guerra. De manera que, pensó él, tampoco habría podido alargar por mucho tiempo su estancia en Berlín.
El reencuentro con David no fue fácil. Su hijo le reprochaba con sus silencios que no hubiera sido capaz de encontrar a su madre. Le oía gritar por la noche entre pesadillas que le atenazaban el alma, y a veces discutían porque no estudiaba. La vida había perdido interés para el joven.
Sus colegas de la universidad se alegraron de verle y escucharon preocupados y circunspectos sus relatos sobre el gobierno de Hitler. Sí, desaparecía gente, judíos, comunistas, gitanos, todo aquel que molestara al régimen, y nadie decía nada, nadie parecía preocuparse por aquello. «Van a campos de trabajo, nada más que eso.»
Al principio había ido a Berlín con cierta frecuencia. Se quedaba en casa de Inge y durante tres o cuatro días se dedicaba a llamar a la embajada, visitar a los amigos de los tíos de Miriam, que a su vez le presentaban a otros exiliados en su propia patria. Luego regresaba a París con el alma llena de congoja, diciéndose que estaba cumpliendo con un rito para calmar su conciencia, un rito ineficaz y estéril. Pero desde que Hitler invadió Polonia y Francia había entrado oficialmente en guerra no había podido regresar.
Cuando, unos meses después, el 10 de mayo de 1940, Francia cayó como una fruta madura en manos del dictador nazi, al mismo tiempo que Holanda y Bélgica, fue de los pocos franceses que no se sorprendió. En menos de cuatro semanas las tropas francesas estaban de retirada, y París se encontraba sin defensas ante los soldados del Tercer Reich.
Las tesis del general Maxime Weygand y del vicepresidente del Gobierno el mariscal Pétain acabaron imponiéndose en el gabinete de crisis: prefirieron negociar el alto el fuego con Alemania que seguir combatiendo sin éxito.
Una tarde que se encontraba en su despacho de la universidad, Martine entró a hablar con él.
– Me marcho. Quería despedirme de ti antes de que lo sepan los demás.
– ¿Te vas? Pero ¿por qué?
– ¿No te has enterado?
– ¿Qué ha pasado?
– Lo previsto: hoy 22 de junio el general Huntziger y el mariscal Keitel han firmado un armisticio en Compiégne. Se acabó.
– ¿Qué quieres decir con que se acabó?
– Lo que se dice es que Pétain se va a hacer cargo de todo, que el primer ministro Reynaud le deja el campo libre, dimite. Te puedes imaginar lo que va a suceder.
– ¿Y adónde quieres ir?
– ¿Nunca te he dicho que soy judía?
Él la miró perplejo, sin saber qué decir.
No, no se lo había dicho; además, por el apellido Dupont jamás hubiera pensado que lo fuera.
– Mi madre lo es, mi padre no. Pero tanto da, yo lo soy. Entiéndeme, nunca me había dado cuenta de que lo era. Mi madre es una judía laica, jamás la he visto ir a la sinagoga y mi padre, un cristiano igualmente laico, jamás entra en una iglesia, de manera que he vivido bastante al margen de la religión, pero ahora…
– Tú eres francesa, Martine -protestó él.
– Sí, pero francesa judía. Antes era sólo francesa, aunque tú sabes que ni nuestro país se escapa del antisemitismo, lo mismo que el resto de Europa. No quiero ir con una estrella de David cosida en la solapa del abrigo, no podría soportarlo…
Él se quedó callado sin saber qué decir. Martine le cogió la mano y se la apretó con afecto.
– ¿Dónde irás? -quiso saber él.
– A Palestina.
– ¡Estás loca! ¿Qué vas a hacer allí?
– Aún no lo sé, por lo pronto voy a un kibbutz. Hace dos años se fueron unos amigos y, bueno, dicen que aquello es toda una aventura. Quizá ha llegado el momento de que haga cambios en mi vida; ya te diré cómo se me da plantar lechugas.
– Pero ¿por qué no te vas a Estados Unidos? Allí saldrías adelante, eres una profesora con prestigio.
– No es tan fácil y además creo que en estos momentos debo ir allí, quiero saber qué significa ser judía, qué sensaciones tendré cuando pise la Tierra Prometida.