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– ¿Allí estarás a salvo?

– Pues no lo sé. Mis amigos me cuentan que duermen con un fusil en la mano, ya sabes que en el 36 hubo una rebelión árabe contra la presencia de judíos en Palestina. Parece que a pesar de los británicos, la situación no es una balsa de aceite. Por lo que sé, los ingleses hacen lo imposible por impedir que lleguen más judíos, pero aun así van llegando…

– Perdona si soy indiscreto, pero ¿tus amigos a qué se dedicaban antes de irse allí?

– Jean es abogado y Marie perfumista; eran vecinos y amigos, y creo que me aconsejan bien diciéndome que vaya antes de que no pueda hacerlo.

– ¿Cómo lo harás?

– No te lo vas a creer, pero me va a ayudar un sacerdote; es hermano de una amiga mía.

– Te echaré de menos, Martine -le confesó él.

– Yo a ti también, eres el mejor amigo que tengo aquí. Ya verás cómo vendrán todos a preguntarte si sabías que yo era judía.

La decisión de Martine le recordó a Deborah Schneider y su explicación de por qué se había separado de sus hijos enviándolos a Nueva York. Se dijo que tal vez debería reflexionar sobre el futuro de David. Por increíble que le resultara admitirlo, su hijo era para las nuevas autoridades judío, sólo judío.

Le costó tomar la decisión que sabía iba a provocar una conmoción en su familia, pero estaba decidido a imponer su voluntad. Primero habló con su hijo, luego convocó en su casa a sus padres, a sus suegros y al resto de la familia.

– Sé que lo que os voy a decir os sorprenderá, pero he decidido enviar a David a Palestina.

Sus suegros le miraban atónitos, sus padres no sabían qué decir, su hermano mayor carraspeó incómodo y la mujer de éste se apretó las manos nerviosa.

– No voy a irme, papá -le interrumpió David-. No me iré a ninguna parte hasta que aparezca mamá.

– Ya sé que no quieres irte, lo hemos hablado, pero lo siento, hijo, tu opinión en este caso no cuenta; lo importante es tu vida, y aquí hoy ya no estás seguro, no quiero…

Guardaron silencio y todos imaginaron el rostro de Miriam. -Una amiga mía se va dentro de unos días. David irá con ella. ¿Tenéis familia allí? -preguntó a sus suegros.

– Sí, claro -respondió la madre de Miriam-, tengo dos hermanas y varios sobrinos. La vida no es fácil en esa zona…

– Lo sé, pero al menos ser judío no es un estigma como aquí.

– Esto es Francia -le interrumpió su hermano mayor.

– Sí, esto es Francia. ¿Y qué ha pasado en la culta y exquisita Alemania donde un cabo se ha convertido en el referente de toda la nación? Te recuerdo que nuestros gobernantes son marionetas que mueven desde Berlín. Lo he visto con mis propios ojos. Me niego a que mi hijo desaparezca un día en una calle de París o que le den una paliza a la salida del liceo, o que lleve una estrella de David en la solapa del abrigo; Miriam no lo habría soportado. Ya os podéis imaginar lo que va a suponer para mí su ausencia, pero al menos sabré que está vivo y eso es lo único que me importa.

– Ferdinand tiene razón -dijo su padre-. Esto es Francia, hijo, pero ¿qué ha estado haciendo con los republicanos españoles? A muchos los devolvieron, otros fueron enviados a campos, los periódicos les han calificado de «desechos humanos», «peligrosos invasores»…

La madre de Ferdinand interrumpió a su marido para recordarle que Le Populaire o L'Oeuvre les apoyaban y que el cardenal Verdier había roto muchas lanzas en su favor y que, incluso, algunos escritores católicos como Jacques Maritain o Francois Mauriac les defendían contra viento y marea.

Pero el padre de Ferdinand insistió en que David estaría mejor fuera de Francia; el profesor agradeció su apoyo. Sabía que estaba indignado por la actitud del gobierno francés con los refugiados españoles, entre los que había rescatado a algún pariente. Ni su padre ni él se fiaban de la nueva Francia: los dos estaban cansados de ver cómo los hombres se cegaban los ojos para no ver.

David suplicó a su padre que le dejara quedarse, pero Ferdinand se mantuvo firme en su decisión aunque se preguntaba en silencio si todo aquello no era una locura.

– ¿Y tú qué harás, papá?

– Me quedaré aquí, cerca de tu madre, esperándola, y continuaré estudiando la crónica de fray Julián. Es una historia tan trágica como hermosa.

– Pero si no te gusta ir al castillo…

– No, hijo, no me gusta esa gente y afortunadamente hace tiempo que no voy, no es imprescindible para mi trabajo. Además, creo que el conde también prefiere tenerme a cierta distancia. Después de lo de tu madre… me es difícil soportar a nadie que simpatice con los nazis.

– De manera que te vas a encerrar con el pasado -dijo David, apesadumbrado.

– Mientras tú haces el futuro, yo me refugiaré en el pasado; no es un mal acuerdo, hijo. En cuanto te marches me reencontraré con fray Julián.

12

… Carecemos de piedad, precisamente nosotros que deberíamos dar ejemplo. Pero a fray Ferrer le brilla la ira en los ojos y cree que sólo el fuego puede purificar lo que los herejes han tocado. Por eso ordenó quemar hasta las últimas piedras de Montségur, para purificar el lugar contaminado por la presencia de los herejes.

– Sólo el fuego purificará estas piedras -clamaba fray Ferrer.

Ya he perdido la cuenta de los días que han pasado desde que dejamos Montségur, también he perdido la cuenta de las declaraciones de herejes dispuestos a delatar a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos y a sus vecinos para salvar la vida. ¿Dónde están los mártires de Montségur? ¿Qué ha sido de su ejemplo?

Ahora que ningún ejército vendrá a salvarles, los antes heroicos hombres y mujeres que se hacían llamar Buenos Cristianos sólo son eso, hombresy mujeres asustados.

Confieso que ya no me impresionan como antaño, cuando les respetaba y admiraba en secreto por la firmeza de sus convicciones. Ahora sé que son iguales que yo, tienen miedo, y les desprecio tanto como me desprecio a mí mismo.

Mentiría si dijera que todos se han rendido. No es así, pero son los menos. No quiero ni imaginar lo que habría sufrido doña María sí hubiera visto tantas traiciones.

He estado en Carcasona, y en Limoux, en Bram y en Lagrasse, y en todos los lugares sucede lo mismo. Cuando llegamos, nos están esperando para hablar de otros y así salvarse.

Y yo, señor, continúo enfermo, sin que las hierbas del caballero Armand me alivien. Ya os expliqué en mi anterior misiva que el caballero templario compañero de armas de don Fernando pasaba por ser una eminencia en el arte de curar, y doy fe de que sus hierbas han resultado hasta ahora conmigo. Quizá es el olor a carne quemada el que embota mis sentidos y cierra mi estómago, o acaso sea el olor del miedo, el miedo que desprenden esos desgraciados que confiesan sus faltas ante mí.

Rezo a Dios para que esta carta llegue a vuestras manos, porque tiemblo al pensar en que caiga en la de mis amigos. Fray Ferrer me mandaría a arder directamente al Infierno e incluso el bueno de fray Peire no perdonaría mi traición.

Os he dicho que he perdido la noción del tiempo y así es, pero como siento que la enfermedad avanza, quisiera pediros una gracia. Sé que no la merezco, que vos nunca me mirasteis como hijo, pero por más que os desagrade la idea, lo cierto es que lo soy, y por eso me atrevo a pediros que me deis sepultura en Aínsa. Siento que no viviré mucho y pronto pediré licencia para visitaron.

Quiero que la tierra que me cubra sea la que me vio nacer; os solicito que me entierren como a un Aínsa, bastardo, sí, pero fruto de vuestra sangre.

Perdonad mi desvarío, pero la cabeza me arde por la fiebre, y el dolor se agarra a las entrañas. Sueño con el agua helada de nuestro manantial y aquellas mañanas frías en que corría camino del pajar para hacer cuanto me ordenabais.

Sí, pediré licencia a fray Ferrer y Dios quiera que se apiade de mi enfermedad y me permita ir a despedirme de vos y poder morir en paz.

¿Sabéis, don Juan, que los muertos me visitan a cualquier hora del día, y escucho sus plegarias fundirse con mi cerebro?

Veo sus rostros lastimados, sus dedos crispados deshechos por el fuego, que me reclaman justicia. Pero no seré yo quien pueda hacerlo, eso lo sabía bien doña María. Por eso su empeño en que dejara escrita la crónica de lo que sucedió en Montségur, que está a buen resguardo en casa de doña Marian y su esposo don Bertran d'Amis.

Algún día, mi señor, alguien vengará la sangre inocente que hemos derramado en nombre de la cruz, porque tanta sangre no puede quedar impune. Donde hoy hay traición algún día habrá orgullo y sed de venganza. Sí, mi señor, algún día alguien vengará con furia la sangre de los inocentes. Mientras, os ruego, mi señor, que me acojáis a vuestro lado para bien morir.

Ferdinand continuó leyendo la carta que había encontrado en el archivo de una familia emparentada con los Aínsa. No le había resultado fácil seguir la pista a fray Julián, porque estaba empeñado en buscar su rastro por Carcasona y Toulouse, pero una mañana se despertó sintiendo nostalgia de Miriam y David y entonces pensó que si él sólo quería estar con los suyos, fray Julián también habría sentido lo mismo.

Había tardado más de lo previsto en poder concluir la historia, pero ¿acaso importaba cuando tanta gente había muerto a causa de la guerra? Por más que el castillo d'Amis fuera una isla en medio de la desolación de Europa, ni siquiera el conde había podido mantener de manera permanente a esos grupos que acudían a escarbar entre las piedras de Montségur.

En pocos días presentaría su trabajo a la Universidad de París y se reuniría con el conde para explicarle las peripecias de algunos de sus antepasados.

Había tenido que hacer algunos viajes al castillo para leer legajos y buscar en los archivos familiares, siempre procurando que sus estancias fueran cortas y dejando de lado a aquellos grupos de alemanes que formaban parte del equipo de investigación del conde.

Le repugnaba encontrarse con ellos, de manera que no se alojaba en el castillo; prefería hacer unos cuantos kilómetros y dormir en Carcasona. El conde tampoco ocultaba la antipatía que sentía por él, pero seguía sin ponerle trabas para continuar indagando en la crónica de fray Julián.

Había viajado cuanto había podido, siguiendo el rastro de los archivos de la Inquisición y buceando en crónicas medievales en busca de pistas que le condujeran a aquella familia que se creía llamada a conservar la memoria de la rendición de Montségur. También en los archivos familiares de los Aínsa había encontrado algunos tesoros.