La familia ya no existía como tal, salvo en la rama francesa de los D'Amis, y algunos parientes lejanos, pero sus archivos se hallaban en un museo local.
Además de Fernando de Aínsa, su hermano, ¿alguien había querido a fray Julián? En el archivo de los Aínsa no había encontrado ningún documento que dejara constancia de aquel hijo bastardo. Don Juan había muerto un año después que fray Julián, quedando la hacienda a cargo de doña Marta, la hija viuda y con dos hijos que había encontrado protección junto a su padre.
Entre los documentos de la familia, otra de las joyas eran las cartas enviadas a su padre por doña Marian, la esposa del caballero Bertran d'Amis, el hombre de confianza del conde de Tolosa.
Querido padre, siento vuestro dolor, porque es el mío, por la pérdida de mi madre. Sé que nunca entendisteis su decisión de abandonar el solar de la familia para, encomendando su vida a Dios, servir a los Buenos Cristianos y a todos cuantos han deseado saber la Verdad. Ahora que mi madre ha muerto, quiero deciros que cuantas veces estuve con ella en los últimos años, no ocultaba cuánto le pesaba en el alma vuestra ausencia. Nunca quiso a nadie tanto como a vos, ni siquiera a sus hijos y nietos. En la vida de mi madre hubo dos grandes amores: Dios y vos.
En cuanto a la vida en la corte del conde, ha cambiado mucho y os confieso que tengo miedo. Mi esposo es persona de confianza del conde de Tolosa, pero Raimundo es un superviviente que como sabéis tiene que contentar al Rey de Francia y al Papa, quienes, pese a que le han perdonado, no confían en él. En su corte continúa habiendo algunos Buenos Cristianos y credentes como nosotros, pero nos ha pedido discreción. Hace unos días, a uno de sus amigos más queridos le suplicó con lágrimas en los ojos que volviera a los brazos de la Iglesia para no verse obligado a entregarle él mismo a la Inquisición. Y es que a don Raimundo le azuzan los «canes» del Papa que señalan a algunos de sus amigos como sospechosos de herejía.
Yo no tengo la fortaleza de mi madre, tampoco mi esposo, y nos hemos acomodado a la nueva situación, de manera que procuramos ser discretos y acompañamos al conde en cuantas misas y liturgias participa, por más que lloremos por dentro al tener que arrodillarnos ante la cruz. Mi esposo me conmina a no pensar, a ver en la cruz un trozo de madera sin valor alguno, que tanto da que hagamos reverencias, que son sólo gestos. Pero cada vez que hago la señal de la cruz siento que estoy traicionando a mi madre y condenando mi alma, porque la sangre de los inocentes clama justicia.
Perdonadme, padre, esta confesión, puesto que vos sois un buen católico al que la fe de mi madre y mía tanto daño os ha causado, pero os tengo por generoso y bueno, y cuento con vuestro perdón lo mismo que perdonasteis a mi madre…
Esta carta de doña Marian estaba fechada meses después de la derrota de Montségur. En un pliegue del pergamino había encontrado dos palabras manuscritas por don Juan de Aínsa: «Pobre hija».
Dos sencillas palabras que acaso sugerían el dolor de aquel hombre, no sólo por la pérdida de su esposa, sino por las dificultades que afrontaba doña Marian, o quizá fueran un lamento por la pérdida de su alma.
Había encontrado en la iglesia pruebas de la fe de don Juan: donaciones en vida a conventos e iglesias; en su testamento también se había mostrado generoso.
En el archivo local se guardaba una relación de los bienes donados por los Aínsa a lo largo de los siglos y sorprendía comprobar que algunos habían sido entregados por la propia doña Marian. A Ferdinand no le suponía ningún misterio debido a la correspondencia de la hija con su padre. Ella, como el conde de Tolosa, Raimundo VII, también había optado por sobrevivir.
Mi muy amado y respetado padre, os escribo en un momento de dolor profundo. Nuestro señor don Raimundo se ha visto obligado a enviar a la hoguera a ochenta Buenos Cristianos de Agen, ciudad situada junto al Garona, donde los perfectos vivían apaciblemente, aunque siempre con el temor de que los «canes» del Papa clavaran sus colmillos en ellos.
Don Raimundo no ha podido negarse a condenar a la hoguera a estas buenas personas, aunque tiene el alma triste y los ha llorado durante varios días, sin querer tomar alimento ni ocultar su tribulación.
El buen conde está enfermo y se lamenta de las pruebas que le exigen el Rey y el Papa. Yo misma le he visto lamentar la traición a sus súbditos con lágrimas en los ojos, pero ¿qué podía hacer?
Ayer reunió a un grupo de amigos fieles entre los que estaba mi esposo don Bertran. Les agradeció que en estos años no le hayamos causado quebrantos haciendo alarde de nuestra verdadera fe. Por fidelidad a él nos hemos mantenido discretos, traicionando la Verdad con los gestos, pero nunca con el corazón.
Pero mi señor el conde Raimundo teme por lo que pueda suceder cuando falte, y por eso, padre, quiero solicitaros protección por si tuviéramos que dejar Tolosa por un tiempo; sí vos no pudierais recibirnos, iríamos a Pavía o Génova, donde sabemos que sus nobles se muestran benevolentes con los Buenos Cristianos.
Si nos acogéis no os causaremos problema alguno, puesto que ya sabéis que aparentamos ser hijos de la Iglesia, de manera que asistiremos al culto junto a vos y mi hermana y mis dos sobrinos, que ardo en deseos de conocer…
En la siguiente carta, doña Marian anunciaba a su padre la muerte del conde de Tolosa y le avisaba de que se había puesto en marcha en dirección a Aínsa.
Mi muy querido padre, nuestro buen conde Raimundo de Tolosa se ha liberado de su cuerpo y yace en Fontevrault, donde descansará para siempre junto a su madre doña Juana, su tío Ricardo y sus abuelos don Enrique y doña Leonor.
Os supongo enterado de que el conde enfermó de fiebres en Millau, aunque su salud estaba resentida por tantos sufrimientos.
Su herencia es ahora de doña Juana, su hija, y su esposo Alfonso de Poitiers, a los que Dios aún no ha concedido hijos.
Mi esposo don Bertran cree que estaré más segura con vos, y hasta que se aclare la situación, os agradecería que aceptéis que vaya a visitaron con mis hijos.
Espero no ser una carga y que mi estancia no se prolongue en el tiempo, puesto que como sabéis quiero a mi esposo y me entristece la separación…
Quizá la verdadera joya era la carta enviada por doña Marian a fray Julián al poco de partir de casa de su padre, donde se refugió unos cuantos meses.
Por el tono de la misiva no resultaba difícil deducir que la dama y el fraile habían pasado muchas veladas de conversación. Doña Marian debió de llegar a Aínsa a finales de 1449 o principios de 1450, pocos meses después de haber fallecido el conde de Tolosa, de manera que pudo despedirse de su padre ya enfermo.
Mi buen fraile, extraño me resulta llamaros así puesto que los frailes han sido fuente constante de desdichas en mi vida y en la de los míos, pero estos meses pasados en el solar familiar he entendido por qué mi madre confiaba tanto en vos. Por más que os escandalice, fray Julián, sois un buen cristiano, aunque viváis confundido creyendo que Jesús está representado en ese objeto de tortura que es la cruz. Pero esta misiva no es para prolongar las discusiones y charlas que hemos mantenido, sino para agradeceros vuestra bondad. Habéis confortado a mi padre en sus últimos días y sois una ayuda para mi hermana doña Marta y mis dos sobrinos.
No creo que nos volvamos a ver; por eso quiero reiteraros que el compromiso que asumisteis con mi madre, doña María, se cumplirá. Vuestra crónica saldrá a la luz algún día, y los hombres sabrán cuán grande ha sido la iniquidad del Rey y del Papa.
Sabed que mis hijos son ya depositarios de la verdad de cuanto ha acaecido durante estos años y ellos, aunque se guardan bien de demostrar que profesan la verdadera fe y no os crearán problemas, sueñan con el día en que puedan vengar la sangre de los inocentes. Serán ellos o sus hijos, o los hijos de sus hijos, pero algún día la familia D'Amis vengará la sangre derramada, porque sólo entonces podrán descansar los inocentes…
13
Norte de España, 1946
Ferdinand guardaba, como si de oro se tratara, las copias de la correspondencia de doña Marian que, por lo que había podido reconstruir, había regresado junto a su esposo, con el tiempo leal vasallo de Alfonso de Poitiers, marido de doña Juana, única hija de Raimundo VII, conde de Tolosa.
Era evidente que la fe de doña Marian y don Bertran d'Amis no les impedía querer vivir, y, aunque los cátaros soñaban con dejar este mundo y desprenderse de la cáscara maldita que consideraban que era el cuerpo, en el caso de estos dos nobles pesaban más otros intereses, puesto que murieron ancianos.
Sintió asco. ¡Cuánto fanatismo! ¡Cuánta sangre derramada en el nombre de Dios! Pensó que Dios no podía perdonar a quienes utilizaban su nombre para torturar y asesinar a otros seres humanos. Era imposible que así fuera, ¡qué más le daba a Él cómo le rezaran, cómo le sintieran!
Y se acordó de David, su hijo querido, al que habían arrancado la inocencia y se había convertido en un sionista radical.
Había cumplido veinticinco años y continuaba en Palestina. No quería regresar a Francia. «Soy judío -decía-, ellos hicieron que me sintiera diferente y eso es lo que soy: diferente.» Y preguntaba: «¿Dónde estaban los que ahora se escandalizan con lo sucedido en los campos de exterminio? Si algo hemos aprendido los judíos es que sólo contamos con nosotros mismos; por eso debemos tener una patria de la que no nos puedan echar».
David ya no se sentía parte de él, ni del pasado común, sino que había entroncado con su madre desaparecida y había construido sobre esa desaparición su razón de ser.
Cuando acabó la guerra le pidió que le acompañara a Berlín para intentar buscar algún rastro de Miriam, pero su hijo se negó.
– Les odio, padre, les odio tanto que si saliera a la calle y pensara que cualquier persona podría ser la culpable de la muerte de mi madre, no lo soportaría. No puedo ir, sólo deseo matarles a ellos y a sus amigos, a todos los que con su silencio han colaborado.
– No todos los alemanes son unos asesinos, David, allí hay gente que ha sufrido mucho. Tus tíos eran alemanes.