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Un día le pidió a Inge que le acompañara a casa de los tíos de Miriam. Quería ver a la portera, a la señora Bruning. Quizá ahora le dijera la verdad.

Inge intentó disuadirle, sabiendo que aquello le desgarraría, pero aceptó ir con él.

La señora Bruning había sobrevivido a la guerra y estaba más gorda que cuando la vieron la última vez.

Cuando les abrió la puerta les reconoció en el acto y palideció.

– ¡Ustedes…! ¿Qué quieren…? Ya les dije que no sé nada…

Pero ambos notaron que la mujer carecía de la soberbia y de la fortaleza de las que hizo gala cuando ondeaba la esvástica desde la ventana de su casa.

– Señora Bruning, de usted depende lo que le vaya a pasar -le amenazó Ferdinand marcándose un farol-. Ahora somos nosotros los que hacemos listas con los colaboradores de los nazis, con quienes denunciaban a la buena gente… Hable y a lo mejor decido darle una oportunidad.

– Hable, señora Bruning, no tiene otra opción -espetó Inge.

La mujer se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Desprendía el olor del miedo. Vacilaba sin saber qué hacer, luego les invitó a pasar.

– Mi esposo ha muerto -les anunció-. Me he quedado sola, con una hija y dos nietos. El marido de mi hija murió en Rusia. Si ustedes me denuncian… no sé qué sería de nosotros…

Inge agarró del brazo a Ferdinand para evitar que insultara a la mujer. Aquella queja resultaba impúdica en boca de una nazi. Pero la única manera de saber la verdad era no presionarla más de lo debido.

– La escuchamos, señora Bruning -dijo Inge suavemente.

– Ella llegó por la mañana, se enfadó mucho cuando vio la librería. Yo… le pedí que se callara, pero me insultó, me dijo que éramos unos salvajes, que qué clase de pueblo era aquel que saca los libros a la calle, los quema y hace desaparecer a dos pobres ancianos. Me amenazó, a mí… se atrevió a amenazarme. Le dije que era una perra judía y se volvió riendo y diciéndome que sí, que era judía y que nunca se había sentido más orgullosa de serlo que en aquel momento. Le ordené que se fuera y siguió riéndose. Me dijo que quién era yo para echarla de casa de sus tíos. Le avisé que si no se iba… Luego vinieron ellos. El hermano de mi yerno era un jefe de los camisas pardas, y un cuñado trabajaba en la Gestapo. Ella se enfrentó a ellos, les dijo que no le pusieran las manos encima, que era ciudadana francesa, que llamaran a su embajada… Entonces uno la golpeó y ella le mordió la mano. La volvieron a golpear y se la llevaron.

Las lágrimas empapaban el rostro de Ferdinand. Veía a Miriam enfrentarse a aquellos salvajes; ella, tan racional, tan segura del poder de la razón y de la fuerza de la ley, se había enfrentado a aquel ejército del mal.

Inge le apretó la mano intentando, en vano, darle consuelo.

– Señora Bruning, dígame dónde estaba el cuartel general de esos camisas pardas, y en qué departamento de la Gestapo trabajaba el cuñado de su yerno -le requirió Inge con voz firme.

La portera lo apuntó todo en un papel mientras lloraba pidiendo que se apiadaran de ella y de sus nietos.

– Les he ayudado… díganles que lo tengan en cuenta… les he ayudado… -imploraba entre sollozos-. Yo no sé lo que pasó después, nadie me dijo nada…

– ¿Sabe usted cómo han muerto Yitzhak y Sara Levi? -le espetó Inge con frialdad.

– No… no sé nada… no sabía que habían muerto…

– En una cámara de gas. ¿Se imagina lo que es morir así? ¿Y sabe por qué murieron? -continuó Inge.

– No… no -gimió la portera.

– Porque el mal existe y porque usted forma parte de él. Creo que merece una muerte horrible, pero no me corresponde ami procurársela. Usted responderá por lo que ha hecho, señora Bruning, la gente que ha muerto por su culpa no le permitirán descansar. No cierre los ojos, señora Bruning, porque están ahí…

La mujer lloraba presa de la histeria, sintiéndose rodeada de fantasmas.

– Ahora nos vamos, pero alguien vendrá a por usted. Debe ser juzgada y pagar por lo que ha hecho -sentenció Inge, sabiendo que a aquella mujer no le pasaría nada.

Llevaba a Ferdinand del brazo, como si de un niño perdido se tratara. Le sentía destruido, inerme, con un dolor imposible de soportar. Aquel momento había sido peor que todos aquellos años sin noticias de Miriam. Por fin estaba a punto de encontrarla y no lo podía soportar. Ahora el sufrimiento que ella había pasado adquiría los tintes sórdidos de la realidad. Miriam estaba dejando de ser un fantasma para volver a adquirir sustancia humana.

Durante varios días, acompañado de un funcionario de la embajada, fue de un lado para otro, reuniéndose con los nuevos administradores de la ciudad, ahora con los norteamericanos, ahora con los rusos… Había comités por todas partes, intentando reconstruir lo que había sucedido en la Alemania de la esvástica, indagando sobre el paradero de los desaparecidos y cotejando las listas de los asesinados en masa en los campos de exterminio. No fue fácil que le hicieran caso: el suyo era un caso aislado, uno entre miles, pero tuvo la suerte de que un funcionario norteamericano, John Morrow, quedara impresionado por su caso.

Morrow era un profesor de historia de Oxford, un hombre que había decidido alistarse para combatir a los nazis porque no concebía un mundo dominado por aquel puñado de asesinos y psicópatas. Fue a la guerra por convicción moral y ahora se encontraba destinado en Berlín, en el Cuartel General, intentando ayudar a poner orden en el caos de aquella ciudad.

– Comprendo su angustia, señor Arnaud, si mi esposa hubiese desaparecido me habría vuelto loco. Le haré una confidencia: ella también es judía. Es de Nueva York, pero sus abuelos llegaron a Norteamérica desde Polonia en busca de una oportunidad. Siento una rabia profunda cuando veo lo que han hecho los nazis. Han escrito la peor página de la historia.

Así que John Morrow le ayudó, abriendo puertas que permanecían cerradas, hasta dar con los archivos de una comisaría de un barrio berlinés donde el 21 de abril de 1939 Miriam había sido conducida después de su detención. Una escueta nota daba fe de que la detenida había fallecido ese mismo día por parada cardiorrespiratoria y su cuerpo había sido arrojado a una fosa común.

Ferdinand lloró como un niño mientras leía aquel papel amarillento que un funcionario puntilloso había guardado en el archivo de una comisaría de barrio.

Le dejaron llorar a solas sin intentar consolarle. Sabían que nada de cuanto pudieran decirle tendría sentido para él.

No hacía falta mucha imaginación para saber lo que pasó: a Miriam debieron de golpearla cuando la detuvieron en casa de sus tíos, y también en la comisaría. La paliza le habría causado la muerte. Así de simple, así de cruel.

Durante dos días anduvo como un zombi, incapaz de hablar, comer o dormir. Inge y John Morrow se las ingeniaron para no dejarle solo; temían que perdiera la razón, que no quisiera regresar al mundo de los vivos, ensimismado como estaba en su prolongada y silenciosa conversación con Miríam.

Fue Inge la que tomó la decisión de llamar a David y John el que logró localizarle en su kibbutz cerca de Haifa.

Ella entró en el cuarto donde él estaba tumbado en la cama con la mirada perdida en el techo. Llevaba barba de varios días, y olía a sudor y a lágrimas.

– Tu hijo está al teléfono, levántate.

El profesor pareció no escucharla, pero luego volvió los ojos hacia ella, mirándola sin verla.

– David está al teléfono, levántate -repitió Inge.

Se incorporó con dificultad como si el cuerpo le pesara una tonelada y sus brazos y piernas no le respondieran. Inge se acercó y le tendió la mano ayudándole a levantarse para llevarle a la sala.

Ferdinand cogió el teléfono pero permaneció mudo. Entonces Inge se lo quitó de las manos y se puso para pedirle a David: «Tu padre está al teléfono, háblale».

Durante unos segundos Ferdinand continuó encerrado en el silencio, luego rompió a llorar. Inge salió de la sala y se fue a la cocina, dejándole solo, sabiendo que aquella conversación entre padre e hijo no debía tener testigos.

Ahora que habían pasado unos meses de lo sucedido, Ferdinand se sentía aún más agradecido a Inge. La recordaba volviendo a la sala, sentándose enfrente de él, cogiéndole la mano y diciendo muy bajito:

– Estás roto, totalmente hecho añicos, pero tienes que recomponerte poco a poco, juntar los pedazos; eso o morir, y yo no creo que debas morir, Miriam no te lo perdonaría. Muerto, no le sirves de nada, y sin embargo vivo puedes ayudar a tu hijo, a lo que ella más quería.

Le acompañó al baño y abrió la ducha.

– Arréglate, estás hecho un asco.

El día en que dejaba Berlín, John Morrow acudió al aeropuerto a despedirle y le entregó un sobre cerrado.

– Me pediste que indagara sobre los padres de Miriam y lo he hecho. Como puedes suponer, murieron en un campo de exterminio. Aquí está todo el recorrido que hicieron: del campo de Pithiviers les llevaron al de Drancy y de allí a Auschwitz. Lo siento. Los alemanes son los principales culpables de lo sucedido pero no lo hicieron solos. ¿De verdad los políticos de Vichy no sabían lo que significaba mandar a sus conciudadanos a Auschwitz? No lo puedo creer… ¿Sabes, Ferdinand? Creo que algún día Europa tendrá que hacer examen de conciencia, porque esta locura es fruto del antisemitismo, pero no sólo de un loco, sino también de siglos de persecución a los judíos, de considerarlos culpables de todo, de presentarles como los asesinos de Jesucristo. Es curioso, se olvidan de que Cristo era judío y de que no quiso ser otra cosa que judío por más que su mensaje fuera universal… La izquierda también tiene que hacer examen de conciencia, Ferdínand, por más que les horrorice, todo esto ha pasado porque había un caldo de cultivo de siglos. Tú eres profesor de la universidad, como yo, y tenemos la obligación de alzar la voz y poner a los nuestros frente a sus contradicciones. No hay eximentes para lo sucedido.

En el avión abrió el sobre y leyó aquellos folios donde, someramente, se relataba la tragedia de los padres de Miriam. No sólo tendría que contarle a David lo sucedido a su madre, también el horror sufrido por sus abuelos.

Cuatro días después, se encontraba con su hijo en París. Lloraron juntos hasta vaciarse de lágrimas; hablaron de Miriam, de los abuelos, del tiempo pasado y del futuro.

– Gracias, papá, por haberme enviado a Israel. Me salvaste la vida, tú viste lo que iba a pasar… ¡y yo que no quería ir! Si me hubiese quedado…