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– ¿Y qué tiene que ver con todo esto el conde d'Amis? -insistió el padre Grillo.

– Es descendiente de una perfecta, una mujer quemada en Montségur. La crónica de fray Julián la han ido guardando y pasándola de padres a hijos durante generaciones. Si hubiera caído en manos de la Inquisición, les habrían quemado a todos, incluido él mismo a pesar de ser dominico. De manera que a esa crónica siempre la rodeó cierto secreto; no querían darla a conocer para que nadie pudiera señalarles como herejes. Les recuerdo que no hace tanto Pío X, que fue papa, como ustedes saben, entre 1905 y 1914, incluyó a la Inquisición cuando reorganizó la Curia, que pasó a denominarse Congregación del Santo Oficio; es decir, que aunque oficialmente ya no existía, existe. Y la memoria de Montségur y de la persecución de los herejes ha pasado de generación en generación. De mis conversaciones con el conde he podido deducir que sueña con la independencia del Languedoc; creo que sus simpatías hacia Alemania eran proporcionales al desprecio que siente por Francia por haber anexionado, como él dice, su tierra, el Languedoc. Ya lo ven, hay gente que no asume la historia, que el paso de los siglos y sus aconteceres no tienen importancia para ellos. El conde sueña con un Languedoc independiente y desde luego siente pocas simpatías por la Iglesia católica, pero eso son deducciones mías. Tampoco puedo afirmarlo, porque siempre ha procurado ser discreto a la hora de expresar opiniones políticas o religiosas.

– ¿Eso es todo? -preguntó el padre Grillo.

– Eso es todo lo que sé y lo que les puedo contar. Mi querido colega también conoce al conde, lo mismo que otras personas de esta universidad; hace muy poco le hicimos entrega oficial del resultado de mi trabajo. Yo diría que no está muy satisfecho del mismo, que esperaba algo más, pero no dijo nada. En cuanto a si continúa alentando a esos grupos que se dedican a agujerear el Languedoc en busca del tesoro, la verdad es que no me ha preocupado.

– Señor Arnaud, corre el rumor de que el conde d'Amis habría encontrado algo muy especial -afirmó el padre Nevers.

– ¿Y qué es ese algo tan especial? -preguntó Ferdinand con curiosidad.

– Eso es lo que no sabemos, lo que querríamos averiguar -explicó el padre Grillo-. Verá, durante la guerra eran insistentes los rumores de que el mismo Heinrich Himmler estaba detrás de algunas de las excavaciones de Montségur y que sus agentes estaban en contacto con algunos de los grupos del conde. Incluso… bueno, aunque parezca un disparate, otro rumor apunta a que Alfred Rosenberg sobrevoló Montségur en 1944 el 16 de marzo, coincidiendo con el septingentésimo aniversario de la rendición del castillo. Y luego está el peor de los rumores: la posibilidad de que hayan encontrado algo que ponga en peligro a la Iglesia.

– ¿Qué es lo que a ustedes les preocupa? De los nazis puedo creer cualquier cosa; después de haber asesinado a seis millones de personas en cámaras de gas no voy a sorprenderme de que el teórico del nazismo favorito de Hitler, Rosenberg, haya podido subirse en un avión para sobrevolar Montségur o que un personaje tan siniestro como Himmler haya podido interesarse por cuentos esotéricos. No, no me sorprende nada de lo que me puedan contar de esa gente, pero creo que en torno a Montségur se tejen muchas patrañas, y puede que durante la guerra hubiera gente interesada en difundir éstas y otras cosas. A mí tanto me da. La mayoría de los trabajos que se publican sobre Montségur y el tesoro cátaro son simples rumores, por eso no creo que se haya encontrado nada que pueda poner en dificultades a la Iglesia, salvo que ustedes, señores, tengan un secreto inconfesable que guardan bajo siete llaves y temen que se desvele. Lo que no alcanzo a entender es qué tiene que ver ese secreto con Montségur.

– Señor Arnaud, la Iglesia no tiene secretos inconfesables -respondió con enfado el padre Nevers.

– A mí me da igual; sólo me interesaría como historiador, y en estos momentos ni siquiera eso -respondió Ferdinand con absoluta frialdad.

– ¿Qué cree usted que es el Grial? -le preguntó con voz queda el padre Grillo permaneciendo ajeno a la tensión entre el padre Nevers y el profesor Arnaud.

– No lo sé, eso me lo tendrían que decir ustedes -sentenció Ferdinand-. Como comprenderán, no creo que la copa en la que bebió Jesús en la Última Cena se haya conservado durante veinte siglos. ¿Es que alguno de los apóstoles pensó aquella noche en la posteridad y decidió conservar aquella copa? ¿Y por qué no el plato en que comieron? Es absurdo, y ustedes lo saben. El negocio de las reliquias nunca me ha interesado. Entiendo que hay millones de personas que de buena fe creen que tal o cual hueso es de un santo, o que un trozo de madera es parte de la cruz en que Cristo fue crucificado, o que la copa de la Última Cena se guardó y ha llegado hasta hoy, pero eso son cuentos para niños que estoy seguro que ni ustedes creen. La fe es otra cosa, Dios es otra cosa.

– No le sabíamos teólogo -ironizó el padre Grillo.

– Ni yo les considero a ustedes idiotas; si lo fueran no habrían sobrevivido dos mil años -afirmó Ferdinand.

– Bien, hemos llegado a un punto de reconocimiento -admitió el padre Grillo-. Ahora viene la segunda parte: ¿podría ayudarnos a averiguar qué es exactamente lo que han encontrado en Montségur?

– No hay nada que encontrar, no hay nada que averiguar.

– Para la Iglesia es importante saber a lo que se enfrenta -dijo el padre Nevers.

– Ustedes no se tienen que enfrentar a nada; si acaso a una patraña que no les costará deshacer.

– ¿Podría visitar al conde e intentar averiguarlo? -le pidió directamente el padre Grillo-. Tal vez uno de nosotros podría acompañarle.

– Mis relaciones con el conde son… digamos que tensas, precisamente porque me he mantenido lejos de sus grupos de trabajo; en cuanto a ustedes… en fin, se les nota mucho que son sacerdotes, y no creo que el conde sienta ningún deseo de confesarse, a lo mejor…

– ¿A lo mejor…? -preguntó el padre Grillo.

– No sé; usted -respondió dirigiéndose al joven- no tiene aspecto de cura, puede que le pudiera hacer pasar por uno de mis alumnos.

Ignacio Aguirre dio un respingo al sentir todas las miradas en él, y a su vez pidió auxilio al padre Grillo con la mirada.

– ¡Ah, el joven Aguirre! Es un muchacho capaz, con buenas dotes que podrá desarrollar en la Secretaría de Estado, pero es sólo un ayudante, un escribiente; aún no tiene ni formación ni experiencia. De hecho, le tengo conmigo porque su superior me ha pedido que estos meses de verano permanezca a mi lado haciendo prácticas, pero su futuro está por determinar. Aún no ha finalizado sus estudios.

– Si usted me acompañara al castillo el conde no tardaría ni un segundo en darse cuenta de que es algo más que, pongamos, un estudioso en historia medieval. Se nota demasiado que es un hombre de iglesia, en cuanto al padre Nevers… Creo recordar haber visto alguna foto suya en los periódicos. Por eso se me ha ocurrido lo de este joven. En todo caso puedo ir solo y probar suerte, aunque les insisto en que el conde no está precisamente satisfecho con mi trabajo y no sé cómo me recibirá.

El padre Grillo y el padre Nevers volvieron a intercambiar una de esas miradas con las que parecían entenderse sin necesidad de palabras.

– Mandaremos con usted al joven Aguirre; así se irá fogueando. ¿Cuándo puede ir usted? -quiso saber el padre Grillo.

– Mañana, a lo más tarde pasado. Dentro de diez días me marcho de viaje, voy a ver a mi hijo a Israel, y les aseguro que no voy a interrumpir el viaje por nada ni por nadie.

– No le pedimos tanto, señor Arnaud. Sabemos lo que han sufrido usted y su hijo. Le estaremos agradecidos si puede averiguar algo -respondió el padre Nevers.

– Creo que este joven -sugirió Ferdinand- debería leerse mi libro sobre fray Julián y ponerse al día en lo que se refiere a los cátaros. Si les parece, pasado mañana saldremos para el castillo. Llamaré al conde para anunciarle nuestra visita, espero que no se niegue a recibirnos. ¡Ah! Y lo mejor es que se vista como un estudiante o difícilmente podría pasar por alumno mío.

16

Durante el trayecto en el tren, Ignacio Aguirre le insistió en que le explicara la «verdadera» historia de los cátaros.

– Sé que debería saber más, pero no es mi fuerte -le confesó. Ferdinand se explayó. Pero poco antes de llegar a la estación sacó una carta de David que había encontrado en el buzón antes de partir.

Hace unos días cené en casa de Hamza. Su madre preparó cordero con unas hierbas aromáticas. Es el mejor cordero que he comido nunca. Yo les llevé pan ácimo del que hacemos en el kibbutz y una cesta con fruta de nuestro huerto. Hamza se rió y me dijo que no me tenía que haber molestado en llevarla porque ya se encargaba él de quitárnosla de cuando en cuando. Estuvimos hablando hasta tarde. Ellos creen que les queremos echar de su tierra y me han contado que sus líderes quieren que desconfíen de nosotros. El padre de Hamza cree que al final tendremos que enfrentarnos, pero yo les he dicho que lo podemos evitar, que sólo depende de nosotros. Ayer vino Hamza a cenar conmigo al kibbutz; le recibieron bien, él al principio se muestra siempre tímido, luego, cuando coge confianza, se siente como en su casa. Le sorprende que lo compartamos todo, que comamos todos juntos, que nadie tenga nada y que no haya categorías sociales. Aquí lo mismo vale un ingeniero que un campesino, todos hacemos el mismo trabajo. También le llama la atención que los niños vivan juntos en una casa común cuidados cada día por dos madres mientras las otras trabajan. Le he enseñado todos los rincones del kibbutz y él me ha confesado que a veces cuando estamos distraídos coge algunas manzanas de nuestros árboles. Nos hemos reído por eso, y le ha sorprendido que no me enfade, aunque le he pedido que procure que no le vean. Luego, durante la cena, hemos hablado de lo bueno que hubiera sido que se hubiera podido formar un Estado judeopalestino tal y como propuso en 1937 la Sociedad de Naciones. Pero los líderes árabes lo rechazaron y yo le digo que fue un error porque podríamos formar un Estado como Suiza. En fin, ya no hay vuelta atrás, pero me resisto a que un día Hamza y yo tengamos que estar enfrente el uno del otro porque los políticos así lo decidan.