Julián carraspeó y, clavando los ojos en Armand de la Tour, recitó como si de una letanía se tratase:
– Son «herejes» los que se obstinan en el error. Son «creyentes» los que tienen fe en los errores de los herejes y los asimilan. Los sospechosos de herejía son los que están presentes en los sermones de los herejes y participan, por poco que sea, en sus ceremonias. Los «simplemente sospechosos» han hecho estas cosas sólo una vez. Los «sospechosos virulentos», muchas veces. Los «sospechosos más virulentos» han hecho estas cosas con frecuencia. Los «encubridores» son los que conocen a herejes pero no los denuncian. Los «ocultadores» son los que han consentido en impedir que se descubra a los herejes. Los «receptores» son los que han recibido dos veces a herejes en sus posesiones. Los «defensores» son los que defienden a sabiendas a los herejes a fin de que la Iglesia no extirpe la depravación herética. Los «favorecedores» son todos los de arriba en mayor o menor grado. Los «reincidentes» son los que vuelven a sus antiguos errores heréticos tras haber renunciado formalmente a los mismos…
– Bien, bien, está claro que sabéis cuál es vuestra función y cómo distinguir a los herejes. Con ese glosario es difícil equivocarse, ¿no? -preguntó con sorna el caballero.
– No creáis… a veces… a veces, es difícil saber si mienten o si sencillamente son inocentes. Entre los herejes hay gente rústica que responde con simpleza a las preguntas sin darse cuenta de que con sus palabras siembran la sospecha… pero tal vez son inocentes, simplemente no saben demostrarlo… Pero fray Ferrer…
– Ese dominico… -Fernando no se atrevió a terminar la frase.
– ¿De dónde viene? -quiso saber el caballero De la Tour.
– Es catalán, de Perpiñán, y se ha hecho cargo de todo después del asesinato de nuestros hermanos en Avinhonet. Es muy minucioso, nada se escapa a su mirada, lee en el corazón de los hombres y sabe cuándo le mienten -explicó, azaroso y nervioso el fraile.
– Y a vos os aterra -añadió Armand de la Tour.
– ¡Oh, es mi hermano en Cristo! -protestó Julián-. Él se encargará de los herejes de Montségur.
– ¿Y a vos os preocupa la suerte que puedan correr?
– ¿Que si me preocupa? Sabéis que la condena puede ser la hoguera. ¿Habéis visto morir a algún hombre en la hoguera? Los herejes desafían a la Iglesia y muchos se niegan a pedir perdón prefiriendo morir abrasados. He visto a mujeres y hombres, también a jóvenes, enfrentarse al fuego cantando, mientras el olor a carne quemada se prendía en el aire hasta hacer insoportable el hedor de nuestras ropas y de nosotros mismos. Ese olor… a veces me despierto oliendo a carne quemada y veo los rostros de quienes por no saber decir la palabra precisa han sido pasto de las llamas.
– Os duele la conciencia -sentenció el físico-. Es un alivio saber que aún hay quien tiene conciencia.
– Pero ¡qué decís! -protestó asustado el fraile-. Os aseguro que mi conciencia nada tiene que ver con el dolor que me atraviesa el vientre. ¿Es que no sois capaz de diagnosticar mi mal?
– Calmaos, mi buen fraile; tener conciencia es un don, un don doloroso por cierto, pero un don.
– ¡No os entiendo!
– Hermano, no os agitéis -terció Fernando-. Y vos, Armand, ¿qué estáis diciendo? No acabo de saber adónde queréis llegar.
– Vuestro hermano sufre mucho, bien es cierto, y ese sufrimiento es su principal mal. No creo que padezca del hígado ni tampoco creo que su dolencia esté en los intestinos, o en la garganta… Su mal está en el alma, y para eso sólo hay un remedio.
Fernando escuchaba atentamente al caballero Armand, meditando todo cuanto decía, mientras Julián les observaba, temblando como lo haría un niño descubierto en falta.
– Y bien, ¿cuál es ese remedio? -preguntó Fernando.
– Que viva de acuerdo a su conciencia, que no haga nada de lo que tenga que avergonzarse, que escuche la palabra que Dios le murmura al oído y se resiste a atender. Vuestro hermano sufre por los bons homes… y lo hace porque no está seguro de que sean unos malvados o, en todo caso, no cree que sus creencias merezcan tanto sufrimiento, ¿me equivoco?
Julián lloraba como un niño entre convulsiones e hipidos ante la mirada compasiva de Fernando, que se acercó para abrazarlo intentando darle consuelo.
– Entonces, ¿no ha de tomar ninguna medicina? -insistió su hermano.
– Sí, algo le daré para ayudarle a conciliar el sueño. Lo que no debe es someterse a más sangrías innecesarias que le están debilitando. Yo mismo os prepararé unas hierbas que tomaréis antes de acostaros. Os ayudarán a encontrar un sueño tranquilo y profundo. Por lo demás, no creo que tengáis ningún mal.
– Os equivocáis -acertó a quejarse Julián-, estoy enfermo.
– Sí, pero la vuestra es una enfermedad del alma; sólo cuando os pongáis a bien con vuestra conciencia sentiréis alivio, hasta entonces lo único que se puede hacer por vos es ayudaros a que podáis dormir. Hablaré con el físico del senescal para aconsejarle que detenga las sangrías a las que os viene sometiendo.
Julián se estremeció al pensar que el templario le hablaría al físico del senescal sobre el mal de su alma. Armand de la Tour no pudo evitar un sentimiento de compasión al ver el miedo reflejarse en los ojos del fraile dominico. Pensó que a Julián no le adornaban ninguna de las virtudes de Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden que había hecho de su vida un modelo de sacrificio y ascetismo parecido al de los bons homes, a los que con tanto ahínco quiso hacer que regresaran al redil de la Iglesia. El templario se pregunto por qué Julián habría seguido a Domingo de Guzmán si todo en él delataba que poseía un espíritu frágil.
– No os preocupéis, Julián, nadie sabrá de vuestro mal. No mentiré, pero tampoco entraré en detalles; pediré permiso para trataros con mis hierbas para ver si logro aliviaros.
– Gracias, Armand -dijo Fernando apretando con gratitud el hombro de su compañero-. Y ahora, Julián, empezad por cumplir las instrucciones que os ha dado Armand. Cuando os sintáis mejor deberías pasear, visitar a los soldados; sin duda agradecerán que un fraile se preocupe de sus almas, y de esta manera tendréis tiempo de olvidaros un rato de la vuestra.
– También pediremos a fray Pèire un barreño con agua tibia y jabón; no os vendría mal asearos -terció el físico templario.
Julián no fue capaz de poner objeciones a las recomendaciones del caballero y de su hermano. Los miró con gratitud y, por primera en vez en mucho tiempo, se sintió confortado. La presencia de Fernando había despejado momentáneamente las brumas de la soledad que le acompañaba desde que entró en la orden de los dominicos.
5
Fernando y Armand de la Tour dejaron a Julián sumido en sus tribulaciones y con paso firme se dirigieron al rincón del campamento donde se encontraban sus compañeros templarios.
– No os debéis preocupar por Julián -aseguró el físico.
– Lo sé, después de escucharos estoy más tranquilo, aunque veo que las enfermedades del alma son tan devastadoras como las del cuerpo.
– A veces son peores, pero en el caso de Julián vuestra presencia servirá para que recupere las fuerzas que le faltan. Con vos se siente seguro.
– Mi hermano ha vivido atormentado desde que supo que era el hijo bastardo de mi padre.
– No debe de ser fácil estar en esa posición, por más que me hayáis contado las bondades de vuestros padres, sobre todo la generosidad de doña María, vuestra madre…
– Supongo que no podemos comprenderle del todo, puesto que nacimos caballeros. Os agradezco que hayáis visitado a Julián y sé que cuento con vuestra discreción. Ahora quisiera preguntaron qué os parece la situación respecto a Montségur.
– Es cuestión de tiempo.
– ¿Qué queréis decir?
– Que nadie resiste eternamente. Y que, por más que se antoje difícil llegar a la cima, se puede hacer. El precio son vidas, y tanto el senescal Hugues des Arcis como el rey Luis no serán avaros a la hora de pagarlo.
Volvieron a sumirse cada uno en sus pensamientos hasta que se encontraron con sus compañeros, que en ese momento estaban limpiando las armas.
– Me alegro de que hayáis regresado -les saludó Arthur Bonard-. El senescal ha ordenado que nos unamos a su estado mayor.
Arthur Bonard era tan eficaz inventando artilugios de guerra como seco y directo al hablar.
– ¿Y vos, qué habéis respondido? -quiso saber Fernando.
– No debemos desairar al senescal ni al rey Luis, ni tampoco al arzobispo de Narbona -respondió Bonard.
– Eso quiere decir que nos quedamos -sentenció Fernando.
– Eso quiere decir que aguardaremos a ver si esos fieros gascones de los que nos ha hablado el senescal son capaces de acercarse a la fortaleza. Será interesante conocer el resultado de tal empeño -respondió el ingeniero.
– ¿Y nosotros qué haremos? -preguntó Fernando.
– Esperar, observar, hablar y poco más. Ya sabéis que a nuestra Orden no le gusta matar cristianos, y esas gentes de Montségur lo son, equivocados, pero cristianos al fin y al cabo. Temo por ellos, puesto que el arzobispo de Narbona y fray Ferrer están dispuesto a vengar la muerte de Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold. Como bien sabéis, estos dos inquisidores fueron asesinados hace más de un año en Avinhonet.
– Es la única ocasión en la que los bons homes han participado en un acto criminal -apuntó uno de los templarios.
– No lo hicieron directamente -les disculpó Fernando.
– No seáis ingenuo -interrumpió Armand de la Tour-. ¿Acaso creéis que no matar a un hombre directamente con la espada o con las manos exime de la responsabilidad de su muerte…? Los hombres que mataron a los inquisidores salieron de aquí, de Montségur. ¿Creéis acaso que sus obispos herejes Bertran Martí o Raimon Agulher no sabían lo que iba a suceder en Avinhonet? No es un secreto que la noticia del asesinato de los inquisidores fue celebrado en Montségur y que incluso repicaron las campanas de alguna iglesia. El asesinato de Étienne de Saint-Thibéry y Guilhèm Arnold fue llevado a cabo por credentes, entre ellos Guilhèm de Lahille, Guilhèm de Balaguier y Bernat de Sent Martí…
– Pero ¿cómo sabéis tanto de lo que sucedió aquella noche en Avinhonet? -preguntó Fernando, cada vez más sorprendido.