Ali le explicó detalladamente que aquel hombre le había dado una dirección en Granada donde, cuando salió de la cárcel, le acogieron y le ayudaron a convertirse en un guerrero de Alá. Tampoco le ahorró detalles sobre el atentado de Tánger, y los dos amigos volvieron a sentir que se restablecían más sólidos que nunca los viejos lazos de la amistad. El destino les había convertido en lo mismo.
– ¿Podré conocer a Omar? Hasan me dijo que no debía intentar ponerme en contacto con él salvo que fuera él quien me llamara. Me avisó de que eso podía suceder en cualquier momento, porque había que terminar una operación que se había frustrado por la muerte de Yusuf y los hermanos de Frankfurt.
– Él quiere verte. Hasan le mandó recado de que venías y de lo que esperaba de ti. No le digas que te lo he dicho, pero creo que Omar tiene una misión para ti y es posible que yo también participe, pero no sé de qué se trata.
– ¿Una misión? -El tono de voz de Mohamed tenía un deje de alarma. Aún no se había repuesto del estrés del atentado de Frankfurt.
– Sí, eso creo. Pero será Omar el que te lo diga. Tienes que ir a verle.
– ¿Cuándo?
– Dentro de dos días te vendré a buscar. Deberás estar preparado.
– Pero ¿a qué hora? ¿Dónde iremos?
– Aún no lo sé. Omar se mueve de un lado a otro.
– Supongo que tendrá una tapadera.
– ¡Claro! Es propietario de varias agencias de viaje. Viaja, no sólo por toda la provincia, sino por Andalucía entera. Omar está en contacto permanente con Hasan y es nuestro guía, todos le obedecemos.
– Lo sé; escuché hablar de él en Alemania, aunque nunca imaginé que llegaría a conocerle.
– Pues lo harás y… bueno, esto me resulta mas difícil decírtelo, pero Omar está preocupado por tu hermana Laila. Mohamed se puso tenso, las venas de la sien derecha le comenzaron a latir provocándole un repentino dolor de cabeza.
– ¿Qué le puede preocupar a un hombre como Omar de una mujer insignificante como Laila?
– Tu hermana no se atiene a las reglas, no se comporta… perdona que te lo diga, amigo, pero no se comporta como una buena musulmana. Altera a las mujeres de nuestra comunidad, se reúne con ellas y les habla del Corán, dirige los rezos… Sabes que eso está prohibido. Además parece una cristiana, se viste como ellas, va a lugares donde jamás iría una buena musulmana.
– Mi hermana es muy joven y está llena de buena voluntad.
– Tu hermana está provocando escándalo, tiene que renunciar a lo que está haciendo, debe hacerlo. Mohamed, sé cuánto quieres a Laíla, por eso te aviso, si no logras que abandone sus actividades, Omar tendrá que tomar una decisión que será triste para todos. Habla con tu padre, es el jefe de tu casa, él sabrá cómo actuar, aunque muchos de nuestros hombres le creen responsable del mal comportamiento de Laila.
– El problema lo resolveremos en casa -replicó Mohamed.
– Más vale que así sea porque de lo contrario… no creo que Laila tenga demasiadas posibilidades de seguir adelante con lo que está haciendo.
Hablaron un rato más de los viejos tiempos, de su niñez y adolescencia en las calles recoletas del Albaicín. Conservaban intacto el afecto el uno por el otro, aunque ya no eran libres para ayudarse como lo habían hecho tiempo atrás.
Se estaban despidiendo en la puerta cuando vieron llegar a Laila.
– ¡Ali! ¡Qué sorpresa!
– Hola, Laila.
– Hace tiempo que no te veíamos por esta casa; creía que te habías ido de Granada.
– Así ha sido.
– Me alegro de verte, ¿te vas ya?
– Sí, sólo he venido a visitar a Mohamed.
Se despidió de ella fugazmente y con paso rápido se perdió en la penumbra del Albaicín.
Laila entró en la casa seguida de su hermano. No se hablaban desde el día en que la había golpeado. En realidad, la presencia de Mohamed había acabado con la tranquilidad de la casa. Su padre parecía reverenciar a su hijo y en los ojos de su madre brillaba el miedo. En cuanto a Fátima, se movía como una sombra por la casa y sus hijos parecían aterrorizados. No se comportaban como todos los chiquillos: no corrían, ni gritaban, ni cantaban.
– Vamos al comedor, tengo que hablar contigo.
Las manos de su hermano la empujaron por la espalda hacia la sala; sintió una oleada de rabia, pero logró contenerse porque si protestaba sería aún peor.
– He sido paciente contigo, te he dado la oportunidad de rectificar, pero persistes en tu actitud y eso supone que tengo que tomar medidas que no te van a gustar.
– ¿Me estás amenazando, Mohamed? -preguntó Laila en un susurro.
– Te estoy advirtiendo, dándote una última oportunidad. No provoques tu desgracia y la de nuestra familia.
En el tono de voz de Mohamed había, además de irritación, un deje de angustia que Laila percibió con asombro.
– Te lo dije aquel día y te lo repito ahora: soy ciudadana española, mayor de edad, y no tienes ningún poder sobre mí. Nada puedes hacerme, Mohamed. Respétame como yo te respeto a ti. No hago nada de lo que tenga que avergonzarme ni pueda avergonzar a nuestra familia.
– Insistes en reunirte con esas mujeres, dirigir los rezos, interpretar el Corán. Debes acabar con todo eso.
– No hago nada malo, te lo demostraré. Me gustaría que mañana me acompañaras a la casa de una persona muy especial, de un hombre santo que te podrá decir que soy una buena musulmana. Después de escucharle a lo mejor no continúas pensando igual. ¿Sabes, Mohamed? No voy a dejarme doblegar por el fanatismo, ni siquiera por el tuyo. Por favor, acompáñame mañana.
Mohamed clavó la mirada en los ojos de su hermana dudando si golpearla una vez más. Se sentía impotente ante la tozudez de Laila, que estaba seguro les iba a acarrear una gran desgracia. Aun así, sintió curiosidad por saber dónde quería llevarle su hermana.
No le respondió y salió de la sala para no pegarle. Laila suspiró aliviada porque había visto dibujarse la violencia en la mirada de su hermano. Se fue a su habitación sabiendo que aquella noche se había librado por los pelos de otra paliza.
15
Carmen y Paula, a través de los visillos de la ventana, observaban al joven que vigilaba desde la acera de enfrente la puerta del edificio donde tenían el despacho. Laila estaba reunida con el grupo de mujeres, cada vez más numeroso, que acudían a conocer, entusiasmadas, su interpretación del Corán.
Intuían que aquel hombre iba a causarles problemas y, aunque no se atrevían a decirlo en voz alta, temían que le pudiera suceder algo a Laila.
– ¿No es ése Mohamed? -preguntó Paula señalando hacia el otro extremo de la calle por donde acababa de aparecer el hermano de Laila.
– Se parece, aunque no sé. Hace tanto que no le vemos… -respondió Carmen.
Las amigas se miraron sin decir palabra cuando vieron que el que parecía hermano de Laila y el hombre de la acera de enfrente se miraban como reconociéndose pero sin decir palabra. Luego Mohamed entró en el portal y no pasaron ni dos minutos cuando escucharon el timbre de la puerta.
– Pues debe de ser él -exclamó Carmen-, voy a abrir.
Mohamed se mostró circunspecto con las dos amigas de su hermana. Respondía con monosílabos al parloteo de las dos abogadas, que le pidieron que aguardara en el despacho de una de ellas mientras avisaban a Laila.
Él las miraba incómodo y se sentía arrepentido de haberse dejado llevar por el impulso de presentarse en el despacho donde trabajaba su hermana, para decirle que estaba dispuesto a acompañarla a conocer a ese supuesto hombre santo.
Pasaron unos minutos cuando oyó varias voces de mujeres hablando en árabe. Le hubiera gustado poder escuchar con más atención, pero Paula y Carmen no paraban de hacerle preguntas, al tiempo que elogiaban a Laila.
– Es una abogada estupenda -comentó Paula-, la mayoría de las mujeres que vienen al despacho quieren que ella les lleve su caso, y es que como Laila ha ganado unos cuantos, las clientas se la van recomendando las unas a las otras.
– Hoy acaba de notificarnos el juzgado otro caso ganado por Laila -explicó Carmen-. Una historia terrible, de violencia doméstica. El marido pegaba a su mujer delante de los hijos, los críos han sufrido lo indecible viendo a su madre llorar desesperada por los golpes. Él lo negaba todo, pero tu hermana es como una hormiguita, ha logrado demostrar que aquella casa era un infierno.
Por fin la puerta del despacho de Carmen se abrió y apareció su hermana. Laila le miró asombrada sin saber qué hacer ni qué decir. Mohamed se levantó del sillón donde estaba e intentó sonreír, más por compromiso que porque quisiera hacerlo.
– He venido a buscarte; ayer me hablaste de una persona que me gustaría conocer, no sé si tienes tiempo ahora.
– Sí… claro… acabo de terminar la reunión con las mujeres y no tengo ninguna cita pendiente. Iba a trabajar un rato antes de ir a casa, pero puedo continuar mañana.
– Entonces vamos -respondió Mohamed con cierta brusquedad.
Se despidieron de Carmen y Paula y salieron en silencio, incómodos el uno con el otro. Mohamed buscó con la mirada al joven magrebí pero ya no estaba. No supo por qué, pero se sintió aliviado.
– ¿Quién es ese hombre santo? -quiso saber Mohamed.
– En realidad le conoces, aunque posiblemente no te acuerdes de él.
– ¿Quién es? -insistió Mohamed.
– Jalil al-Basari.
– No le conozco.
– Viene de Fez, aunque ya lleva unos años viviendo en Granada. Cuando éramos pequeños nuestro padre alguna vez le invitó a nuestra casa. Venía de vez en cuando a ver a su hija, que está casada con un español. Cuando enviudó dejó Fez y se vino a vivir a casa de su hija.
– ¡Y tú quieres que conozca a gente así!
– Son unas buenas personas. Jalil es un maestro, enseñaba en una madrasa. Es un alim respetado en Marruecos y aquí también. Habla de paz, de entendimiento entre los hombres, predica el respeto entre todos los seres humanos y defiende los derechos que tenemos las mujeres.
– No creo que valga la pena que me lleves a conocer a ese Jalil. Si eso es lo que piensa, no es uno de los nuestros.
– No le conoces, no le juzgues aún. Confía en mí, verás cómo al escucharle sientes el corazón reconfortado y aún creerás más en el Misericordioso.