– ¿Compraré directamente a Karakoz las armas para Ylena?
– Sí. Usted ya tiene el teléfono del hombre de Karakoz en París; le llaman el Yugoslavo. Pero no olvide que Salim no puede saber de la existencia de Ylena, ni Ylena de la de Salim. Es mejor que cada comando actúe de manera separada y que nadie pueda relacionarlos. Si Salim supiera lo que nos proponemos, intentaría impedirlo; usted sabe que bajo su apariencia se esconde un fanático. Para él, las reliquias de Mahoma son sagradas.
– Sí, es un fanático al que le encanta el buen vino.
– Todos tenemos contradicciones… En cuanto a Ylena, aún no sabe el objetivo; usted se lo detallará, le dará el dinero, le dirá dónde recoger las armas. Una vez que pague al Yugoslavo, él le entregará documentos falsos para Ylena y el comando, y hará que la entreguen las armas en el mismo Estambul. En los próximos días le detallaré el plan para Ylena, el hotel donde debe alojarse en Estambul, cómo llegar hasta allí, cómo acceder a Topkapi… en fin, todos los detalles.
– ¿Me llamará usted?
– Sí, dentro de un par de días.
– Los cátaros estaban en contra de la violencia -le respondió el conde en tono de enfado-, pero a veces es la única alternativa.
– Me da igual en lo que usted crea, a quién rece Salim o a quién se encomiende Ylena. Ustedes van a matar en nombre de Dios. Bien, es muy prosaica su actitud, pero ni a mí ni a mis representados nos interesa. Nuestro objetivo es otro: hay que agitar el mundo, hay que redefinir fronteras, hay que poner fábricas en funcionamiento.
– Usted dirige la orquesta.
– Así es. Le dejaré aquí, está cerca de su casa.
Raymond se bajó del coche, asqueado. Nunca le había gustado ese hombre, había un punto de vulgaridad en él, a pesar de sus trajes de corte impecable. El tono de voz delataba su origen pero, a pesar de ello, le necesitaba. Mientras caminaba hacia su casa pensó en cómo se había introducido en su vida.
Se había presentado sin previo aviso en el castillo. Dijo conocer a antiguos amigos de su padre, patriotas alemanes que se habían tenido que esconder después de la guerra.
No se anduvo por las ramas y le enseñó una edición de lujo de aquella crónica de fray Julián.
– Usted vengará la sangre de los inocentes; su padre murió sin poder hacerlo.
El conde le escuchó extasiado mientras le exponía el plan. Un plan sencillo, para el que sólo se necesitaba dinero y creer en aquella causa, y él tenía ambos ingredientes. De eso hacía casi un año; desde entonces el hombre había comenzado a organizar todo el dispositivo, con precisión y paciencia, haciendo que todos los que iban a intervenir se terminaran encontrando, y el punto de encuentro era él, Ravmond, conde d'Amis, cuya vida había estado dedicada desde su nacimiento a la causa sagrada de los cátaros. Él no tenía el valor de ser como los perfectos, pero al menos era un credente como lo habían sido muchos de sus antepasados.
Era el último de su estirpe aunque tuviera una hija, Catherine. Pero la había educado su esposa y él no la conocía, de manera que difícilmente podría entenderle.
Tampoco su esposa lo había hecho. Nancy era norteamericana. Cuando se conocieron ella vivía con sus padres en la Riviera francesa.
El padre de Nancy era poeta y pintor y su madre marchante de pintura. Ella era hija única, mimada hasta la saciedad, sin ningún objetivo en la vida.
Raymond nunca debió casarse con ella, pero se enamoró. Su padre le advirtió de que cometía un error, que aquella chica no era como ellos. Tenía razón. Pero esperó a que su padre muriera para casarse. Quizá era demasiado mayor para el matrimonio, estaba a punto de cumplir cuarenta años, y cometió su primer gran error.
Le abandonó apenas un año después de casados, cuando él se confió a ella y le explicó la misión sagrada a la que estaba dedicado. Nancy montó en cólera y le exigió que sacara de sus vidas a todos sus amigos, a aquellos jóvenes que como él tenían una causa, patriotas de un mundo distinto, de hombres superiores.
Se marchó del castillo embarazada, diciéndole que estaba loco, y que por el hijo que llevaba en las entrañas no le iba a denunciar, pero le amenazó con contarlo todo si se acercaba a ella o reclamaba el hijo que iba a nacer.
Él cumplió y ella también: no volvieron a verse; supo que había tenido una hija, Catherine, y todos los meses le hacía llegar una cantidad de dinero para su manutención a través de su abogado. Sabía que madre e hija vivían en el Víllage de Nueva York, donde Nancy había abierto una pequeña galería de arte. Ella no le había permitido conocer a su hija, y cuando él se lo suplicó a través del abogado, Nancy le telefoneó amenazándole.
La última noticia que tuvo de ella es que estaba muy enferma.
19
Ovidio llevaba varios días en Roma y tenía la sensación de no haberse ido nunca de la ciudad. Ya no ocupaba el mismo lugar en la oficina y todos sabían que trabajaba de forma provisional; sin embargo, él había vuelto a ensimismarse en el trabajo como si no se fuera a marchar nunca.
– Es como buscar una aguja en un pajar.
Ovidio levantó la vista del ordenador ante la llegada de Domenico, con el que compartía el peso y la responsabilidad de la investigación.
– Sí, ya lo sé, yo tampoco logro dar sentido a ninguna de estas palabras, pueden significar tantas cosas… ¿Has hablado con Bruselas?
– Hace un momento me ha llamado Lorenzo Panetta, parece que Karakoz se ha movido; me manda el informe por e-mail, supongo que lo tendremos de un momento a otro.
– Se ha movido… ¿Y eso qué significa? -quiso saber Ovidio.
– Pues que ha estado en Chechenia; después se le ha visto en Suiza y en Luxemburgo.
– ¡Ese tipo va de un lado a otro sin problemas!
– Mientras no haya una orden de detención… En realidad llevan años siguiéndole y nunca le han detenido; prefieren saber con quién trata, a quién vende, quién le proporciona las armas. Pero Karakoz es extremadamente cuidadoso y por lo que cuenta Panetta, sus conversaciones telefónicas son insustanciales, lo mismo que las de su lugarteniente, un tal Dusan. Al parecer funciona con correos, da órdenes y recibe pedidos a través de los secuaces que tiene repartidos por todo el mundo: ellos le transmiten lo que le quieren comprar y él se lo suministra. La mayoría de las ocasiones no ve a los verdaderos compradores. A él tanto le da. Y si alguien quiere verle él dice dónde, aunque su lugar preferido es Belgrado. Allí se siente seguro y protegido, es su ciudad, aparece y desaparece en ella como quiere y, por lo que se ve, es difícil seguirle la pista.
– Karakoz continúa siendo lo único sólido que tenemos, el extremo de la cuerda…
– Sí, la cuestión es si nos equivocamos o nos precipitamos a la hora de tirar de ese extremo. Por cierto, Lorenzo Panetta me ha dicho que llega esta noche a Roma; viene a pasar el fin de semana y le gustaría vernos. Me he permitido invitarle a cenar a mi casa. Naturalmente cuento contigo para la cena, creo que estaremos más cómodos y hablaremos más tranquilos. ¿Te parece bien?
Ovidio aceptó de inmediato, sorprendido por la actitud de Domenico, al que notaba cambiado; ahora se mostraba menos remiso y desconfiado con él. Lo que no sabía era por qué, y se dijo que a lo mejor también había sido culpa suya el no haberse entendido con el dominico.
Lorenzo Panetta se había visto en la obligación de aceptar la invitación del sacerdote. En su calidad de subdirector del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea era el responsable de las relaciones de trabajo con el Vaticano.
Estaba cansado. Se prometía un fin de semana lejos de la tensión del Centro, pero tendría que alargar la jornada de trabajo unas horas más, porque aquella cena era eso, trabajo.
Sentía curiosidad por saber cómo sería la casa de aquel sacerdote, situada dentro del recinto de la Ciudad del Vaticano. La imaginaba sobria, con muebles pesados, y llena de cuadros de vírgenes y de santos.
Le abrió la puerta el mismo Domenico, y la primera sorpresa fue verle vestido con un pantalón vaquero y una camisa de cuadros.
– Si me llega usted a decir que la cena era tan informal, le aseguro que habría venido sin corbata, aunque en realidad vengo directamente del aeropuerto.
Domenico Gabrielli rió satisfecho por haber sorprendido a aquel policía con fama de ser uno de los mejores investigadores europeos.
– Pase. Ovidio aún no ha llegado, pero no tardará.
– ¿Ovidio?
– El padre Sagardía, pero no hace falta que nos demos ese tratamiento, ¿no le parece? Puede llamarme Domenico, creo que estaremos más cómodos si nos tratamos sin formalismos.
La segunda sorpresa fue la decoración de la casa. En realidad, apenas había muebles y las paredes estaban desnudas. El salón, funcional y moderno. Parecía que hubiera comprado el sillón, la mesa y las sillas en una tienda de decoración minimalista.
La tercera sorpresa fueron las flores: había colocado varios jarrones minúsculos y transparentes con una margarita, sólo una, no cabían más.
Ovidio no tardó en llegar y tampoco él pudo ocultar la sorpresa que le producía la casa de Domenico.
Éste además resultó ser un estupendo cocinero. La pasta estaba deliciosa y los escalopines al limón fueron muy alabados por los dos invitados.
– Siento que no me haya dado tiempo para preparar un buen postre -se excusó con falsa modestia Domenico, mientras colocaba encima de la mesa una fuente con rodajas de piña.
– Pero ¿también sabe hacer postres? -preguntó Lorenzo Panetta.
– No es lo que mejor se me da, pero si tengo tiempo soy capaz de hacer una buena tarta de melocotón.
Hasta que no sirvió el café y una copa de grappa los tres hombres no entraron en materia.
– Bien, ustedes han leído el correo electrónico que les he mandado esta mañana, y no hay mucho que añadir. Interceptamos una llamada de un delincuente conocido como el Yugoslavo, un tipo de los bajos fondos parisinos. Es serbio como Karakoz, pero llegó a París años antes de que comenzara la guerra, hizo de guardaespaldas y de matón en clubes de alterne y un buen día dio el salto a los grandes negocios de la mano de Karakoz. Incluso tiene un despacho que se dedica a importación y exportación.
– ¿Y, exactamente, qué es lo que han hablado Karakoz y ese hombre? -quiso saber Domenico.