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– Le diré a Laura que haga los trámites.

– No, ni siquiera Laura debe saberlo.

– ¡Por favor, Lorenzo! ¡Confío en Laura tanto como en ti!

– Pues no confíes en nadie, ni siquiera en mí, hasta que Seguridad te diga que puedes hacerlo. Yo también confío en Laura, pero los controles de seguridad deben hacerse sin que nadie sepa que le están investigando, de manera que no tendrías que decírselo ni siquiera a ella.

– De acuerdo, lo haremos como dices.

Lorenzo Panetta iba a entrar en su despacho cuando Matthew Lucas irrumpió en la oficina con precipitación y le hizo una seña para que se acercara.

– ¿Qué pasa, Matthew?

– ¿Está el jefe?

– Sí, claro.

– Hemos interceptado una llamada entre el Yugoslavo y un número de teléfono móvil; era Dusan, el lugarteniente de Karakoz. Hemos podido conseguir el número, pero naturalmente se trata de una de esas tarjetas que se compran en cualquier tienda de telefonía, aunque le estamos siguiendo el rastro.

– ¡Vamos a ver a Wein! -respondió Panetta-. Es la primera buena noticia que tenemos desde lo de Frankfurt.

Matthew relató en pocas palabras al director y subdirector del Centro todo lo referente a la llamada.

El Yugoslavo había recibido la llamada de un hombre. La voz, explicaba Matthew, parecía pertenecer a un hombre mayor; la conversación había sido breve: «Ella ha venido, tengo las fotos; parte del encargo lo necesito en el destino. Le enviaré la lista y las fotos. Ha habido algunos cambios. Tiene que estar todo dispuesto para dentro de dos semanas».

El Yugoslavo protestó por la premura de tiempo, diciendo que haría lo posible pero sin garantizarle nada. La llamada se había producido dentro del radio de París, pero no habían podido determinar la zona.

En cuanto a la conversación con Dusan, el Yugoslavo se había quejado del poco tiempo del que dispondría para el encargo y las dificultades con «la maldita silla».

– ¿Qué habrá querido decir con lo de «la maldita silla»? -preguntó Hans Wein en voz alta.

– Sea lo que sea -prosiguió Matthew-, esto significa que Karakoz tiene otra entrega en marcha a través de su hombre en París. Lo que no sabemos es a quién ni para qué. El laboratorio confirma que la voz del hombre pertenece a un francés de edad avanzada; es una voz culta, no de un gorila de los bajos fondos.

Laura White, la asistente de Hans Wein, llamó con suavidad a la puerta antes de entrar.

Jefe, le llama el comisario de Interior, ¿puede ponerse?

– Sí, páseme la llamada.

La asistente de Wein les miró con curiosidad porque veía reflejada la tensión en el rostro de los tres hombres, pero no preguntó nada. Si algo no soportaba Hans Wein era la curiosidad y la falta de discreción.

Matthew y Lorenzo salieron del despacho para permitir a Wein que hablara tranquilo.

– Podemos estar ante algo o ante nada-dijo Matthew.

Lorenzo Panetta le hizo una seña para que no hiciera ningún comentario, lo que no escapó a la perspicaz mirada de Laura.

Cuando entraron de nuevo en el despacho de Wein Lorenzo se vio, a regañadientes, en la obligación de explicar a Matthew la razón de su gesto.

– Puede que sólo sea la corazonada de un viejo policía, que es lo que soy, pero desde lo de Frankfurt Karakoz se ha vuelto muy cauteloso, mucho más de lo que lo era habitualmente, como si supiera que le estamos siguiendo los pasos.

– Bueno -respondió el norteamericano-, es normal que sea desconfiado. Está metido en todas las mierdas y sabe que hay un montón de servicios de seguridad deseando pescarle, ¿no?

– Sí, pero… en fin, lo diré directamente: puede que tengamos una filtración -explicó Panetta.

– ¿Qué? ¡Eso es imposible! -protestó Matthew-. Todos estamos sometidos a controles periódicos de seguridad.

– Sí, y he exigido que nos sometan a un control más; lo único que tenemos que hacer es ser más prudentes. Hasta que Seguridad no termine su trabajo, todas las novedades de este caso no saldrán de este despacho -replicó tajantemente Hans Wein.

– Iba a pedir a la doctora Villasante que escuchara la grabación para que opinara sobre la voz de ese hombre desconocido -dijo Matthew.

– Pues tendremos que esperar para hacerlo. Tanto da que Andrea escuche esa grabación ahora o dentro de tres días. En cualquier caso no podemos hacer nada. Debemos seguir esperando a que el Yugoslavo, Karakoz y quienes quiera que sean sus amigos, se vuelvan a mover, y para ello lo mejor es que no lo hagamos nosotros. Estaremos alerta pero nada más, y a usted, Matthew, le ruego discreción. No me gustaría que el Centro se convirtiera en el hazmerreír de las otras agencias.

– No se preocupe, sé guardar secretos -replicó Matthew con ironía-, pero permítame decirle que no comparto esa corazonada. No imagino a nadie del Centro filtrando información, a no ser…

– ¿Está pensando en Mireille? -saltó Lorenzo-. ¡No sea injusto con ella!

– No lo soy, pero tal vez de manera no intencionada ha hecho algún comentario a alguno de sus amigos árabes que a su vez pueden tener otros amigos. En fin… Mireille Béziers me parece el único punto débil de esta oficina.

– No quiero convertirme en su defensor, no tengo por qué -protestó Lorenzo Panetta-. Me revientan los prejuicios y las injusticias. En cualquier caso se la investigará y, para su tranquilidad, sepa que está previsto su traslado en un plazo breve de tiempo.

– Ésa sí que me parece una buena noticia. Esa chica no encaja aquí.

– Sí, no es muy popular entre la gente de la oficina. Es curioso, no termino de entender por qué irrita a todo el mundo -dijo Panetta más para sí mismo que para sus interlocutores.

– Y sin embargo usted confía en ella -respondió Matthew Lucas.

– Sí, creo que tiene ganas de trabajar, que es inteligente e imaginativa, y que si la dejaran podría ser eficaz.

– ¿Una de sus corazonadas? -ironizó Matthew.

– Sí, una corazonada de perro viejo y callejero.

Durante el escaso tiempo libre de que disponían a mediodía, se acercaron a la cafetería del Centro.

Andrea invitó a Mireille a sentarse con algunas de las mujeres del departamento. No sólo estaba Laura White, la asistente del jefe, sino también Diana Parker, su mano derecha.

Mireille aceptó resignada. Andrea Villasante era una mujer seca, nunca la había visto sonreír, pero reconocía que intentaba integrarla en el equipo por más que le costara disimular la poca simpatía que sentía hacia ella.

– Algo se está moviendo -comentó Laura White.

– ¿Qué? -preguntó con sequedad Andrea.

– No lo sé, pero he visto al jefe y a Panetta preocupados y más cautelosos que de costumbre -aventuró Laura-. No sé lo que se traen entre manos pero no quieren que nadie se entere.

– A lo mejor son suposiciones tuyas, aquí terminamos todos volviéndonos paranoicos, estudiando los gestos del que tenemos enfrente -analizó Diana.

– No me parece que sea un tema de conversación si el jefe está preocupado por algo o si hay algo que oculta -cortó en seco Andrea-. Aquí cada uno tenemos que cumplir con nuestra obligación.

Laura enrojeció, consciente de que había metido la pata, precisamente ella que había hecho del silencio y la discreción su mejor cualidad.

– No me malinterpretes, Andrea, sólo era un comentario banal -se defendió Laura.

– Nada de lo que se dice aquí es banal y mucho menos algo que se refiere al director y al subdirector del organismo. No me gustan las especulaciones ni los comentarios.

Todas callaron, conscientes del malhumor de Andrea. Lo peor que podía pasar es que ésta contara a Hans Wein la indiscreción de Laura, y la única manera de no encender el ánimo de Andrea era no protestar ni decir nada.

Matthew Lucas se acercó a ellas con una taza de café en la mano.

– ¿Puedo sentarme? -preguntó y antes de escuchar la respuesta ya se había sentado.

Mireille no pudo evitar un gesto de desagrado. El norteamericano estaba haciendo lo imposible para que la echaran del departamento y sus críticas habían encontrado terreno abonado en el ánimo de Hans Wein. De manera que consideró que no entraba en su sueldo compartir su media hora de descanso con aquel hombre, por lo que se puso en pie para marcharse. Además, tenía algo que hacer.

– Voy a fumar un cigarro fuera -se despidió.

La vieron salir como si llevara prisa. Matthew tampoco había ocultado la incomodidad que le provocaba estar cerca de Mireille.

– Es una buena compañera -afirmó Diana Parker clavando su mirada azul en Matthew-. Aunque a ti no te guste.

– A mí no tiene por qué gustarme; lo único que se pide a quienes estamos en esto es eficacia, nada más -respondió Matthew.

– No me gusta que se hable de las personas del departamento, ni bien ni mal -volvió a cortar en seco Andrea mientras se levantaba, dejando al grupo que aún no había terminado el café.

– ¡Cómo está hoy! -se quejó Laura.

– Lleva unos días preocupada -admitió Diana-, desde que llegó el lunes del fin de semana… pero es una persona estupenda, de verdad.

Nadie respondió. Apuraron el café y regresaron a la oficina. Panetta aguardaba impaciente a Matthew.

– ¿Dónde había ido? -se quejó el subdirector del Centro. -A tomar un café… ¿ocurre algo? -preguntó Matthew sorprendido.

– Pase a mi despacho.

Las mujeres observaron de reojo a Panetta y a Matthew. Era evidente que pasaba algo que los jefes no querían que supiera el resto del departamento.

Matthew esperó a que fuera Lorenzo Panetta quien le dijera lo que sucedía. El italiano, saltándose todas las normas, se encendió un cigarrillo, pese a la mirada reprobatoria de Matthew.

– No me mire como si fuera un delincuente -le reprochó Panetta mientras abría la ventana para que se ventilara el despacho-, me parece el colmo que ni siquiera a solas uno pueda fumarse un cigarro.

– Usted sabe que Ie perjudica a la salud, pero no sólo a usted sino que nos convierte a los demás en fumadores pasivos. Se trata de derechos, del suyo y del de los demás.

Panetta miró Matthew con enojo, luego apagó el cigarrillo que acababa de encender y suspiró resignado.

– Nuestra gente ha estado siguiendo a dos de los hombres del Yugoslavo. ¿Sabe dónde han estado esos dos angelitos? Pues nada más y nada menos que en el Crillon, uno de los hoteles más lujosos de París y posiblemente del mundo.