Salim era un genio por haber elegido Santo Toribio. ¿Cómo era posible que los cristianos fueran tan estúpidos para dejar sin protección el monasterio donde decían guardar el mayor trozo de la Cruz en la que fue crucificado el profeta Isa? Acabar con el Lignum Crucis era tarea de niños; cualquiera podía hacerlo. Ni siquiera se requería valor: sólo una buena carga de dinamita y aquel monasterio volaría hasta el cielo.
Mohamed concluyó que los cristianos serían los únicos culpables de la destrucción de su Cruz por no protegerla como era debido.
Cuando terminó la misa, hicieron lo mismo que el resto de los peregrinos: fotos del monasterio, de la capilla del Lignum Crucis, de la tumba de santo Toribio, del paraje… decenas de fotos que les servirían para fijar mejor su objetivo. Ansiaban regresar para contárselo a Omar, pero sobre todo para reunirse con Salim, que en pocos días estaría en Granada y había prometido verles. Le tranquilizarían: el Lignum Crucis iba a dejar de existir.
¿De qué serían capaces aquellos peregrinos con los que habían compartido la jornada?, pensaron Ali y Mohamed. Se rieron porque sabían que los cristianos se lamentarían cuando eso ocurriera, pero también que nunca harían nada.
Occidente no quería problemas y la manera de no tenerlos era mirar hacia otro lado, ésa era la gran ventaja del Círculo.
24
Raymond dormía cuando el móvil le despertó. La voz apremiante de su abogado de Nueva York le sobresaltó. Al principio no entendía qué le estaba diciendo, luego se quedó en silencio, sin saber qué responder mientras su hombre de confianza le repetía la noticia.
– Su esposa murió ayer. Me han comunicado que llevaba tiempo internada en un centro hospitalario en Cleveland luchando contra un cáncer de páncreas. Siento haberle despertado para darle esta noticia, pero no me he enterado hasta hace un rato; estaba de viaje, y el abogado de su esposa no me ha podido localizar antes. En vista de lo sucedido, he decidido no esperar hasta mañana… ¿Quiere darme alguna instrucción?
No sabía qué decirle. Miró el reloj; eran las dos, y además ¿qué instrucción podía darle? No podía presentarse en Cleveland. ¿En calidad de qué? Era el padre de una hija a la que no conocía, que nunca había querido saber nada de él. Si iba, se arriesgaba a que le echara… no… en realidad no sabía qué decir.
– Conde, ¿me escucha? ¿Ha entendido lo que le he dicho?
– Sí, sí… le he escuchado; en realidad no tengo ninguna instrucción que darle… quizá pueda hablar con mi hija y decirle que estoy a su disposición para lo que necesite… sí, eso será lo mejor, llámela y hable con ella. No le importe volver a avisarme si hay algo nuevo.
Se levantó de la cama y se puso el batín de seda que había dejado en una silla cercana. Luego se fue al salón, abrió el mueble bar y sacó la botella de calvados. A pesar de la hora necesitaba una copa para afrontar que era viudo de una mujer a la que hacía casi treinta años que no veía. Sin embargo, la noticia fue un mazazo, seguramente porque Nancy formaba parte de sus sueños más recónditos y del momento más pleno de su vida, cuando se había sentido enamorado por primera y última vez.
Por un momento sintió el impulso de llamar a Catherine, pero si su hija tenía la mitad del carácter de su madre, le colgaría el teléfono y se negaría a hablar con él. Ya era una mujer, que años atrás había dejado claro a su abogado que no tenía el más mínimo deseo de conocer a su padre ni mantener ninguna relación con él; y en ocasión de su mayoría de edad Catherine decidió que, al ser legalmente adulta, no tenía por qué depender de nadie, y menos de su padre, por lo que le solicitó que interrumpiera los envíos mensuales de dinero.
El abogado no logró convencerla de lo contrario. Desde entonces Catherine se negó a mantener cualquier contacto. Nancy, por su parte, tampoco había vuelto a hablar con el abogado. Madre e hija habían cortado el tenue lazo que las unía a él.
Se bebió de un trago la copa de calvados y volvió a servirse otra. No sabía qué hacer. Tal vez debería ir a Nueva York y esperar a que su hija regresara de Cleveland. Quizá en estas circunstancias Catherine aceptaría su compañía.
No regresó a la cama sino que aguardó la llamada de su abogado, que no se produjo hasta una hora después.
– Conde, he logrado hablar con el abogado de su hija; lo siento, me ha dejado claro que ella no quiere saber nada de usted. Me ha recomendado que le diga que es mejor que no intente volver a ponerse en contacto con ella. Siento darle estas malas noticias.
– No se preocupe, en realidad… bueno, no me dice nada nuevo, aunque… ¿cuándo entierran a Nancy?
– Mañana, a primera hora, incinerarán su cuerpo en Cleveland. Allí han vívido los tres últimos años tratando su enfermedad. El abogado de su hija no me ha dado muchos detalles, pero he creído entender que ella regresará en breve a Nueva York, donde, como sabe, han mantenido abierta la galería de arte.
Sí, lo sabía bien. Durante años había mandado comprar cuadros de la galería, como forma de asegurarse de que Nancy y su hija tuvieran ingresos suficientes para vivir; muchas de aquellas obras las había ido regalando y otras aún permanecían embaladas en los sótanos del castillo. No le gustaba el arte moderno.
Raymond suspiró sintiéndose derrotado, pero aun así había algo en él que se rebelaba. Por primera vez en su vida no soportaba la posibilidad de no hacer nada.
El reloj marcaba las tres y media. Al día siguiente tenía que reunirse con el Yugoslavo para terminar de perfilar el pedido para el atentado de Estambul. El encuentro sería igual que el de Ylena: el hombre reservaría una habitación en el Crillon y allí, lejos de ojos indiscretos, hablarían del plan, además de concretar la cuantía económica de la operación y la forma de pago. El Yugoslavo ya le había comunicado que su jefe Karakoz prefería cobrar en efectivo, o bien por transferencia bancaria en Suiza o en Luxemburgo, donde tenía domicilios fiscales a nombre de abogados a los que pagaba generosamente.
Tomó finalmente una decisión que sabía equivocada: iría a Nueva York y anularía su encuentro con el Yugoslavo. El Facilitador tendría que entender que uno no se queda viudo todos los días y que tal vez aquélla era la ocasión de acercarse a Catherine, por más que ésta se resistiera.
Buscó el móvil y marcó el número de la casa del Yugoslavo. La voz del hombre parecía de ultratumba, pastosa, con la ira del que ha sido despertado de un profundo sueño.
– Mañana no podremos vernos -afirmó Raymond sin más preámbulo.
– Pero ¿quién narices es usted? ¿Qué dice? -gritó el Yugoslavo.Teníamos que vernos mañana en el Crillon, pero no podrá ser. Tengo que viajar a Nueva York, le llamaré cuando regrese.
– ¿Qué está diciendo? ¡Eso es imposible! Tenemos que vernos mañana si quiere que la operación salga adelante. ¿A qué juega? Oiga, no es momento de bajarse del barco. -El Yugoslavo estaba más enfadado porque le hubieran despertado que por el cambio de planes.
– Tengo que irme de viaje, ya se lo he dicho, mi esposa ha muerto -se excusó Raymond, en tono lastimero.
– A mi jefe no le gustará…
– Me da igual lo que le guste a su jefe. Él también tiene esposa, de manera que entenderá mi situación.
– ¿Cuándo regresará?
– No lo sé, en tres o cuatro días como mucho; vaya trabajando en lo que estaba previsto. En realidad conmigo sólo tiene que ajustar detalles.
– Con usted tengo que ajustar el pago -matizó el Yugoslavo- y ése no es un detalle menor.
– Puede esperar unos días; en realidad tardará en servir la mercancía, de manera que no se va a producir ningún retraso. -Nosotros cobramos por adelantado.
– Cobrará hasta el último dólar, se lo aseguro.
– No le quepa la menor duda de que será así. Si no despídase de su castillo y de todo lo que aprecie.
– ¡No me amenace!
– ¡Ah, olvidaba que estoy hablando con todo un conde! ¡Váyase a la mierda y sepa que detendré la operación hasta que cumpla con su parte! ¡Nosotros no trabajamos gratis ni damos crédito, ni a usted ni a nadie!
– Le llamaré a mi regreso.
Raymond cortó la comunicación; se sentía agotado de la discusión con aquel hombre. Después volvió a marcar un número, el del castillo d'Amis.
El mayordomo no tardó en descolgar el teléfono, ya que tenía el aparato en la misma mesilla junto a la cama.
– Castillo d'Amis.
– Buenas noches o buenos días, Edward.
– Buenas noches, señor. ¿Qué sucede? -preguntó alarmado.
– Nada, nada, Edward, no te preocupes, sólo que tengo que marcharme de viaje por un imprevisto. Salgo para Nueva York en el primer avión en que encuentre plaza. Estaré unos días fuera, no sé cuántos, cuatro, cinco, lo más una semana. Hazte cargo de todo.
– Desde luego, señor conde. ¿Dónde le localizo en caso de tener que comunicarme con usted? -quiso saber el eficiente mayordomo.
– Me alojaré en el Plaza como siempre, pero me puedes localizar a través del móvil; será lo mejor, pero yo llamaré, no te preocupes. Es de esperar que en estos días que voy a estar fuera no suceda nada. Hasta dentro de dos semanas no tendremos invitados en el castillo, de manera que en principio no debes preocuparte de nada.
– Estoy a su disposición como siempre, señor conde.
– Bien, ya te llamaré, Edward.
– Que descanse, señor.
– Gracias, buenas noches.
Cuando colgó el teléfono se dijo que al menos podía estar tranquilo respecto a Edward. El mayordomo se las bastaba para dirigir el castillo en su ausencia. Se volvió a servir otra copa de calvados y cogió el teléfono que estaba junto al mueble bar para pedir a la recepción del hotel que le reservaran un billete en primera clase para el primer avión con destino a Nueva York.
Luego decidió llamar al Facilitador y buscó de nuevo el móvil; en ese preciso instante se dio cuenta de que había utilizado el teléfono más tiempo del permitido si no quería que las llamadas fueran rastreadas. Había hablado más de la cuenta con el Yugoslavo y luego había llamado al castillo. Sintió un sudor frío recorriéndole la espalda. ¿Qué había hecho? Era improbable que nadie le siguiera, o que sospecharan de él, pero el Facilitador siempre se había mostrado muy rígido respecto a adoptar medidas de seguridad extremas y él acababa de saltarse algunas de las más elementales.