En Montségur vivían más de cuatrocientas personas entre soldados, perfectos, credentes, sirvientes y otras familias deudas del señor De Pereiha.
En varias plataformas colgadas de las laderas de la montaña se veían minúsculas casas y cabañas donde los lugareños aseguraban que se encontraban la mayoría de los perfectos orando y ayudando a cuantos habían buscado refugio en el castillo. El senescal pensó que, si Dios se manifestaba de su parte, muy pronto Montségur dejaría de existir y el condado de Tolosa ya no sería un problema para el buen rey Luis.
Mientras el senescal esperaba, los gascones iniciaron la marcha guiados por un hombre parecido a ellos. Hablaban de la misma manera puesto que el hombre salió de Gascuña y nunca se sintió parte del país, al que ahora se prestaba a traicionar por una buena bolsa de monedas que le serviría para regresar a casa, llevándose a su díscola esposa y a sus tres hijos por más que ésta le había asegurado que nada ni nadie la moverían de su tierra. Esta vez no le preocupaba la tozudez de su esposa, que dejaría de lado su orgullo en cuanto cayera Montségur e hiciera tintinear ante sus ojos la bolsa enviada por el senescal.
El frío helaba sus manos y dificultaba su ascenso. Los montañeros guardaban un silencio sepulcral, sabiendo que si les descubrían los hombres que protegían los baluartes cercanos al castillo su muerte era segura. Tenían que evitar desprendimientos que les delataran, mientras sentían que les crujía la espalda por el peso de las armas.
Apenas veían dónde ponían el pie y temían caer despeñados. Pero la paga era buena; además, ayudar a vencer a aquellos herejes que se ocultaban en Montségur, según les habían prometido los hombres de la Iglesia, les reportaría una gran recompensa en el cielo el día que muriesen.
No sabían cuánto tiempo llevaban subiendo, pero ya tenían las manos desolladas y un dolor agudo en todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Aun así, estaban seguros de lo que les esperaba en el baluarte: enfrentarse a unos temibles soldados.
Al final, Dios estuvo de su parte, se dijeron, porque sorprendieron a los rivales dormidos y, antes de que se dieran cuenta, les arrojaron al vacío y se hicieron con el baluarte. El jefe de los gascones y el traidor se palmearon la espalda agradecidos. Había sido más fácil de lo que esperaban. Ya no les dolían las manos, por más que se hubieran dejado la piel entre las rocas, ni sentían punzadas en la base de la espalda; ahora saboreaban la victoria y sólo los más avariciosos pensaron que acaso deberían haber pedido una paga mayor al senescal por aquella espectacular hazaña.
Algunos de los hombres, guiados por el traidor, regresaron al campamento a dar la buena noticia.
Hugues des Arcis bebía una copa de vino templado cuando un soldado pidió permiso para anunciar la llegada de los montañeros. Tras escuchar lo que le dijeron, musitó una oración en silencio dando gracias a Dios por haberse manifestado a su favor.
La noticia corrió rauda por el campamento: los gascones se habían adueñado del Roc de la Tour, a menos de cien metros del castillo; desde su altura, casi podían ver los rostros de los refugiados de Montségur.
Los ocupantes, orgullosos de su hazaña, incluso algunos más que sorprendidos por lo que habían sido capaces de hacer, comentaban entre risas que si la noche no hubiera ocultado los peligros de la escalada no se habrían jugado la vida de aquella manera.
El senescal llamó a sus nobles a consejo y envió respuesta a la corte real para anunciar la nueva. Por primera vez desde que comenzara el asedio no dudó en absoluto que pronto, muy pronto, caería Montségur.
Hugues des Arcis reconocía que muchos de sus hombres estaban hartos de estar allí. Eran del país y, aunque debían a la Corona la prestación del servicio militar, apenas deseaban que aquel baluarte en donde se refugiaban los Buenos Cristianos fuera expugnado. De manera que muchos de ellos aguardaban impacientes a que pasara su tiempo de servicio al rey Luis para abandonar aquel ejército que no sentían como suyo.
Muchos tenían familiares en Montségur, algunos incluso se comunicaban con ellos. No querían traicionar al rey, pero tampoco traicionarse a sí mismos.
El golpe que les habían infligido podía ser mortal. Raimon de Perelha y Pèire Rotger de Mirapoix no se engañaban: o el conde Raimundo mandaba refuerzos o Montségur no resistiría.
Durante los días siguientes asistieron impotentes a la instalación de maquinaria de guerra, un trabuquete y pretarias, con la que podían castigar la barbacana del castillo.
El obispo de Albi, Durand de Belcaire, se encargó de supervisar y se dedicó a arengar a sus hombres a la victoria. Mientras tanto, Fernando no hacía más que retrasar cuanto podía la partida de sus compañeros templarios, a la espera de recibir noticias de su madre, que no se produjeron hasta pasadas casi dos semanas.
Dormía con el sueño agitado cuando una mano le apretó el hombro. Saltó del lecho sobresaltado, con un arma dispuesto a rebanar el cuello de su agresor…
– No os asustéis, Fernando, soy yo.
– Julián! ¿Qué hacéis aquí? Pueden veros…
– Lo sé, pero no tenemos tiempo, seguidme.
Fernando salió de la tienda temiendo que se hubieran despertado sus compañeros de armas.
– ¿Qué sucede? ¿Cómo os habéis arriesgado a venir aquí y en plena noche?
– El cabrero me ha traído un mensaje de doña María.
– ¿Y Teresa…?
– Escuchad, dentro de dos noches abandonarán la fortaleza algunos perfectos. Al parecer tratarán de poner a buen recaudo cuanto de valor tienen. Con ellos irá vuestra hermana. Doña María quiere que seáis vos y sólo vos quien acuda a recogerla y sirváis de escolta a los perfectos. Si no aceptáis, vuestra hermana se quedará en Montségur; vuestra madre asegura que no tiene otra manera de hacerla salir con garantías.
– ¡Me dio su palabra! -protestó Fernando.
– Y la va a cumplir a su manera.
– Es un chantaje.
– Es su manera de obligaros a proteger a esos perfectos y a lo que quiera que lleven con ellos.
– No sé si podré hacerlo.
– Lo haréis, no hay otra alternativa.
Esa noche era Julián quien mostraba más entereza que su hermano.
– Pero ¿no os dais cuenta de que no puedo desaparecer? Mis compañeros me preguntarían adónde voy… no puedo engañarles. -No, no debéis engañarnos.
Fernando y Julián se volvieron asustados ante la voz que les había sorprendido.
Arthur Bonard les observaba con gesto adusto. Los hermanos enrojecieron.
– Y bien, Fernando, ¿nos diréis a nosotros, vuestros compañeros, cuál es el misterio?
De entre las sombras surgieron el resto de los caballeros. Fernando pudo leer en los ojos de Armand de la Tour, el físico, un atisbo de comprensión.
Hizo un gesto y entraron en la tienda que compartían, seguidos por Julián. Después de tomar asiento, Fernando les explicó la situación: su madre, dijo, era una perfecta y temía que su pequeña hermana también lo fuera, aunque no estaba seguro puesto que tenía catorce años.
No les ocultó que había visto a su madre y tampoco que le había rogado que salvara a Teresa dejándola marchar.
– Mi madre ha enviado recado de que debo ser yo quien recoja a mi hermana. También me exige que escolte a unos perfectos que abandonarán Montségur con las pertenencias más preciadas de la comunidad. Será dentro de dos noches, pero Julián aún no sabe dónde será la cita.
– ¿Y vos, hermano Julián, estáis en tratos con los herejes?
El fraile tembló ante la pregunta del templario. Arthur Bonard le infundía profundo respeto, pero también temor. Sabía de sus hazañas en Tierra Santa, pero sobre todo de su fe y ascetismo, que le llevaba a rechazar cualquier honor. No, no sabría mentir a ese hombre, ni siquiera para salvar la vida.
– Acompaño al senescal desde que sitió Montségur a la espera del juicio de los herejes -acertó a decir Julián.
– Lo sé; pertenecéis a la Orden de Domingo de Guzmán, vuestra es la responsabilidad de encontrar herejes entre el trigo -adujo Bonard.
– Doña María supo que estaba aquí y me mandó llamar. Quería noticias de su casa, de don Juan, su esposo, y de sus hijos, de Fernando y Marta. También me ordenó una misión.
– ¿Os ordenó? -preguntó Bonard-. ¿Cómo es posible que doña María os pueda ordenar algo a vos, un dominico?
– No la conocéis, ella es… no se le puede negar nada. La obedezco desde que tengo uso de razón y todo cuanto soy a ella se lo debo. Le pertenezco.
– Pero ¡qué decís! -El caballero Bonard parecía escandalizado.
– No, no me malinterpretéis. A doña María le profeso un gran respeto, sólo que ella gobierna las vidas de cuantos tiene cerca y yo soy uno de ellos.
– ¿Sabéis que os pueden quemar en la hoguera por tratar con herejes? -preguntó Bonard.
– Lo sé, y si vos me denunciáis no habrá piedad para conmigo. Para la Iglesia sería un golpe que uno de los suyos, un dominico, miembro de la Inquisición, tenga tratos con los herejes y además se preste a ayudarles. Fray Ferrer encendería mi pira él mismo.
El caballero Armand de la Tour dio un paso al frente y, clavando sus ojos en los de su compañero Bonard, sentenció:
– Según parece no vamos a tener más remedio que protegeros, para protegernos nosotros mismos. Ninguno querrá tener sobre su conciencia vuestra muerte en la hoguera, ni tampoco la de nuestro hermano Fernando. A la Iglesia no le conviene que un notario de la Inquisición tenga tratos con los herejes, ni al Temple tampoco que uno de los suyos tenga una madre perfecta.
– ¿Proteger? -preguntó desconcertado Arthur Bonard.
– Sí, proteger. No vamos a denunciarles, y además, ¿no hemos hablado del dolor que nos produce esta lucha fratricida entre cristianos? El Temple procura mantenerse alejado de este conflicto, así lo decidieron nuestros superiores, y hasta ahora hemos esquivado vernos envueltos en esta cruzada contra los que se llaman los Buenos Cristianos. No, yo no permitiré que envíen a la hoguera a nuestro compañero Fernando de Aínsa. Tampoco me parece un delito ayudar a salvar la vida de una niña inocente. ¿Qué sabrá ella de teología? Soy monje, soy soldado, pero también soy físico y aborrezco que se destruyan vidas. No os creo capaz, Bonard, de entregar a nuestro hermano.