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– Are han llamado de París -dijo Wein.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lorenzo con impaciencia.

– Tenías razón, ha sido un acierto mantener un control telefónico del castillo d'Amis, aunque yo también la tenía al pedir permiso a nuestros superiores; de lo contrario habríamos podido entrar en conflicto.

– Sí, supongo que sí, pero dime, ¿qué ha pasado?

– No imaginas de quién es amigo el conde.

– No, pero si el conde tiene tratos con el Yugoslavo puede ser amigo de cualquiera.

– Ahora mismo me pasarán el informe y la transcripción de la conversación. ¿Te suena el nombre de Salim al-Bashir?

– No, no me suena, creo… ¿Me tendría que sonar?

– Yo tampoco sabía quién era, pero me lo acaban de decir. Es un reputado profesor de historia que vive en Inglaterra. Tiene varios libros publicados sobre las Cruzadas, y al parecer goza de gran prestigio internacional. Incluso es consultado por dirigentes políticos para tratar la cuestión del entendimiento entre musulmanes y occidentales.

– Ya, ¿y es amigo del conde?

– Sí, por lo que parece.

Los dos hombres se miraron como esperando ver quién era el primero en expresar un pensamiento políticamente incorrecto. Panetta decidió ser él, ya que conocía bien a Hans Wein y su temor de ser malinterpretado.

– Así que tenemos un conde francés que tiene tratos con un traficante de armas y a la vez es amigo de un profesor cuyo apellido es Bashir. Interesante, ¿no? Sobre todo porque son dos hombres «limpios», fuera de toda sospecha.

– ¿Tienes algo nuevo sobre el conde? -quiso saber a su vez Hans Wein.

– Sí, hace dos horas me han enviado su biografía completa. ¡Menudo personaje! Digno heredero de su padre. Ten, aquí tienes los papeles, es todo muy raro. Preside una fundación que se llama Memoria Cátara, y su padre fue filonazi. Al parecer estuvo buscando el Grial con ayuda de ciertos personajes de la Alemania de Hitler, y durante la ocupación su castillo fue visitado por algún jerarca nazi. En la búsqueda del Grial contó con profesores alemanes y grupos de jóvenes nazis. Incluso la Iglesia se llegó a preocupar. Aquí está todo -le dijo a su jefe indicándole los papeles-, es interesante que lo leas.

– La gente de París está haciendo bien las cosas -afirmó Hans Wein.

– Y los norteamericanos también. Matthew Lucas me acaba de pasar un informe sobre todo lo que ha hecho el conde desde su llegada a Nueva York; además, sus laboratorios confirmaron que en aquella grabación era el conde quien habló con el Yugoslavo de esa misteriosa silla.

– Creo que te voy a pedir que este fin de semana nos quedemos a trabajar -empezó a decir Wein.

– Sí, yo también creo que debemos quedarnos.

– ¿A quién decimos que se quede?

– A nadie.

– Pero ¿por qué? ¡Por favor, Lorenzo, no hay ninguna fuga de información! Seguridad ha confirmado que todo el personal está limpio.

– Lo sé, y me alegro, pero… Un par de secretarias será suficiente; creo que nos podremos apañar sin pedir a la gente que se quede.

– No estoy de acuerdo… al menos podría pedírselo a Laura. Andrea me ha dicho que hoy se quería ir antes, pero también podríamos decirle a Diana que nos ayude.

– ¡Por favor, Hans! No es necesario que todo el departamento esté de guardia. Creo que podemos manejarnos solos.

– Bien, haremos lo que dices, pero es la última vez que no contamos con la gente del departamento.

– Hans, estoy seguro de que la filtración parte de nuestro núcleo. Ni siquiera digo que sea de manera malintencionada, pero mi instinto…

– ¡Tu instinto! Lorenzo, trabajemos con hechos, no con corazonadas. Bueno, déjame los papeles y llama a Matthew por si puede venir después del almuerzo.

Laura White llamó a la puerta antes de entrar. La acompañaba Andrea Villasante.

– ¿Qué pasa? -preguntó directamente la española-. Os veo ir de un lado a otro. ¿Hay alguna noticia nueva?

– ¡No! -dijeron los dos hombres al unísono.

– No hay ninguna novedad -se apresuró a decir Panetta.

– Andrea, disfrute de su fin de semana -añadió Hans Wein.

– De acuerdo, venía a decirles que ya me voy. Les veré el lunes.

La vieron salir, pensando con curiosidad dónde pasaría el fin de semana. Andrea era una mujer extremadamente discreta, a la que no se le conocían amoríos en Bruselas, siempre dedicada al trabajo. Lorenzo pensó que en realidad aquella mujer sobria y eficaz era un enigma.

Laura White observaba a Hans Wein y a Lorenzo Panetta, intentando escudriñar el pensamiento de los dos hombres.

– No tienen por qué decírmelo, pero intuyo que pasa algo.

– ¡Vamos, Laura, no seas suspicaz! -respondió Panetta-. Estamos revisando papeles, asuntos de trámite.

– Entonces tampoco me necesitan a mí…

– ¿Tienes un plan estupendo para el fin de semana? -le preguntó Lorenzo con una sonrisa.

– Pues sí, este fin de semana tengo previsto ser feliz.

– ¡Pues a ello! No te preocupes.

Laura esperaba que fuera Hans Wein quien diera por terminada su jornada laboral.

– Váyase tranquila y descanse -le recomendó su superior.

Aún no había salido Laura del despacho cuando Diana Parker, la ayudante de Andrea Villasante, se asomó a través de la puerta.

– Me voy a ir un poco antes, ¿les importa?

– No, claro que no -respondió Hans Wein-; en realidad sólo faltan diez minutos para que comience el fin de semana. -No me necesitan, ¿verdad?

– No, no se preocupe; no hay ningún motivo para quedarse a trabajar más de lo necesario -afirmó Wein.

– Mireille también se va… en fin, la chica no se atreve a entrar aquí, pero me he ofrecido a decirlo en su nombre. No creo que quieran que se quede -dijo Diana con una sonrisa irónica.

– Desde luego que la señorita Béziers puede irse ya -respondió Wein.

– De acuerdo, nos vamos, que pasen un buen fin de semana.

Cuando salió Diana Parker, Laura les volvió a observar con desconfianza, intuyendo que los dos hombres se traían algo entre manos.

– Tienen mi móvil… pero lo advierto: sólo admitiré llamadas si estalla la tercera guerra mundial.

Hans Wein se quedó en silencio, pensativo, cuando Laura salió del despacho. Lorenzo también parecía ensimismado.

– Es curioso, al parecer todas las mujeres del departamento tienen planes apasionantes para el fin de semana. En el caso de Diana no me extraña, en el de Laura tampoco, pero Andrea… -murmuró Lorenzo más para sí mismo que para que le respondiera Hans Wein.

– Bueno, no es asunto nuestro lo que hagan y tampoco es tan extraño que la señora Villasante tenga algo que hacer durante el fin de semana. A lo mejor va a Madrid a ver a su familia.

– Puede ser, pero… en fin, voy a mi despacho.

– ¡Ah! Espera, no te vayas, me está entrando en el ordenador la transcripción de la conversación de ese Bashir con el mayordomo del castillo…

Los dos hombres estudiaron durante un buen rato los dossieres sobre los últimos acontecimientos y ambos guardaron un silencio cauto sobre sus más íntimas impresiones. Habían tirado del hilo de Karakoz y se estaban encontrando con personajes insospechados.

Hans Wein llegó a la conclusión de que Lorenzo debía ponerse en contacto de inmediato con el Vaticano. Al fin y al cabo, en el pasado la Iglesia se había preocupado de las actividades esotéricas de un conde d'Amis; tal vez sabían algo que pudiera ayudarles o, en todo caso, complementar la información que tenían sobre aquella aristocrática familia.

Lorenzo Panetta se fue a su despacho para desde allí llamar al departamento de Análisis del Vaticano, aunque eran más de las tres y no creía poder encontrar a nadie a esa hora. Se llevó una sorpresa cuando le respondió el padre Ovidio.

Le explicó brevemente la última información conseguida prometiéndole enviar un e-mail urgente con información más precisa. El padre Ovidio le aseguró que hablaría de inmediato con el obispo Pelizzoli y que se pondrían en contacto con él si efectivamente encontraban algo en sus archivos referente al conde d'Amis.

– Tienen que tener algo, porque según los investigadores franceses en sus archivos figura que el Vaticano les solicitó información y colaboración discreta.

– En cuanto hable con el obispo le llamaré, pero dígame: ¿qué tiene que ver esto con el atentado de Frankfurt?

– No lo sé; en realidad puede que nada, pero es lo único que tenemos. Hemos ido tirando del extremo del hilo de Karakoz y esto es lo que nos hemos encontrado.

– Un conde que preside una fundación sobre cátaros… -murmuró Ovidio.

– Bueno, en realidad los cátaros se han convertido en un reclamo turístico para la región, tampoco es tan extraño.

– Le llamaré en cuanto pueda hablar con el obispo.

Ovidio se quedó pensativo sin saber muy bien qué hacer. Tenía que llamar a monseñor Pelizzoli, pero a esa hora el obispo estaba almorzando en la embajada de España y dudaba si molestarle o esperar a que acabara el almuerzo.

Mientras tomaba la decisión, llamó al móvil de Domenico, que acababa de marchar media hora antes a almorzar.

– ¿Estás muy lejos? -le preguntó al dominico.

– Aún no he salido del Vaticano, ¿por qué?

– Tengo noticias de nuestros amigos de Bruselas, y son bien extrañas.

– No tardo ni cinco minutos en llegar.

Monseñor Pelizzoli leía con atención el informe que Ovidio le había colocado en el portafolios. Acababa de regresar de almorzar con el embajador español ante la Santa Sede y había encontrado a Ovídío y Domenico preocupados y tensos por el informe enviado por el Centro de Coordinación Antiterrorista.

Cuando terminó de leer suspiró y descolgó el teléfono.

– Póngame con el padre Aguirre -le pidió a su secretario.

Díez minutos después escuchó al otro lado de la línea del teléfono la voz enérgica de Ignacio Aguirre. No perdió el tiempo en formalidades.

– Ignacio, tienes que venir de inmediato. Investigando el atentado de Frankfurt, el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea se ha encontrado con Raymond de la Pallisière, el conde d'Amis.

Hubo un silencio a través de la línea. Monseñor Pelizzoli sabía que la noticia había llamado la atención de su viejo maestro. De repente, Ignacio Aguirre se encontraba con un pasado que sabía nunca estaría del todo enterrado.