– No, no es que el conde tenga nada que ver con el atentado, es que estaban siguiendo la pista de un traficante de armas al que tenían pinchado el teléfono, y… bueno, es complicado de explicar y más por teléfono. ¿Puedo pedirte que vengas cuanto antes? Sí, Ovidio continúa en el caso… Gracias, mi secretario se encargará de que encuentres un billete electrónico en el aeropuerto. Te mandaré un coche a Fiumicino. Cenaremos juntos esta noche, aunque me temo que será en el despacho.
Después de dar instrucciones a su secretario le pidió que llamara al padre Ovidio y al padre Domenico. Los dos sacerdotes entraron con gesto preocupado en el despacho. El obispo no se anduvo con rodeos.
– El padre Ignacio Aguirre llegará a Roma esta misma noche y se pondrá al frente de este caso; los dos trabajaréis a sus órdenes.
El estupor se dibujó en el rostro de los dos sacerdotes. Ovidio fue el que se atrevió a preguntar por qué.
– Porque el padre Aguirre conoce al conde d'Amis desde hace muchos años. A la Iglesia le preocuparon en su momento las actividades del padre del actual conde. Buscaba el Grial y el tesoro de los cátaros. En fin, era una época difícil, después de la Segunda Guerra Mundial. Parece que el mismo Himmler estuvo implicado en aquella historia. No hay mayor experto sobre cátaros que el padre Aguirre, pero sobre todo no hay nadie que sepa más que él de esa familia, a la que además conoció bien.
»Ahora mismo llamaré a Lorenzo Panetta a Bruselas; creo que podemos ayudarles, aunque no sé muy bien cómo.
Cuando Lorenzo Panetta entró en el despacho de Hans Wein, éste se dio cuenta de que pasaba algo importante.
– Hans, no te lo vas a creer, pero en el Vaticano tienen información, y mucha, sobre el conde d'Amis. Hay un viejo jesuita que incluso le conoce y que ha estado en varias ocasiones en su castillo. El obispo Pelizzoli me ha dicho que el conde es un fanático, y que en cuanto llegue este jesuita, un tal padre Aguirre, nos llamarán. Incluso nos ofrecen que ese sacerdote venga a Bruselas si lo consideramos conveniente.
– ¿Cuándo puedes hablar con ese jesuita?
– Al parecer vive en España, en Bilbao, pero ya se ha puesto de viaje hacia Roma; creo que esta noche podremos hablar con él. -Si lo que te cuenta es importante, hazlo venir.
– Sí, claro. ¡Madre mía, cómo se está complicando todo esto!
– Tranquilo, Lorenzo, a lo mejor no tenemos nada. Los informes sobre el tal Salim al-Bashir lo describen como la quintaesencia del buen ciudadano; además, tiene nacionalidad británica.
– Llevo un buen rato leyendo algunas de las declaraciones y conferencias de ese profesor y, ¿sabes lo que más me llama la atención? Que jamás ha condenado un atentado. Lamenta que no haya puentes de entendimiento entre musulmanes y occidentales y que Occidente no tenga sensibilidad para con los musulmanes; pide que se establezcan esos puentes para evitar más desgracias, y no sé cuántas frases grandilocuentes más, pero ni una sola condolencia por los atentados del Círculo. Sólo explicaciones de por qué pasa lo que pasa. No me gusta ese Salim al-Bashir. No sé por qué, pero no me gusta.
– Pues más vale que no lo digas en voz alta, porque se hace pasar por un hombre clave en las relaciones de los europeos con los musulmanes, y se le considera un moderado.
– He pedido a Roma que le sigan discretamente mientras está allí; luego se lo pediremos a Londres…
– ¡Suspende esa petición! No podemos hacerlo, no ha hecho nada, no es sospechoso de nada. Una cosa es el conde d'Amis, que trata con el Yugoslavo, y otra cosa un profesor especialista en las Cruzadas que llama a un conde que preside una fundación sobre los cátaros.
– Pero…
– ¡Lorenzo, por Dios, no podemos investigar a todos los ciudadanos que tengan relación con el conde! O por lo menos no podemos hacerlo si no estamos seguros de que hay algo más.
– Hay algo más de lo que parece.
– Puede ser, no digo que no sea así, pero no quiero que nos acusen de tener prejuicios. Antes tengo que hablar con el enlace británico, y que sean ellos los que decidan.
– ¿A qué esperas para hacerlo? -preguntó Lorenzo, conteniendo su enfado a duras penas.
– A que le encuentren. Es viernes por la tarde y se ha ido de fin de semana.
– ¡Estupendo! Los malos están de enhorabuena, y eso que no saben que el fin de semana dejarnos de estar pendientes de ellos.
Salió del despacho, airado, y casi se dio de bruces con Matthew Lucas que llegaba en ese momento.
– Lorenzo, traigo más noticias del conde y de su hija. Ella es todo un carácter. Tengo fotos de ambos, por separado claro, porque ella se ha negado a verle; también tengo una copia de las transcripciones de sus conversaciones en Estados Unidos.
Volvieron al despacho de Wein. Lorenzo no podía evitar sentir cierto resquemor hacia su jefe porque, a su juicio, era excesivamente escrupuloso con las normas. Él jamás había violado la ley para perseguir a los delincuentes, pero sí se había arriesgado tomando decisiones, justo lo que Wein se negaba a hacer. Para actuar necesitaba tener los permisos por escrito y con sellos; de lo contrario prefería permanecer de brazos cruzados, lo que a veces significaba perder un tiempo precioso.
Matthew les hizo un resumen del informe que les entregó.
– El conde d'Amis no ha logrado ver a su hija. Es una mujer de unos treinta años que ha vivido a la sombra de su madre, una galerista muy conocida de Nueva York.
– Eso ya lo sabemos, díganos qué ha hecho en Nueva York -le interrumpió Panetta con impaciencia.
– Ha estado la mayor parte del tiempo en el hotel, donde se ha entrevistado en tres ocasiones con su abogado, un hombre que preside uno de los despachos más prestigiosos y caros de la ciudad. Pero a pesar de todo, no ha logrado convencerla de que accediera a ver a su padre. La tal Catherine se ha mostrado inflexible. En el informe encontrarán una transcripción de una conversación entre Catherine y su propio abogado diciendo que su padre es un «cerdo nazi» y que sólo pensar en él, le produce náuseas.
– ¿Con quién más ha hablado el conde? -preguntó Hans Wein.
– Con nadie, sólo con su abogado; ha llamado un par de veces al castillo, pero eso ya lo saben porque tendrán las transcripciones.
– Sí, conversaciones normales, de rutina, para saber quién le ha telefoneado, nada más -respondió Wein.
– En estos momentos el conde está haciendo el equipaje, tiene reservado un vuelo a media mañana para París. Regresa derrotado. En el informe está el número de vuelo.
– Bien. Avisaremos al centro de París para que le sigan una vez que llegue al aeropuerto, veremos si se entrevista por fin con el Yugoslavo… -aseguró Hans Wein con cierto entusiasmo.
– Supongo que han pedido al centro de Roma que siga los pasos de ese Salim al-Bashir -quiso saber Matthew.
– Acabo de revocar esa petición -contestó Panetta sin ocultar su resentimiento-, el jefe no autoriza ese seguimiento. -Pero ¿por qué? -preguntó Matthew.
– Porque Salim al-Bashir es un ciudadano británico intachable al que no podemos poner bajo vigilancia por el mero hecho de haber llamado al conde d'Amis. Os recuerdo que en los dos últimos días al conde le han llamado unas cuantas personas: un notario de Carcasona, el director de un periódico local, su banquero de París, un ilustre empresario occitano… en fin, gente normal. No podemos volvernos paranoicos convirtiendo en sospechosos a todos los que tengan tratos con el conde. Salim al-Bashir es especialista en las Cruzadas y el conde preside una fundación que se llama Memoria Cátara. Sabemos además que asiste a charlas y congresos sobre las Cruzadas, sobre todo a las concernientes a los cátaros; imagina que tenemos que ponernos a investigar a todos los profesores y expertos que hayan tenido o tengan contacto con él por este asunto…
– Pero no estaría de más investigar a ese Bashir… -protestó Matthew.
– Lo siento, Matthew, creo que tienes prejuicios. Si fuera norteamericano, ¿me pedirías que lo hiciera? -respondió Hans Wein.
Matthew Lucas se sintió ofendido por las palabras del director del Centro de Coordinación Antiterrorista.
– Espero que no se equivoque, Wein; suya será la responsabilidad si sucede algo. Si usted cree que los prejuicios ofuscan mi trabajo puede solicitar a mi agencia que me releven como enlace con este Centro.
– ¡Vamos, no exageremos! -les cortó Lorenzo Panetta-. ¡Debe saber que no está solo en sus apreciaciones! Yo también creo que hay que seguir a Salim al-Bashir; me parece un error no hacerlo.
Hans Wein les miró a los dos. Le preocupaba la actitud de Panetta y Matthew, aunque estaba seguro de actuar con corrección de acuerdo a las normas.
– No quería ofenderte, Matthew… bien, lo mejor es que localicemos de una vez por todas al enlace del MI6 y que sean los británicos los que decidan. Al fin y al cabo Salim al-Bashir es súbdito de Su Graciosa Majestad. Pero antes hablaré con nuestros superiores. No quiero sorpresas ni recriminaciones si algo sale mal. Al-Bashir es, por lo que parece, un personaje influyente y se organizaría un escándalo si se supiera que le hemos estado vigilando. Pero hasta que no tenga todos los permisos no haremos nada, y con el enlace del M16 quiero hablar yo, de manera que esperad a que os dé la orden.
Matthew Lucas y Lorenzo Panetta salieron de pésimo humor del despacho del director del Centro. Los dos hombres sentían que se estaba perdiendo un tiempo precioso y que Salim al-Bashir podía ser una pista que les condujera a un sitio que ninguno de los dos se atrevía a imaginar.
– ¿Sabe lo que creo que habría que hacer? -preguntó Matthew.
– ¡Cuidado con tener ideas que no sean políticamente correctas! -respondió el italiano.
– Deberíamos tener a alguien en el castillo. No sé, quizá podríamos sobornar al mayordomo o a alguno de los criados.
– Por lo que sé, la gente de París está intentando obtener información de primera mano, pero el conde debe pagar muy bien a su gente: nadie quiere hablar, y, curiosamente, tampoco se muestran, muy colaboradores los habitantes de la zona. Para ellos el conde es una especie de dios; los D'Amis siempre han protegido a los lugareños y éstos no ven razón para romper su lealtad hacia la familia.
– Aun así, deberíamos intentarlo -insistió Matthew.
– Bien, déjeme que piense cómo hacerlo.
– ¿De verdad ha pedido a Roma que no sigan al tal Bashir?
– De verdad lo he hecho.
– Es una pena…