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– ¡Seré como tú quieres! ¡Te juro que te obedeceré, haré lo que me pidas, lo que me pidas…! ¡No puedo soportar perderte, no puedo! -Gemía y lloraba desconsolada.

– Dentro de unos días me habrás olvidado y estarás en la cama de otro.

– ¡No! ¡No! ¡Te quiero a ti! ¡Eres el único hombre que he querido! ¡Por favor… por favor…!

La dejó llorar y suplicarle un buen rato más hasta que la voz de la mujer se empezó a apagar y sus ojos se convirtieron en dos líneas rojas sobre el rostro hinchado.

– Levántate.

Pero ella no respondió ni se movió del suelo donde permanecía sentada rodeándose las rodillas con los brazos como si quiera protegerse de la desgracia.

– ¡Obedece! -le ordenó con voz áspera.

Intentó incorporarse pero apenas le quedaban fuerzas. Estaba exhausta y se sentía más muerta que viva.

– No creo en ti, pero… -Él la miró de reojo para ver el efecto de estas últimas palabras y pudo ver un destello en los ojos de ella-. Si quieres estar conmigo deberás cambiar, y estar dispuesta a sacrificarlo todo. Todo es todo.

– Lo haré -balbuceó ella.

– ¿Estás segura de que serás capaz de cambiar?

– Haré cualquier cosa con tal de estar contigo.

– Quiero que te conviertas en creyente, que seas una buena musulmana.

Ni siquiera se extrañó al escuchar su petición, la aceptó de inmediato con sumisión, tal y como él sabía que haría.

– Seré una buena musulmana, me convertiré. Sólo te quiero a ti.

– Si estás dispuesta… entonces… bueno, puede que…

– ¡Por favor, Salim, no me dejes, sabes que haré todo lo que quieras!

– Quiero a mi lado a una buena musulmana, a una mujer valiente que comparta mi fe y mi lucha. Quiero una mujer que crea como yo que Occidente debe rendirse al islam cueste lo que cueste. Quiero una mujer que me ayude a conseguirlo.

– Te ayudaré, creo lo mismo que tú crees.

Volvió a sentir una oleada de desprecio hacia ella. ¿Cómo era posible que hubiera podido despojarla con tanta facilidad de su voluntad? Aquella mujer era un muñeco por el que comenzaba a sentir asco.

– Si dices la verdad estaremos juntos; de lo contrario…

– Digo la verdad, lo sabes -afirmó ella con voz apenas audible.

La ayudó a ponerse en pie y la acompañó hasta el cuarto de baño.

– Lávate la cara. Llamaré al servicio de habitaciones para que traigan una infusión de tila; la necesitas.

Cuando salió del baño la camarera ya había traído la infusión, que se bebió bajo la atenta mirada de Salim.

Se sentía como un guiñapo, avergonzada por haber demostrado de manera desesperada su dependencia de él.

Podía leer en los ojos de Salim cuánto la despreciaba y pensó que aún no sabía por qué su vida había sufrido aquel inesperado revés.

Salim había sido siempre caballeroso y atento, la había mimado haciéndola sentir como si fuera una princesa medieval… y de repente… de repente parecía otro, un hombre que le daba miedo, aunque se dijo que a pesar de todo haría cualquier cosa con tal de seguir con él, aunque tuviera que ponerse el hiyab y renunciar a su vida profesional y encerrarse de por vida para dedicarse a él; cualquier cosa menos perderle.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Salim.

– No, no tengo hambre.

– Pues yo sí. Saldré a comer algo; vete a tu habitación, te llamaré cuando regrese.

Iba a protestar pero los ojos de Salim brillaban amenazadores, de manera que bajó la cabeza y terminó de beber la tila.

Ya en su habitación se tumbó sobre la cama dispuesta a esperar a que él la llamara. La camarera había colocado junto a la almohada su camisón; ella pensó con cuanta ilusión había comprado aquella prenda de seda en La Perla para resultar atractiva a Salim. Ahora aquel camisón se había convertido en una prenda inútil, ya no podría lucirlo ante él; en realidad, tenía que aprender qué quería de ella.

Aguardó impaciente con la vista fija en el reloj mientras los segundos se le hacían eternos. Salim no la llamó hasta tres horas más tarde, cuando ella desesperaba de que lo hiciera.

Le ordenó que subiera a su habitación; ella se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño horrorizándose de la imagen que le devolvía el espejo.

Tenía el rostro enrojecido e hinchado. En sólo una tarde parecía haber envejecido. No, el espejo no mostraba a una mujer atractiva y alegre, como creía haber sido, sino a una mujer derrotada. Con gestos rápidos se puso sobre el rostro una capa ligera de maquillaje y se cubrió levemente las pestañas con rímel. No se atrevió a pintarse los labios como hacía siempre porque no sabía cómo reaccionaría Salim, el nuevo Salim. Luego se puso una blusa limpia y se dispuso a encontrarse con el hombre al que amaba más que a su propia vida.

Salim abrió la puerta invitándole a pasar, con una mueca que quería parecer una sonrisa, a la que ella respondió agradecida.

– ¿Has reflexionado? -le preguntó Salim.

No supo qué contestar. Temía que cualquier cosa que dijera le volviera a enfadar, de manera que apenas musitó un «sí».

– Me alegro de que sea así. Espero que entiendas que la mujer que esté conmigo no puede ser una vulgar ramera. Lo que espero de ti es que sepas comportarte como una mujer decente, como si fueras una buena musulmana.

– Lo haré, haré lo que me pidas. No te decepcionaré.

– Eso espero… de lo contrario…

Ella tembló al ver aflorar la ira en su rostro.

– Sabes que haré cualquier cosa que quieras -le repitió.

– En ese caso, ha llegado el momento de que asumas mi lucha como tuya, de que entiendas por qué hago lo que hago, de que compartas mis sufrimientos y mis sueños, de que te sacrifiques como lo hago yo. ¿Estás dispuesta?

– Sí.

– ¿Aunque eso pueda costarte la vida?

Sintió un estremecimiento por la pregunta de Salim, que sabía no era retórica. No le costó responderle, porque se dijo que sin él no sería capaz de vivir.

– Mi vida es tuya, Salim, ya deberías saberlo. Hasta ahora he hecho cuanto me has pedido: he traicionado a mis jefes, he engañado a mis amigos, y estoy dispuesta a hacer mucho más, todo cuanto me pidas.

– Acuéstate y descansa -le ordenó Salim al tiempo que empezaba a quitarse la ropa para meterse en la cama.

28

A Ignacio Aguirre, cuando entró en el despacho del obispo Pelizzoli, no se le escapó la mirada de reproche de Ovidio.

Ignacio llevaba en la mano, además de una abultada cartera, su vieja edición de la Crónica de fray Julián.

– ¿Sabes, Ignacio? -le dijo el obispo Pelizzoli-. Tengo la sensación de que estás completando un círculo.

– Sí, eso parece. El profesor Arnaud creyó que algún día tendría que hacer frente a la familia D'Amis.

– ¿El profesor Arnaud? -preguntó con curiosidad el padre Domenico que, al igual que Ovidio Sagardía, no terminaba de entender de qué hablaban el obispo y el viejo jesuita.

– El profesor Arnaud fue un historiador, especialista en el período de la historia de Francia en que se expandió la herejía cátara. El padre del actual conde d'Amis pidió al profesor Arnaud que le autentificara la crónica de fray Julián. El profesor trabajó en su edición y tuvo una relación profesional con el conde que le hizo ser testigo de las idas y venidas de algunos personajes alemanes filonazis, antes y durante la guerra. El conde nunca se fió de él ni él del conde, pero aun así el profesor vio y escuchó muchas cosas en el castillo.

– ¡No puedo creer que la crónica de fray Julián tenga nada que ver con el atentado de Frankfurt! -exclamó Ovidio.

– Seguramente no, pero lo cierto es que tirando del hilo de Karakoz se ha llegado al conde d'Amis, que es un personaje cuando menos extraño -afirmó el obispo.

– Y ese profesor Arnaud, ¿dónde está? -quiso saber el padre Domenico.

– Muerto. Murió de dolor.

– ¿De dolor? -La curiosidad de Domenico iba en aumento.

– Sufrió más de lo que pudo soportar. Perdió a su mujer en la Alemania nazi, la asesinaron. Era judía. Su único hijo, David, murió en Israel al poco de terminar la guerra en un enfrentamiento con un grupo árabe. El profesor también murió ese día.

– ¡El mismo día que su hijo! -exclamó compungido Ovidio.

– Físicamente le sobrevivió un tiempo, pero el día que enterró a su hijo él también murió.

Los dos sacerdotes se dieron cuenta de que aquel profesor había marcado para siempre a Ignacio Aguirre y ahora el pasado volvía a hacerse presente en la vida del jesuita a través de Raymond d'Amis.

El padre Aguirre se sentó frente al obispo Pelizzoli y empezó a leer la documentación que le había preparado. El obispo y los dos sacerdotes guardaban silencio a la espera de que dijera algo.

Casi una hora después, cuando terminó de leer, levantó la cabeza y habló dirigiéndose al obispo.

– Luigi, puede que yo sea más útil en Bruselas.

– ¿Lo crees así?

– Sí, debería estar junto al resto del equipo que investiga.

– Llamaremos al director del Centro de Coordinación Antiterrorista. Es mejor que hables con él y luego decidas. Por mi parte, no hay ningún inconveniente en que hagas lo que creas necesario. El secretario de Estado me ha dado órdenes tajantes para que colaboremos cuanto podamos.

Un minuto después, Ignacio Aguirre hablaba con Hans Wein. El viejo jesuita escuchó las últimas novedades y se ofreció a ir a Bruselas de inmediato. Podía volar en el primer avión del día siguiente. Wein aceptó el ofrecimiento.

El padre Aguirre clavó su mirada cansada y profunda en el obispo Pelizzoli.

– Y bien -preguntó el obispo-, ¿cúal es tu primera conclusión?

– Luigi, no descartes que D'Amis sea capaz de confabularse con algún grupo criminal para dañar a la Iglesia. Puede que esas palabras de los papeles quemados de Frankfurt tengan un significado más claro, ahora que sabemos que el conde está por medio.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó el obispo, asustado.

– En mi opinión, el comando de Frankfurt podría estar preparando otro atentado. Por lo que me habéis dicho esas palabras pertenecen a papeles diferentes… pero para mí, estando D'Amis de por medio, ahora tienen otro significado.

– ¡Pero no hay ningún indicio de que el conde tenga algo que ver con lo de Frankfurt! En realidad, lo que se sabe es que tiene relaciones con Karakoz -afirmó el obispo, preocupado.