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Se estrecharon la mano, y a Matthew le sorprendió la firmeza del apretón del sacerdote.

– ¿Un café? -propuso Lorenzo Panetta.

– Si es posible, se lo agradezco -respondió Ignacio Aguirre.

– Claro que sí; aunque es domingo, esto todavía funciona, aunque sea a medias.

Lorenzo salió del despacho y pidió a una secretaria que hiciera lo imposible por traer un café potable al sacerdote.

Ignacio Aguirre no perdió el tiempo en circunloquios, y al igual que había hecho en su reunión con el obispo Luigi Pelizzoli, allí también expuso sin tapujos su teoría.

– Señores, creo que es posible una alianza entre el conde d'Amis y el Círculo para infligir daño a la Iglesia. Creo que será la Iglesia el objeto del próximo atentado del Círculo.

Los tres especialistas en antiterrorismo le miraron con estupor.

La afirmación del sacerdote les había impactado.

– ¿En qué se basa para hacer esta afirmación? -preguntó el director del Centro.

– Conozco a Raymond d'Amis, y le han educado en el odio a la Iglesia. Se considera el guardián de las esencias de los cátaros.

– No discutiré con usted la posibilidad de que el conde d'Amis, por los motivos que sean, quiera infligir daño a la Iglesia, pero convendrá conmigo que no es probable que el Círculo participe de los motivos del conde -dijo Matthew Lucas.

– Eso es lo que hay que constatar: si el Círculo tiene alguna relación con el conde o simplemente están comprando armas e información al mismo hombre, a Karakoz. En Roma me dijeron que han interceptado una conversación del conde con un profesor británico de origen sirio, ¿no es así?

– Sí, y por lo que sabemos Salim al-Bashir está fuera de toda sospecha. Es un profesor de reconocido prestigio que pasa por ser un islamista moderado, con relaciones importantes. Acabamos de recibir un informe de los británicos, y no encuentran ningún motivo para sospechar de Bashir; es más, el gobierno de Su Graciosa Majestad le suele consultar cuando surge cualquier conflicto con la comunidad musulmana -manifestó Hans Wein mientras miraba de reojo a Lorenzo y a Matthew.

– Sin embargo… en fin, yo no descartaría nada a priori -respondió el padre Aguirre.

– Perdone, pero el informe de nuestros colegas británicos no deja lugar a dudas -afirmó con fastidio Hans Wein.

– Usted tiene más experiencia, pero sí fuera yo quien tuviera que buscar la cabeza o cabezas del Círculo no lo haría en los arrabales de las ciudades; allí sólo encontrará carne de cañón.

Lorenzo Panetta y Matthew Lucas observaban con sorpresa y cierta admiración al anciano jesuita en su confrontación de guante blanco con el director del Centro de Coordinación Antiterrorista.

– ¿Para usted no es suficiente el informe de la inteligencia británica? -preguntó Lorenzo.

– Por favor, no me malinterpreten, sólo sugiero que no deberían desechar tan rápidamente la pista de Salim al-Bashir.

– El profesor Bashír no constituye ninguna pista. -El tono de Wein delataba enfado.

– Bien, no soy quién para decir cómo deben orientar su trabajo. Les explicaré cuanto sé de Raymond de la Pallisière.

Los tres hombres escucharon en silencio y sin interrumpir el relato del padre Aguirre, que no olvidó detalle sobre su extraña relación con los D'Amis. Cuando hubo terminado, abrió una vieja cartera de piel negra y sacó unos libros que les entregó a cada uno.

– Ésta es la Crónica de fray Julián; si disponen de algo de tiempo para leerla quizá puedan comprender más al conde. Además de una hermosa obra, que en cualquier caso merece ser leída, es toda una lección sobre el horror que provoca el fanatismo, sea del signo que sea.

– En este caso fanatismo católico -murmuró Matthew Lucas.

– Efectivamente, señor Lucas, y como sacerdote no me siento orgulloso de esa página de nuestra historia. Siempre he pensado que si hay algo que el Todopoderoso no perdonará a los hombres es que maten en su nombre. No se puede imponer la fe con la fuerza de la sangre derramada. A la fe se ha de llegar a través de la razón.

– ¿Cree posible conciliar fe y razón? -preguntó Lorenzo Panetta sin ocultar su interés y escepticismo.

– Le aseguro que ése es el camino, el mejor camino para llegar a Dios.

– Bueno, no discutamos sobre teología -interrumpió Hans Wein-. Lo que usted nos ha contado es una información complementaria pero valiosa para saber a qué nos estamos enfrentando.

Durante una hora más el sacerdote explicó a los tres hombres cuanto sabía de Raymond de la Pallisière y de su padre, el anterior conde d'Amis. Les habló de los papeles del profesor Arnaud, que había llegado a saberse casi de memoria, y de cuanto en el Vaticano habían ido archivando sobre el neocatarismo, que parecía querer florecer en la actual Occitania.

Hans Wein, al igual que Lorenzo Panetta y Matthew Lucas, le escucharon sin interrumpirle intentando desbrozar alguna pista real en las palabras del sacerdote, pero por más que les parecía apasionante el relato, no terminaban de encontrar la razón por la que el Círculo fuera a aliarse con el aristócrata para cometer un atentado.

El jesuita podía ver reflejado el escepticismo en el rostro de los tres hombres, pero aun así no desistía. Su obligación era decirles lo que pensaba; de ellos sería luego la responsabilidad de decidir si eran sólo ideas de un viejo loco o si tenían visos de realidad.

– Permítanme preguntarles: ¿tienen algún informador en el castillo?

– Los que trabajan en el castillo le son totalmente leales al conde y estamos encontrando muchas dificultades para obtener información de dentro -le respondió Lorenzo Panetta.

– Sería de vital importancia que lograran saber que está pasando en el castillo d'Amis.

– Lo intentamos, aunque por ahora con escaso éxito -admitió Panetta.

– Le agradecemos mucho la información que nos ha dado -manifestó Hans Wein-. ¿Se quedará en Bruselas?

– Sólo sí ustedes creen que les puedo ser útil.

Hans Wein no sabía qué responder. En realidad, lo que había oído le parecía demasiado fantástico. Pero él era un alto funcionario, un político, como gustaba de reprocharle Panetta, y por lo tanto no olvidaba que aquel sacerdote, que representaba al Vaticano, les estaba asegurando que el siguiente atentado del Círculo sería contra la Iglesia. Así que no podía despedirle sin más.

– Nos gustaría contar con su colaboración. Debemos procesar cuanto nos ha dicho y compartir su hipótesis con nuestros colegas franceses que están sobre el terreno siguiendo al conde d'Amis y al hombre de Karakoz. Y si me lo permite, me gustaría invitarle a almorzar y seguir hablando sobre lo que nos ha contado.

– Estoy a su disposición.

A las siete en punto de la mañana, cansado y con ojeras, Hans Wein celebraba la primera reunión de aquel lunes con Lorenzo Panetta.

Después del almuerzo con el padre Aguirre había regresado al despacho, donde había estado hasta bien entrada la noche a la espera de acontecimientos. Al final, tanto él como Panetta y Matthew Lucas, habían optado por irse a descansar sabiendo que la semana que iba a comenzar prometía ser complicada. Y allí estaban, leyendo los primeros correos electrónicos enviados por los delegados del Centro en París.

No fue hasta las ocho cuando comenzó a llegar el resto del equipo. La primera Laura White, la asistente de Wein.

A Lorenzo le llamó la atención la tensión que reflejaba su rostro. También tenía ojeras, y estaba más pálida que de costumbre porque no se había maquillado. La mujer no ofrecía buen aspecto. Lorenzo pensó que acaso estuviera enferma.

– ¿Qué tal el fin de semana? -le preguntó curioso a pesar de la mirada reprobatoria de Hans Wein, que consideraba una intromisión preguntar acerca de asuntos privados a cualquiera que trabajara con él.

– Bien, muchas gracias. ¿Me necesitáis?

– No, gracias, Laura, estamos despachando asuntos rutinarios -respondió Wein.

Laura salió sin decir nada.

– Está rara -comentó Lorenzo.

– No sé por qué lo dices, yo la veo como siempre -le cortó Wein.

El informe de los franceses explicaba que el conde había viajado al castillo d'Amis, sin que por el momento se hubiera puesto en contacto con el Yugoslavo.

Tampoco se había molestado en devolver ninguna de las numerosas llamadas recibidas en su corta ausencia, incluida la del profesor Salina al-Bashir. Sólo había intentado hablar con su hija. La había llamado a su apartamento de Nueva York pero nadie respondió. Luego telefoneó al abogado, que cansinamente le explicó que la señorita De la Pallisière no hablaría con él, tal y como le había repetido en los últimos tres días. Además, su clienta se había ido de viaje y no sabía cuándo regresaría.

– La hija se muestra irreductible -sentenció Lorenzo-, no hablará con su padre.

También habían recibido un informe sobre los últimos movimientos de Karakoz y, por lo que parecía, el traficante se había esfumado en una de las antiguas ex repúblicas soviéticas, donde había acudido a surtirse de armas.

Hasta las diez no llegó Matthew Lucas.

– Buenos días, ya me dirán qué les pasa a las mujeres del Centro -dijo a modo de saludo.

Hans Wein le miró con fastidio: aquél era el tipo de comentarios que aborrecía. Pero Lorenzo le sonrió con curiosidad.

– Laura apenas me ha saludado, me he cruzado con Andrea Villasante y está de un humor de perros; incluso Diana Parker, la ayudante de Andrea, ha evitado decirme buenos días y parece enfadada. No diré nada de Mireille Béziers, porque esa señorita ni saluda, pero tampoco ella tiene buena cara. Las ojeras le llegan… en fin, por lo que se ve las señoras no han pasado un buen fin de semana.

– ¿Tiene alguna novedad? -le preguntó Hans Wein, molesto con las palabras del norteamericano.

– Ninguna.

– Nosotros tampoco -dijo Panetta-, supongo que habrá que esperar.

– Creo que deberíamos insistir en colarnos en el castillo. Sólo tenemos que dar con quien ponga precio a la información -afirmó Matthew.

– Estoy con usted; incluso ayer el sacerdote nos hizo la misma sugerencia, pero la gente de París insiste en que no hay manera -fue la respuesta de Lorenzo.

– ¿Y si metiéramos a alguien? -insistió Matthew.

– ¡Por favor, seamos sensatos! -le interrumpió Hans Wein. En ese momento Laura White entró en el despacho.

– Acaba de llegar de Personal. -Y le tendió un papel a Hans