El último párrafo versa sobre los proyectos de cooperación daneses, americanos y soviéticos con vistas a construir una plataforma de perforación sobre el hielo. En la bibliografía se menciona el informe Pylot sobre la capacidad de carga del hielo. Mi nombre aparece en el listado de los autores.
Casi debajo de todo el montón hay seis fotografías en color. Han sido tomadas con flash en una especie de cueva de estalactitas. Cualquier estudiante de geología ha visto alguna vez fotos parecidas. Las minas de sal en Austria, las grutas azules en la isla de Cerdeña, las cuevas de lava en las islas Canarias.
Estas, sin embargo, son distintas. La luz del flash ha rebotado en la pared reflejándose en la lente en destellos brillantes. Como si se tratara de una fotografía de mil pequeñas explosiones. La han tomado en una cueva de hielo.
Todas las cuevas de hielo que he visto hasta ahora han tenido una vida bastante corta, antes de que la grieta en el glaciar se cerrara o se llenara de aguas de fusión de los ríos subterráneos. Ésta no es como ninguna de las que he visto con anterioridad. Por todos lados, desde el techo, crecen largas y centelleantes estalactitas, un colosal sistema de carámbanos que deben haberse formado durante un período muy largo.
En el centro de la cueva hay lo que parece ser un lago. En el lago hay algo. Podría ser cualquier cosa. La fotografía no permite ni siquiera adivinarlo.
Si, después de todo, me puedo hacer una idea de las proporciones, se debe a que hay un hombre sentado en el primer plano de la foto. Está sentado sobre una de las elevaciones que se han creado sobre el suelo de la cueva gracias al goteo de agua y el frío. Ríe triunfante a la cámara. En esta foto lleva pantalones acolchados con plumón. Pero sigue llevando sus kamiks. Es el padre de Isaías.
Cuando quiero levantar el montón de papel, el último folio se queda sobre la mesa porque es más fino que las fotografías. Es un trozo de papel de cartas con un borrador de una carta. Unas cuantas líneas, pocas, escritas con lápiz y con muchas tachaduras. Después la ha metido debajo de los demás papeles. Como cuando se escribe un diario. O un testamento. Y, en realidad, uno se siente algo avergonzado por ello. Cuando no te parece bien dejarlo al descubierto, anunciando tus secretos a todos los vientos. Pero que, no obstante, necesitas tener a mano, cerca de ti. Tal vez porque hay que seguir elaborándolo.
La leo. Entonces la doblo y me la meto en el bolsillo.
Tengo la garganta seca. Me tiemblan las manos. Lo que ahora mismo necesito es una salida sin problemas ni tropezones.
He alargado la mano con el propósito de abrir la puerta del camarote de Toerk, cuando se oye un clic al otro lado y una banda de luz cae sobre el suelo del pasillo. Doy un paso hacia atrás. La puerta empieza a abrirse. Se abre hacia mí. Eso me da el tiempo suficiente para elegir una puerta que hay a mi derecha, abrirla y entrar en la habitación. No me atrevo a cerrar la puerta y la dejo entreabierta.
Todo está negro. Las baldosas debajo de mis pies me dicen que me he metido en el baño. La luz es encendida desde fuera. Reculo metiéndome detrás de unas cortinas de baño, dentro de la ducha. Se abre la puerta. No se oye nada pero unas manos se introducen flotando en el campo de visión alargado, donde la cortina de baño no acaba de ajustarse. Son las manos de Toerk.
Su rostro aparece en el espejo. Está tan tirante por el sueño que ni siquiera se ve a sí mismo. Inclina la cabeza sobre el lavabo, abre el grifo, deja que se enfríe el agua y bebe. Entonces se incorpora, se da la vuelta y se va. Sus movimientos son mecánicos como los de un sonámbulo.
En el mismo segundo en que la puerta de su camarote se cierra, salgo al pasillo. Dentro de un segundo descubrirá que los documentos no están sobre la mesa. Quiero salir de esta cubierta antes de que se inicie la búsqueda.
Se apaga la luz. Su catre gime bajo su peso. Ha vuelto a su sueño en medio de la luz azul de la luna.
Una oportunidad como ésta, con tal suerte, sólo se da una vez en la vida. Me pondría a bailar hasta la salida.
Una mujer llama quedamente con voz imperante en algún lugar delante de mí en la oscuridad del pasillo. Doy media vuelta intentando volver sobre mis pasos. Un hombre suelta una risita en el lado opuesto. En ese mismo instante pasa por delante de la banda de luz, ante la puerta abierta que da al salón. Está desnudo. Tiene una erección. No me han visto. Me he interpuesto entre ellos.
Doy unos pasos atrás y me meto en el baño, de vuelta a la ducha. Se enciende la luz. Entran por la puerta. Él se acerca al lavabo. Está esperando que su erección baje. Entonces se pone de puntillas y orina en el lavabo. Es Seidenfaden. El autor del informe sobre el transporte de grandes masas sobre el hielo marino que acabo de ojear. El informe en el que hace referencia a un artículo que yo escribí. Y ahora estamos tan cerca el uno del otro. Vivimos en un mundo de apretadas conexiones.
La chica está detrás de él. Su rostro está concentrado. Por un instante llego a creer que me ha visto en el espejo. Entonces alza los brazos por encima de la cabeza. Entre las manos sostiene un cinturón con la hebilla hacia abajo. Cuando pega, el golpe es tan exacto que sólo la hebilla cae sobre el hombre trazando una larga raya blanca sobre una de sus nalgas. Primero, la raya es blanca, luego roja como una llama. Se sujeta en el lavabo y arquea la espalda presionando el abdomen hacia afuera. Ella vuelve a pegarle, la hebilla cae sobre la otra nalga. Romeo y Julieta, me viene a la mente. Europa disfruta de una larga tradición para las citas amorosas finas y elegantes. Entonces se apaga la luz. Se cierra la puerta. Han desaparecido.
Salgo al pasillo. Me tiemblan las rodillas. No sé qué hacer con los documentos. Doy unos pasos en dirección al camarote de Toerk. Me arrepiento. Doy un paso atrás. Me decido por dejarlos en el salón. No hay otra salida. Me siento como si estuviera atrapada en una estación de trenes de mercancías.
Delante de mí, en la oscuridad, se abre una puerta. Esta vez no hay ningún aviso previo, no se enciende la luz y gracias a que me he familiarizado con el camino logro meterme en el baño de nuevo debajo de la ducha.
Esta vez, la luz no se enciende. Pero la puerta se abre y luego se cierra. Alguien corre el pestillo. He sacado el destornillador. Han venido a por mí. Sostengo los documentos detrás de la espalda. Pienso tirarlos en el mismo momento que vaya a pinchar. Un solo golpe, desde abajo y hacia arriba, en el abdomen. Y entonces correré.
La cortina de baño es separada. Me preparo para dar un salto desde la pared.
Alguien abre el grifo del agua. Del agua fría. Luego la caliente. Entonces regula la temperatura. La ducha ha estado dirigida contra la pared. Llego a empaparme de arriba abajo en los tres primeros segundos.
El chorro es apartado de la pared. Se mete debajo del agua. Estoy a diez centímetros de él. Aparte del chapoteo del agua, no se oye otro ruido. Y no hay ninguna luz encendida. Pero tampoco es necesario para que pueda reconocer al mecánico.
En La Incisión Blanca nunca encendía la luz cuando subía las escaleras. En el sótano, solía esperar hasta el último momento para apretar el interruptor de la luz. Le gusta la tranquilidad y la soledad de la oscuridad.
Su mano me roza cuando busca la jabonera a tientas. La encuentra, se aparta un poco del chorro y se enjabona. Devuelve el jabón a su sitio y se da masajes en la piel. Vuelve a buscar el jabón. Sus dedos rozan mi mano y desaparecen. Entonces vuelven lentamente. Palpan la piel de mi mano.
Un jadeo hubiera sido lo mínimo. Un grito ahogado hubiera sido lo propio. No despega los labios. Sus dedos registran el destornillador, me lo sacan cuidadosamente de la mano y siguen el brazo hasta el codo.
Se corta el agua. La cortina de baño es retirada y él sale al suelo del baño. Tras unos instantes, se enciende la luz.
Se ha puesto una toalla grande de color naranja alrededor de las caderas. Su rostro es inexpresivo. Todo ha sido sosegado, medido, amortiguado.