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Me mira. Y luego me reconoce.

Su dominio del presente se deshace. No se mueve, su rostro apenas cambia de expresión. Pero está paralizado.

Ahora sé que él no ha sabido que yo me encontraba a bordo.

Mira mi pelo mojado, el vestido pegado al cuerpo, los papeles empapados que ahora sostengo delante de mí. Las zapatillas deportivas llenas de agua, el destornillador que él mismo tiene en la mano. No entiende nada.

Entonces me tiende su toalla. En un gesto a la vez torpe e irresoluto. Sin pensar que así él mismo se descubre. Yo lo acepto y le paso los documentos. Los sostiene delante del bajo vientre mientras me seco el pelo. Sus ojos no me abandonan.

Estamos sentados sobre el catre de su camarote. Muy juntos, con un abismo entre nosotros. Susurramos a pesar de que no sea necesario.

– ¿Sabes lo que está pasando? -le pregunto.

– En gran pa-parte.

– ¿Me lo puedes contar?

Sacude la cabeza.

Hemos acabado más o menos donde empezamos. En un atascadero de ocultaciones. Siento un deseo salvaje de aferrarme a él y de pedirle que me anestesie para no despertar hasta que todo haya pasado.

Nunca lo he llegado a conocer. Hasta hace unas horas estaba convencida de que habíamos compartido ciertos momentos de muda compenetración. Cuando lo vi cruzar la plataforma de aterrizaje de la Greenland Star comprendí que siempre hemos sido unos extraños el uno para el otro. Mientras eres joven, crees que el sexo es la culminación de la confidencia y de la intimidad. Más tarde descubres que apenas es el comienzo.

– Quiero enseñarte algo.

Dejo los papeles encima de su mesa. Me tiende una camiseta, unos calzoncillos, unos pantalones acolchados, un par de calcetines de lana y un jersey. Nos vestimos de espaldas uno al otro, como extraños. Me veo obligada a arremangarme sus pantalones hasta por encima de las rodillas y enrollar las mangas del jersey por encima de los codos. También le pido un gorro de lana y me lo da. De un cajón saca una botella plana y oscura y se la mete en el bolsillo interior. Cojo la manta de lana que hay sobre el catre y la doblo. Entonces nos vamos.

Abre la caja. Jakkelsen nos mira con ojos tristes. Su nariz se ha vuelto azulada, afilada, como congelada.

– ¿Quién es?

– Bernard Jakkelsen. El hermano pequeño de Lukas.

Me adelanto hacia él, desabotono la camisa y la retiro del acero triangular. El mecánico no se mueve.

Apago la luz. Nos quedamos un momento quietos en medio de la oscuridad. Entonces subimos. Cierro la escotilla con llave y al salir a cubierta, el mecánico se detiene.

– ¿Quién?

– Verlaine -digo-. El contramaestre.

En el lado exterior del mamparo han soldado unos peldaños por los que subo. El mecánico me sigue lentamente. Llegamos a una pequeña cubierta que está a oscuras. Sobre dos puentes de madera hay una lancha a motor y detrás de ésta, un bote de goma grande. Nos sentamos entre las dos embarcaciones. Desde aquí dominamos el castillo de popa y nos mantenemos fuera de la luz.

– Ocurrió sobre la Greenland Star. Mientras tú llegabas.

No me cree.

– Verlaine hubiera podido echarlo al mar entonces. Pero tuvo miedo de que el cadáver flotara cerca de la plataforma al día siguiente. O que fuera absorbido por una hélice.

Estoy pensando en mi madre. Lo arrojado al océano Ártico nunca vuelve a subir. Pero eso Verlaine no lo sabe.

El mecánico sigue sin decir nada.

– Jakkelsen siguió a Verlaine por los muelles. Fue descubierto. Lo más seguro era, pues, hacer sitio en las cajas y meterlo en una de ellas. Traerlo a bordo. Esperar a que dejáramos libre la plataforma. Y luego deslizarlo fuera borda.

Intento mantener mi desesperación alejada de mi voz. Tiene que creerme.

– Nos hemos adentrado mucho en el mar. Cada minuto que pasa con Jakkelsen en la bodega constituye un peligro para ellos. Vendrán dentro de un momento. Se verán obligados a subir a cubierta con él. No hay otro sitio desde donde echarlo al mar. Ésa es la razón por la que estamos sentados aquí. Pensé que deberías verlo con tus propios ojos.

Se oye un suave suspiro en la oscuridad. Es el tapón que suelta la botella. Me la pasa y yo bebo de ella. Es ron oscuro, dulce y pesado.

Dispongo la manta por encima de nosotros. Debe de estar helando, tal vez unos 10 °C bajo cero. A pesar de ello, estoy ardiendo por dentro. El alcohol hace que se dilaten los capilares, la superficie de la piel está ligeramente dolorida. El tipo de dolor que hay que evitar por todos los medios si no se quiere morir congelada. Me quito el gorro de lana para poder notar el aire fresco contra mi frente.

– To-Toerk nunca lo hubiera permitido.

Le tiendo la carta. Echa un vistazo a los cristales oscuros de los portillos del puente, se inclina detrás del casco de la lancha a motor y lee a la luz de mi linterna.

– Estaba entre los papeles de Toerk -le digo.

Volvemos a beber. La luz de la luna es tan clara que es posible distinguir los colores. La cubierta verde, los pantalones acolchados azules, el dorado y el rojo de la etiqueta de la botella. Es como la luz del sol. Cae como un calor perceptible sobre la cubierta. Le beso. La temperatura ya ha dejado de tener sentido. En un momento dado me arrodillo sobre él. Entonces ya no existen los cuerpos, únicamente puntos de calor en la noche.

Estamos sentados apoyados el uno contra el otro. Es él quien nos cubre con la manta. No tengo frío. Bebemos directamente de la botella. El sabor es cargado y cálido.

¿Eres de la policía, Smila? No, contesto. ¿Eres de otra empresa? No, le digo. ¿Lo has sabido desde el comienzo? No, digo. ¿Lo sabes ahora? Tengo una idea, digo.

Volvemos a beber, él se tiende encima de mí. La cubierta debe de estar fría debajo de la manta pero, sin embargo, nosotros no lo notamos.

No viene nadie. El Kronos yace sin vida ante nosotros. Como si el barco se hubiera separado de su rumbo, como si ahora se alejara con nosotros a bordo, sólo con nosotros.

Llega un momento en que hemos vaciado la botella. Cuando me levanto es porque sé que algo ha cambiado. ¿No hay otras posibles aperturas en el casco, pregunto, alguna manera de desprenderse del cadáver? ¿Por qué hablas de la muerte?, me pregunta. ¿Qué puedo contestarle? ¿Por dónde sale el ancla?, pregunta.

Bajamos al entrepuente. En la caja sólo encontramos ahora chalecos salvavidas. Jakkelsen ha desaparecido. Bajamos las escaleras, atravesamos el túnel, la sala de máquinas, el túnel, la escalera de caracol y el mecánico gira las manivelas y abre una escotilla de metro por metro. La cadena del ancla está tensada en medio de la nave. En el techo se introduce por un tubo a cuyos lados se puede ver la luz de la luna y las siluetas del cabrestante del ancla. Por abajo, desaparece a través de un escobén que es del tamaño de una tapa de cloaca. El ancla ha sido subida hasta justo por debajo del escobén. No deja mucho espacio libre. El mecánico mira la apertura.

– Es imposible sacar un hombre adulto por este agujero.

Palpo el acero. Ambos sabemos que es por aquí por donde Jakkelsen ha desaparecido esta noche.

– Era delgado y esbelto como un modelo -digo.

3

El capitán Lukas está sin afeitar, no se ha peinado y parece haber estado durmiendo con la ropa puesta.

– ¿Qué sabe usted sobre la corriente eléctrica, Jaspersen?

Estamos solos en el puente. Son las seis y media de la mañana. Falta una hora y media para que empiece su guardia. La piel de su rostro es amarillenta y está cubierta por una fina capa de sudor.

– Sé cambiar una bombilla -digo-. Pero, por regla general, me quemo los dedos al hacerlo.

– Ayer, mientras estábamos atracados en el muelle, hubo un corte eléctrico a bordo del Kronos. Y en parte del puerto.

Sostiene un trozo de papel en la mano. La mano y el papel tiemblan.