– En un barco, todos los cables se conducen a través de cajas de empalmes. Por tanto, todas las tomas se llevan a cabo a través de un fusible. ¿Sabe lo que eso significa? Significa que es condenadamente difícil provocar desbarajustes eléctricos en un barco. A no ser que te pases de listo y vayas directo al cable principal. Ayer alguien se fue directamente al cable principal. En los minutos demasiado escasos en que Kützow está sobrio, tiene sus momentos lúcidos. Ha descubierto el origen del fallo. Era una aguja de zurcir. Ayer, alguien introdujo una aguja de zurcir en el cable de alimentación. Probablemente con unas tenazas aislantes. Y luego rompió la aguja por el ojo. Sobre todo, lo último fue un detalle muy hábil. Significa que el aislante se contrae alrededor de la aguja. Es imposible localizar la avería luego, si no se conocen un par de trucos, tal como es el caso de Kützow, con un imán y un buscapolos, y, por otro lado, no se tiene una idea de lo que hay que buscar.
Pienso en la euforia de Jakkelsen. En el tono de su voz. Yo me encargo de todo, Smila. Mañana todo será diferente. Siento un nuevo respeto por sus recursos.
– Parece ser que, durante el tiempo que estuvimos a oscuras, uno de los marineros, Bernard Jakkelsen, desafió la prohibición de desembarco, abandonando el Kronos. Esta mañana hemos recibido un telegrama suyo. Es una renuncia.
Me tiende el trozo de papel. Es un extracto de un teletipo. Proviene de la estación de telecomunicaciones de la Greenland Star. Es muy escueto para tratarse de una renuncia.
«Para el capitán Sigmund Lukas.
»Por la presente rescindo con efecto inmediato mi contrato con el Kronos por razones de índole personal. Váyase al diablo.
»B. Jakkelsen.»
Le miro.
– Me atormenta -dice- me atormenta la sospecha de que también usted desembarcó durante el apagón.
Su cara se descompone. Lejos está el oficial, lejos el sarcasmo. Únicamente queda la preocupación que se convierte en desesperación.
– Dígame si sabe algo de él.
Todo lo que Jakkelsen nunca me contó lo veo ahora. Su fiera preocupación, el deseo de proteger, de salvar, de mantener al hermano navegando e impune, lejos de las malas compañías de las ciudades. Cueste lo que cueste. Aunque eso signifique embarcarse en un barco como éste.
Por un instante, me siento tentada de contárselo todo. Por un instante, me veo reflejada a mí misma en su tormento. Nuestros intentos irracionales, ciegos y vanos de proteger a los demás contra algo que no sabemos qué es y que penetra, hagamos lo que hagamos.
Entonces dejo que la debilidad se escape y fenezca. No hay nada que pueda hacer por Lukas ahora mismo. Ya no hay nadie que pueda hacer nada por Jakkelsen.
– Estuve en el muelle. Eso es todo.
Enciende otro cigarrillo. Ya hay un cenicero lleno.
– He llamado a la estación de telecomunicaciones. Pero la situación es totalmente imposible. Está terminantemente prohibido desembarcar a un hombre de esta manera. Además, todo se complica por el sistema que tienen allí. Escribes el telegrama y lo entregas en una de las ventanillas. Desde allí, lo llevan hasta la oficina de reparto. Allí lo recogen y se lo llevan para que sea registrado por una tercera persona. Yo hablo con una cuarta persona. Ni tan siquiera saben decirme si fue entregado personalmente o si lo recibieron por teléfono. Es imposible saber nada.
Me toma del brazo.
– ¿Tiene alguna idea, aunque sea remota, del porqué de su desembarco?
Sacudo la cabeza.
Agita el telegrama con la mano.
– Es típico de él.
Tiene los ojos llenos de lágrimas.
Es justamente como lo hubiera escrito Jakkelsen. Escueto, arrogante, misterioso y, sin embargo, lleno de entusiasmo y respeto por los tópicos del lenguaje formal. Pero no es Jakkelsen quien lo ha escrito. Es el texto del papel que cogí esta noche del camarote de Toerk.
Deja vagar la mirada por la superficie del mar sin ver nada, absorto en las primeras cavilaciones dolorosas que a partir de ahora irán en aumento. Se ha olvidado de que estoy allí.
En ese momento se dispara la alarma de incendios.
Estamos reunidas dieciséis personas en la cocina. La totalidad de la tripulación, menos Sonne y María, que están en el puente.
Desde el punto de vista técnico es de día, pero fuera todo está oscuro. El viento ha arreciado y la temperatura ha subido, una combinación que hace que la lluvia azote los cristales como ramos en el viento. El oleaje rompe contra el casco a modo de mazazos irregulares.
El mecánico está apoyado contra el mamparo al lado de Urs. Verlaine está sentado un poco apartado de los demás, Hansen y Maurice, entre los demás. Siempre se integran en el conjunto de una manera disimulada. Una discreción que forma parte de la meticulosidad de Verlaine.
Lukas preside la mesa. Hace una hora que estuve con él en el puente. Está totalmente irreconocible. Se ha puesto una camisa recién planchada y zapatos de cuero lustrados. Está recién afeitado y su cabello está peinado con agua. Está despierto y conciso.
En la puerta está Toerk. Delante de él, están sentados Seidenfaden y Katja Claussen. Transcurre un tiempo hasta que soy capaz de mirarlos de nuevo. Ellos ni tan siquiera me ven.
Lukas presenta al mecánico. Comunica que siguen habiendo irregularidades en el funcionamiento de la alarma de humos. La alarma de la mañana era falsa.
Brevemente nos comunica que Jakkelsen ha desertado. Todo lo que dice, lo dice en inglés. Utiliza la palabra deserted.
Miro hacia Verlaine. Se ha apoyado contra la pared. Me mira a los ojos fijamente, atento y como escudriñando mi interior. No puedo bajar la mirada. Otra, que no soy yo, mira a través de mis ojos, una diablesa. Le está prometiendo a Verlaine que se la devolverá.
Lukas nos comunica que estamos a punto de llegar a nuestro destino. No dice nada más. «We are approaching our terminal destination». Dentro de un día o dos habremos llegado. No habrá desembarco.
El comunicado resulta absurdo en su falta de precisión. En la era del SATNAV es posible determinar la hora del aterraje con un margen de unos cuantos minutos.
No se produce ninguna reacción. Todos saben que hay algo que no funciona en esta travesía. Además, están acostumbrados a las condiciones habituales en un buque petrolero. La mayoría de ellos sabe lo que es navegar sin recalar en un puerto durante siete meses.
Lukas mira a Toerk. Esta reunión se ha celebrado a instancias de Toerk. Probablemente para que nos pudiera ver a todos reunidos. Para que nos pudiera leer. Como libros abiertos. Mientras Lukas ha estado hablando, sus ojos se han paseado por toda las caras, reposando un instante en cada una de ellas. Ahora se da la vuelta y se va. Seidenfaden y Claussen lo siguen. Lukas da la reunión por concluida. Verlaine se marcha. El mecánico se queda de pie por un instante hablando con Urs, que en un inglés penoso le explica algo sobre los croissants que hemos comido. Cazo al vuelo que el vapor es muy importante. Tanto durante el reposo como en el horno. Fernanda se retira. Evita tener que mirarme.
El mecánico se va. No me ha mirado ni una sola vez. Lo veré esta tarde. Pero hasta entonces no podemos existir el uno para el otro.
Pienso en lo que tengo que hacer hasta entonces. No se trata exactamente de una programación gloriosa de mi futuro. Es una estrategia famélica y carente de fantasía que deberá procurarme la supervivencia.
Vago por el pasillo. Tendré que hablar con Lukas.
He puesto el pie encima del primer peldaño de la escalera cuando aparece Hansen bajándolas. Me retiro hacia la parte abierta y despejada de la cubierta que hay delante del castillo de popa.
Hasta este momento no ha quedado del todo evidente que hiciera muy mal tiempo. La lluvia está justo por encima de los cero grados, es pesada y abundante. Los cortos golpes de aire le otorgan una caída fustigante. En el mar hay rayas blancas donde el viento rompe las crestas de las olas arrastrándolas como espuma.