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La escotilla se abre a mis espaldas. No me doy la vuelta. Sencillamente me acerco a la salida que da al castillo de popa. Ésta se abre y entra Verlaine.

En este momento, este trozo estrecho y resguardado de la cubierta da la sensación de ser diferente a como era antes. Es fácil, de todos modos, dejarse distraer por las luces siempre encendidas en las dos escotillas. Ahora me percato de que es uno de los lugares más aislados y solitarios del barco. De que los cristales de los portillos de los camarotes de habitabilidad dan hacia fuera. No se ve desde arriba, sólo tiene acceso desde dos puntos. Y los cristales que hay detrás de mí son los de los camarotes de Jakkelsen y del mío. Ante mí, sólo está la regala. Al otro lado de ésta, una caída libre de doce metros al mar.

Hansen se acerca y Verlaine se queda quieto. Peso cincuenta kilos. Será un sencillo levantamiento y, después, al agua. ¿Qué fue lo que dijo Lagermann? Que en un primer momento contienes la respiración hasta que tienes la sensación de que tus pulmones van a explotar. Es justamente en este punto donde reside el sufrimiento. Luego respiras muy rápido y profundamente, inspirando y espirando. Tras lo cual sobreviene la calma.

Éste es el único lugar donde lo pueden hacer sin ser vistos desde el puente. Han debido de esperar esta ocasión.

Me acerco a la regala y miro hacia abajo. Hansen se acerca cada vez más. Nuestros movimientos son pausados y meticulosos. A mi derecha, la apertura que da al mar está interrumpida porque el francobordo ha sido llevado hasta la regala. En la parte exterior del casco, han engastado una hilera de estribos de hierro en el acero que desaparece en lo alto, en la oscuridad.

Me siento a horcajadas sobre la regala. Hansen y Verlaine se detienen. Como todo el mundo suele detenerse cuando está ante una persona que ha decidido saltar por sí sola. Pero no salto. Me agarro a los estribos y me descuelgo por la borda.

A Hansen no le da tiempo a entender lo que está pasando. Pero Verlaine salta inmediatamente hacia la regala e intenta agarrarme por los tobillos.

Una ola enorme rompe contra el Kronos. El casco se estremece y zozobra hacia la banda de estribor.

Me tiene agarrada por el pie. Pero el movimiento del barco lo presiona contra la regala amenazando con arrojarlo al mar. Tiene que soltarme. Mis pies resbalan en los peldaños, viscosos por la sal y la lluvia. Mientras el barco vuelve a enderezarse, yo estoy colgada de los brazos. En algún lugar debajo de mis pies, la línea de flotación brilla blanquecina. Cierro los ojos y sigo escalando hacia arriba.

Cuando me parece que ha transcurrido una eternidad, los vuelvo a abrir. Desde algún lugar más abajo, Hansen me observa. Sólo he conseguido escalar unos pocos metros.

Estoy delante de los portillos de la cubierta de abrigo. A mi izquierda hay luz tras unas cortinas azules. Golpeo los cristales con la palma de la mano. Cuando desisto y me dispongo a continuar hacia arriba, alguien descorre las cortinas con cuidado. Kützow aparece detrás del cristal. He golpeado los cristales de la oficina del jefe de máquinas. Coloca las palmas de las manos alrededor de su cara para evitar los reflejos y se apoya contra el portillo. Su nariz se convierte en una mancha amorfa de color verde mate. Nuestras caras están a pocos centímetros la una de la otra.

– ¡Socorro! -grito-. Ayúdame, ¡mierda!

Me mira. Entonces vuelve a correr las cortinas. Prosigo mi ascenso. Los peldaños acaban y caigo sobre la cubierta de botes, al lado de los pescantes que sujetan el bote salvavidas de babor. La puerta está a mi derecha, pero está cerrada con llave. Una escalera exterior, similar a la que acabo de escalar, lleva a lo alto de la chimenea, hacia la plataforma del puente.

En otras circunstancias, habría tenido razones sobradas para admitir la meticulosidad de Verlaine. Al final de la escala, unos metros más arriba, está Maurice, todavía con el brazo vendado. Está allí para asegurarse de que no haya testigos en las cubiertas superiores.

Corro hacia la escalera que lleva abajo. Desde la cubierta inferior viene Verlaine hacia mí.

Me doy la vuelta. Estoy pensando en la posibilidad de que logre descolgar el bote salvavidas, que debe de estar equipado con una sujeción fácilmente accionable. Creo que tendré que saltar al agua detrás de él.

Una vez delante de los cabrestantes, me veo obligada a rendirme. El sistema de mosquetones y cables resulta del todo impracticable. Arranco la lona que cubre el bote, con el fin de encontrar algo con lo que defenderme. Un bichero, un cohete de señales.

La lona es de un nailon verde muy grueso y cierra con un elástico alrededor de la borda del bote. Cuando la saco, el viento la suelta y se la lleva por la borda. Se queda suspendida de un ojo de buey que hay en la proa del bote salvavidas.

Verlaine ya está sobre la cubierta. Tras él viene Hansen. Agarro el nailon verde y me descuelgo por la borda. El Kronos se balancea y yo quedo suspendida, rodeo la lona con mis muslos y bajo descolgándome poco a poco. De pronto, no queda más lona, mis pies oscilan sobre el vacío. Entonces me caigo, han cortado la lona. Saco los brazos y mis axilas chocan contra la regala. Mis rodillas golpean contra el casco. Sin embargo, consigo sujetarme. Primero, totalmente paralizada, sobre todo porque mi respiración se ha detenido. Luego logro subirme por encima de la regala, aterrizando sobre la cubierta con la cabeza por delante.

Un recuerdo fugaz y absurdo trae imágenes de las primeras veces que jugué a los piratas, poco después de haber llegado a Dinamarca. La falta de costumbre de jugar a algo que rápidamente excluía a los débiles y luego, en una jerarquía natural, todos los demás. Los intentos de mantenerse con vida cuando los demás eran cazadores.

La escotilla que da a la escalera se abre y Hansen sale a la cubierta. Me dirijo hacia el castillo de popa. Salgo al lugar de las escaleras. A la altura de mi cabeza, se acercan un par de zapatos azules por los escalones. Meto las manos por debajo de la barandilla y golpeo los pies hacia afuera. Se trata de una prolongación de su propio movimiento por lo que no requiere muchas fuerzas. En un arco corto, los pies vuelan en el aire y la cabeza de Verlaine golpea contra el peldaño que está a la altura de mi hombro. Entonces se precipita los últimos metros escaleras abajo, y cae sobre la cubierta sin haber tenido tiempo para amortiguar la caída.

Subo las escaleras corriendo. Cuando llego a la cubierta de botes, me dirijo al lado de babor y, desde allí, trepo por otra escalera. Maurice debe de haberme oído. Cuando me levanto, él está allí. A sus espaldas, se abre la escotilla del puente y aparece Kützow. Está en bata y descalzo. Él y Maurice se miran. Yo paso por su lado y me introduzco en el puente.

Me palpo los bolsillos buscando la linterna. El cono de luz atrapa el rostro de Sonne. María está al lado de la rueda del timón.

– Déjame entrar en la enfermería -le digo-. He sufrido un accidente.

Él va delante. Cuando llegamos al cuarto de derrota, se da la vuelta y se queda paralizado. Me echo un vistazo a mí misma. Los pantalones de mi ropa de trabajo no tienen rodillas. En su lugar hay dos agujeros sangrientos. Las palmas de mis manos tienen multitud de cortes.

– Me he caído -le digo.

Abre la puerta de la enfermería. Evita mirarme directamente.

Cuando me siento y la piel se tensa sobre las rodillas, estoy a punto de desmayarme. Un río de pequeños y dolorosos recuerdos. Las primeras escaleras en el internado, caídas sobre el hielo rugoso: El destello de luz, la parálisis, el calor, el dolor agudo, el frío y, finalmente, la pulsación pesada en la herida.

– ¿Puedes limpiarme esto?

Aparta los ojos.

– No soporto ver sangre.

Me lo limpio yo misma. Me tiemblan las manos, la herida supura y el líquido corre por encima de las heridas. Me pongo unas gasas esterilizadas. Me vendo las rodillas.