Выбрать главу

Tengo que rendirme, la imagen se malogra, se hace añicos, se diluye. El hombre que está a mi lado es de una sola pieza y, al mismo tiempo, líquido, escurridizo, elástico; un hombre que ha logrado superar su pasado, de manera que ya no quede ni rastro de él.

– ¿Con la ayuda de quién?

Esta última pregunta es la decisiva. Lo más importante no es lo que yo sepa. Lo más importante es con quién más he compartido mis descubrimientos. Para que pueda entender lo que le espera más adelante. Tal vez esto constituya su humanidad, la huella de una infancia sumida en una inseguridad sin fondo: la necesidad de planificar, de hacer que su mundo sea calculable con antelación.

Despojo mi voz de cualquier sentimiento.

– Siempre he sabido cuidar de mí misma.

Primero permanece en silencio.

– ¿Por qué lo haces? -me pregunta entonces.

– Quiero entender el porqué de su muerte.

Me invade la extraña seguridad de estar al final de la tabla, los ojos vendados con un pañuelo negro. Sé que he dicho lo correcto.

Toerk absorbe la respuesta.

– ¿Sabes por qué me dirijo a Gela Alta?

En este uso de la primera persona hay un destello de gran sinceridad. Lejos están el barco, la tripulación, yo misma, sus colegas. Toda esta maquinaria compleja se mueve única y exclusivamente a su servicio. La pregunta está desprovista de soberbia. Es así como están las cosas. De una manera u otra, todos estamos aquí porque él lo ha querido y ha podido llevarlo adelante.

Me muevo sobre el filo de un cuchillo. Sabe que he mentido. Que no he llegado hasta aquí por cuenta propia. Sólo el hecho de haber podido embarcar en este barco podría desmentirlo. Sin embargo, sigue sin saber si está sentado al lado de un individuo o de una organización. Es justamente su duda lo que me otorga una posibilidad. Recuerdo el semblante de los cazadores cuando volvían a casa, cuanto más abatidos aparecían, más había sobre el trineo. Recuerdo la falsa modestia de mi madre cuando volvía de su jornada de pesca, interpretada por ella pero formulada por Moritz en uno de sus ataques de rabia: lo mejor es minimizar las hazañas un veinte por ciento. Un cuarenta por ciento es todavía mejor.

– Vamos a recoger algo. Algo que es tan pesado que requiere un barco del tamaño del Kronos.

No hay posibilidad de saber lo que tiene lugar en su interior. Desde la oscuridad, únicamente proviene, como una presión de atención, una fuerza registradora y evaluadora. Y, de nuevo, me llega la imagen de un oso polar que viene hacia mí, el balance sobrio y mesurado que hace la fiera de su propia hambre, de la capacidad de su presa para defenderse, de las circunstancias.

– ¿Por qué la llamada -me oigo decir a mí misma- a mi piso?

– Llegué a entender bastantes cosas con esa llamada. Ninguna mujer normal, ninguna persona normal la hubiera contestado.

Salimos al mismo tiempo a la plataforma, ahora cubierta con una fina capa de hielo. Cuando una ola golpea el casco, se percibe el esfuerzo del motor pues la presión sobre la hélice aumenta.

Dejo que él vaya delante. El poder de una persona disminuye cuando sale al exterior. No el suyo. Absorbe el espacio y la luz gris y supurante que nos rodea en su propia irradiación. Nunca antes había temido a una persona de esa manera.

Aquí, sobre la plataforma, sé, de pronto y con toda seguridad, que estuvo con Isaías sobre el tejado. Que le vio saltar. La certidumbre me sobreviene como una visión, todavía carente de detalles y, sin embargo, certera. En este momento comparto, por encima del tiempo y de la distancia, el miedo de Isaías, en este momento estoy junto a él sobre el tejado.

Cuando está con las manos apoyadas en la barandilla, me mira fijamente a los ojos.

– ¿Te importaría dar unos pasos hacia atrás?

Nuestro entendimiento mutuo es total y casi mudo. Ha observado una posibilidad. Que baje un par de peldaños por la escalera y que yo dé un paso hacia delante, le suelte las manos, le dé una patada en la cabeza y le deje caer de espaldas los veinte metros que hay hasta cubierta. Esta, debajo de nuestros pies, parece tan reducida que no podría dar por sentado que cayera sobre ella.

Me retiro hasta que doy con la espalda contra la baranda. Le estoy casi agradecida por haber tomado esta medida. La tentación, probablemente, hubiera sido demasiado grande para mí.

Me ha ocurrido en dos ocasiones que, estando de viaje en Groenlandia, no viera mi propia imagen reflejada durante medio año. Durante el viaje de vuelta procuraba evitar los espejos en los aviones y los aeropuertos. Cuando finalmente llegaba a casa y me ponía delante del espejo, contemplaba las claras e inequívocas manifestaciones del paso del tiempo. Las primeras canas, la tela de araña de pequeñas arrugas, las sombras cada vez más profundas y evidentes de los huesos debajo de la piel.

Ningún conocimiento era para mí más tranquilizador que la certeza de la muerte. En esos momentos de clarividencia -y sólo te ves con nitidez cuando eras una extraña para ti misma- desaparece toda desesperación, toda alegría desmesurada, toda depresión, y todo queda sustituido por el sosiego. Para mí, la muerte no representaba una visión terrorífica, ni tampoco un estado, un acontecimiento que sobrevendrá, cayendo sobre mí. Representaba más bien una iluminación del presente, una ayuda, un aliado en la rauda tarea de tener que estar presente.

Ocurría que, en las noches de verano, Isaías se quedaba dormido sobre mi sofá. No recuerdo qué hacía yo, supongo que me sentaba a contemplarle. En algún momento, puse la mano sobre su cuello y noté que estaba demasiado caliente. Entonces desabrochaba su camisa con cuidado y la retiraba de su pecho, me levantaba y abría la ventana que da al puerto y, en ese momento, nos encontrábamos en otro lugar. Estábamos cerca de Iita, en la tienda de campaña de verano. A través de la lona, se filtra una luz como la de la luna llena. Pero es la lona la que pinta la luz de azul porque cuando la retiro, el sol rojo y mate de medianoche cae sobre él. No se despierta, no ha dormido durante todo un día, no hemos podido dormir bajo esa luz incesante y ahora se ha despertado. Tal vez sea mi hijo, así es como lo siento, y contemplo su pecho y su cuello. Y debajo de la piel morena y perfecta se mueve su respiración y su pulso, cada vez más acelerado.

Entonces me he levantado y me he acercado al espejo. Me he quitado el jersey y he contemplado mi pecho y mi cuello y he visto que, algún día, todo habrá terminado, incluso aquello que siento por él habrá terminado. Pero, para entonces, él todavía existirá y, después de él, sus hijos y otros niños; una rueda de niños, una cadena, una espiral que se pierde en el infinito.

En estos momentos, cuando experimentaba el final y la continuidad de todo, era muy feliz.

En cierto modo, también lo soy ahora. Me he quitado la ropa y me he puesto delante del espejo.

Si se diera el caso de que alguien estuviera interesado en la muerte, podrían, con provecho, mirarme a mí. Me he quitado las vendas. No tengo piel en las rodillas. Entre las caderas tengo una ancha zona amarillenta y azulada de sangre coagulada, en la zona donde el pasador de Jakkelsen me ha golpeado. En ambas palmas de la mano hay rasguños que supuran y que se niegan a cerrarse. En la nuca me ha salido un chichón del tamaño de un huevo de gaviota, así como una zona donde la piel se ha quebrado, retrayéndose. Y todavía he sido lo bastante humilde como para no quitarme los calcetines blancos, para que no se vea el tobillo hinchado, y tampoco menciono los morados azules y generales y el cuero cabelludo que sigue punzando periódicamente tras la quemadura.

He perdido peso. He pasado de flaca a demacrada. No he dormido lo suficiente, los ojos se me han hundido en el cráneo. A pesar de ello, sonrío a la extraña que hay en el espejo. No existe una matemática sencilla en la distribución de la felicidad y la desgracia de la vida, no existe una repartición estándar. A bordo del Kronos viaja una de las pocas personas sobre la tierra que hace que valga la pena mantenerse con vida.