Me llama a las siete en punto. Es la primera vez que siento cariño por el intercomunicador.
– S-Smila, en la enfermería dentro de un cuarto de hora.
Con los teléfonos le pasa lo mismo que a mí. Apenas le da tiempo a dejar su mensaje y ya ha soltado el auricular.
– Foejl -digo. Nunca antes había pronunciado su apellido. En mi boca, sabe tan dulce como la miel-. Gracias por lo de ayer.
No me contesta. Se oye un clic que proviene del aparato y se apaga la luz.
Me pongo la ropa de trabajo. No se trata de una elección fortuita. No dejo nada al azar cuando me visto. Podría ataviarme con ropas más elegantes, por supuesto. Incluso ahora podría hacerlo. Pero la ropa azul es el uniforme del Kronos, el símbolo de que ahora nos encontramos bajo condiciones diferentes, que tenemos al mundo en contra de una manera muy distinta, distinta a nuestra situación anterior.
Estoy un buen rato escuchando en la puerta antes de decidirme a salir al pasillo.
No puedo imaginarme que pueda llegar a existir algo parecido al infierno cristiano. Pero he estado considerando el antiguo reino de las penumbras groenlandés como una posibilidad. Si se tienen en cuenta las contrariedades con las que una se encuentra a lo largo de la vida, parece poco probable que éstas se extingan por el simple hecho de morir.
Si existen las citas a escondidas con el ser amado en el Reino de las Tinieblas, su preludio será, sin duda, parecido al de hoy. Me deslizo de puerta a puerta. He dejado de considerar el Kronos únicamente como un barco, ahora lo considero más bien como una zona de alto riesgo. Intento calcular de antemano en qué momento este riesgo puede llegar a convertirse en un peligro mortal.
Cuando sale alguien de la sala de pesas, ya me he metido en el baño, antes de que la puerta se haya cerrado tras la persona que se acerca. Desde la puerta del baño que he dejado entreabierta veo pasar a María. Rápida, concentrada. No soy la única que sabe que el Kronos es un mundo de perdición.
No me encuentro con nadie subiendo las escaleras. La escotilla que da al puente está cerrada, el cuarto de derrota, vacío.
Me detengo delante de la enfermería. Pongo en orden la ropa que llevo puesta. Me siento desnuda sin el maquillaje en la cara.
La habitación está a oscuras, las cortinas echadas. Cierro la puerta y me pongo de espaldas a ella. Noto mis propios labios. Estoy deseando que salga de la oscuridad y me bese.
Me llega un fino y fresco aroma a flores. Espero.
No es la luz del techo la que se enciende, es la lámpara que está encima de la camilla, una especie de lámpara de quirófano. Crea unas zonas amarillentas de luz sobre el cuero negro y deja el resto de la habitación en penumbra.
En una silla, con las botas sobre la camilla, está sentado Toerk. Cerca de la pared está Verlaine. Katja Claussen está sentada a los pies de la camilla con los pies colgando por el lado. No hay nadie más en la habitación.
Me veo a mí misma desde fuera. Tal vez porque me duele demasiado permanecer dentro de mí misma. No me importan las tres personas que tengo delante, me importo yo. He hablado con el mecánico hace un momento. Es él quien me ha citado aquí.
Un límite, existe un límite para todos nosotros. Para la perseverancia, para el número de aproximaciones que pueden hacerse a la vida. Para el número de rechazos que pueden soportarse.
– Vacíate los bolsillos.
Es Verlaine. Es la primera ocasión que tengo de ver cómo se distribuyen el trabajo entre los dos. Me imagino que Verlaine se encarga de la violencia física.
Me adelanto hacia la luz y deposito mi linterna y las llaves sobre la camilla. Me pregunto qué estará haciendo la mujer en esta habitación. Lo descubro en ese mismo instante. Verlaine le hace un gesto con la cabeza, como diciéndole que ya puede proceder, y ella da unos pasos hacia mí. Los hombres desvían la mirada mientras ella me cachea. Es mucho más alta que yo, y, sin embargo, ágil. Empieza de rodillas, palpa alrededor de mis tobillos y, desde allí, va subiendo. Encuentra el destornillador y el estuche de agujas de Jakkelsen. Finalmente me quita el cinturón.
Toerk ni siquiera mira lo que ha encontrado la mujer. Pero Verlaine lo sopesa en la mano.
¿Cómo llegará? ¿Me dará tiempo a verlo?
Toerk se levanta.
– Formalmente estás bajo arresto.
No me mira. Ambos sabemos que cualquier referencia a los formalismos forman parte de la misma ilusión que nuestra mutua cortesía. Son los últimos velos que quedan todavía.
Mira hacia abajo. Entonces sacude la cabeza lentamente y algo parecido al asombro cruza su rostro.
– Eres una engatusadora maravillosa -dice-. Preferiría mil veces estar allí arriba en el puesto de vigía oyéndote mentir que pasearme entre todas estas verdades mediocres.
Por un instante se quedan los tres inmóviles. Entonces se van.
Es Verlaine quien cierra la puerta con llave. Se detiene en el vano. Parece cansado. Hay algo sincero en su silencio. Me dice que esto no es una celda y que la situación no es un arresto. Es el comienzo del fin, que llegará muy pronto.
El hielo
I
1
En la escuela dominical nos enseñaron que el sol era Nuestro Señor Jesucristo; en el internado escuchamos por primera vez que, aparentemente, era una bomba de hidrógeno que explosionaba permanentemente.
Para mí siempre será el Payaso Celestial. En el primer recuerdo consciente que tengo del sol, estoy mirando directamente a él con los ojos entornados, a sabiendas de que está prohibido, y pienso que me amenaza y se ríe al mismo tiempo, como la cara del payaso cuando se maquilla con sangre y ceniza y se mete un palillo de través en la boca y, desconocido, aterrante y alegre, viene a nuestro encuentro, al de los niños.
Ahora, justo antes de que el disco solar alcance el horizonte, cuando, por un instante, escapa a la negra capa de nubes arrojando un incendio de luz por encima del hielo y del barco, representa la estrategia del payaso. Escapar de la oscuridad agazapándose. La contundencia peligrosa de la humillación.
El Kronos se está adentrando en el hielo. Lo veo a lo lejos, velado por un cristal de seguridad con un grosor de diez milímetros, empañado por la cristalización de la sal en el exterior. No modifica nada, lo percibo como si estuviera sobre él.
Se trata de hielo mayor compacto y, en un primer momento, todo es gris. El estrecho canal que el Kronos abre es como un reguero de ceniza. Las placas de hielo, la mayoría de una extensión similar a la del Kronos, parecen escollos ligeramente elevados y reventados por el hielo. Es un mundo de inanimación perseverantemente perfecta.
Entonces el sol cae por debajo de la capa nubosa como gasolina inflamada.
La capa de hielo se formó el año pasado en el océano Ártico. Desde allá, ha sido empujada entre Svalbard y la costa este de Groenlandia, transportada hacia el sur, ha doblado el cabo Farvel y se ha arrastrado por la Costa Oeste.
Ha sido creada en la belleza. En un día de octubre, la temperatura ha descendido 30 °C en sólo cuatro horas y el mar se ha calmado, asemejándose a la superficie de un espejo. Está esperando reproducir un milagro de la creación. Las nubes y el mar se unen ahora en una gruesa cortina de seda gris. El agua es espesa y ligeramente rojiza, como un licor de bayas silvestres. Una niebla azul de humo frío se libera de la superficie y se desliza por encima del espejo de agua. Entonces el agua se cuaja. Del oscuro mar, el frío extiende una rosaleda, tendiendo una alfombra blanca de flores de hielo formada por sales y gotas de agua heladas. Tal vez vivan cuatro horas, tal vez dos días.
En este momento, los cristales de hielo están construidos alrededor del número seis. Alrededor de un hexágono, como una celda de una colmena de agua solidificada, se extienden seis brazos hacia otras seis celdas que, de nuevo, fotografiadas a través de un filtro de color y fuertemente aumentadas, se descomponen en nuevos hexágonos.