Выбрать главу

Estoy a punto de echarme a reír.

– ¿Adonde quieres que vaya, Foejl?

No sonríe.

– Lander dijo que te vio andar sobre el agua.

Me quito los calcetines. Entre los dedos y la parte delantera del pie hay una tirita. De ahí cuelga la llave maestra de Jakkelsen.

No nos encontramos con nadie. La luz sobre el castillo de popa está apagada. Cuando abro la puerta y entramos, ambos percibimos que nos encontramos a pocos metros de aquella plataforma de cubierta donde, hace menos de veinticuatro horas, estuvimos esperando poder presenciar el último viaje de Jakkelsen. La conciencia no significa gran cosa. El amor proviene de la energía sobrante que se va consumiendo a medida que nos acercamos a los instintos básicos, es decir, al hambre, el sueño, la necesidad de seguridad.

Cuando llegamos a la cubierta inferior enciendo la luz. Una cascada de luz, comparado con el cono de la linterna de mano. Tal vez sea imprudente. Pero no da tiempo a otra cosa. En dos horas, como máximo, habremos llegado a nuestro destino. Entonces se encenderá la luz de cubierta, entonces todos estos espacios desiertos se llenarán de gente.

Nos detenemos delante de la pared del fondo.

Me dejo guiar por mi extrañeza. Me extraña que la pared, según mi plano, haya sido desplazada más de cinco pies del sistema hidráulico de dirección. Me extraña que, en algún lugar detrás de la pared, haya algún tipo de generador.

Miro al mecánico. De repente, no entiendo por qué me ha acompañado. Puede que no lo sepa ni él. Acaso sea por la atracción que ejerce lo improbable sobre nosotros. Señalo la puerta del taller de metal con el dedo.

– Allá dentro hay un mazo.

No parece oír lo que le digo. Agarra el listón que bordea la pared y lo desprende. Contempla los agujeros de los clavos. Es madera fresca.

Introduce las manos entre la plancha y el mamparo y estira. No se suelta. Debe de haber un mínimo de quince clavos en cada lado. Entonces estira con fuerza y se queda con la pared en la mano. Son seis metros cuadrados de plancha de madera con un grosor de diez milímetros. Entre sus manos parece la puerta de un armario.

Detrás de la plancha hay una nevera. Tiene dos metros de altura y un metro de ancho y es de acero inoxidable y me recuerda las lecherías de la Copenhague de los años sesenta, en las que, por primera vez en mi vida, vi a gente gastar energía en mantener algo frío. Ha sido asegurada contra los movimientos del barco con un herraje de metal que debe de estar montado en la pared trasera original y atornillado en el pie de la nevera. Tiene una cerradura de cilindro en la puerta.

Encuentra un destornillador en el taller. Desatornilla el herraje. Entonces rodea la nevera con los brazos. Parece algo inamovible. Sus músculos se relajan completamente. Entonces la mueve medio metro. Sus movimientos encierran cierta cognición, un reconocimiento de que sólo se llega a rendir al máximo durante unas décimas de segundo. Tira de la nevera tres veces más, dándole la vuelta. Ahora ya podemos ver la parte trasera. En su cortaplumas tiene un pequeño destornillador de estrella. En los bordes del revestimiento trasero hay, tal vez, cincuenta tornillos. Introduce la estrella en la entalladura, apoya el tornillo con el índice de la mano izquierda y gira hacia la izquierda, no en movimientos entrecortados, sino continuados. Los tornillos abandonan los agujeros por sí solos. No tarda ni diez minutos en sacarlos todos. Los mete cuidadosamente en el bolsillo. Saca todo el revestimiento con los cables, las aletas de refrigeración, el compresor y el depósito de líquido incluidos.

Incluso en estas circunstancias registro que lo que vemos es, al mismo tiempo, banal e insólito. Estamos mirando el interior de una nevera desde la parte trasera.

Está llena de granos de arroz. Las cajas cuadradas están apiladas cuidadosamente de arriba abajo.

El mecánico coge una caja, la abre y saca una bolsa. He llegado a pensar que, de todas maneras, no tenía tanto que perder. Entonces la piel de su rostro se tensa. Vuelvo a mirar la bolsa. Es mate pero, al mismo tiempo, transparente. No es arroz. La bolsa es un envase al vacío de un material que es compacto y amarillento como el chocolate blanco.

Saca una hoja de cuchillo de su cortaplumas y rasga la bolsa. La bolsa aspira aire en un pequeño golpe. Entonces se derrama un polvo grumoso y oscuro en su mano, como si hubieran vertido mantequilla líquida en el interior de un reloj de arena.

Elige un par de cajas al azar, las abre, mira en su interior y las devuelve cuidadosamente a su sitio.

Vuelve a atornillar el recubrimiento y deja la nevera donde estaba. No le ayudo, ya no soy capaz de tocarle. Vuelve a montar el herraje y coloca la pared en su sitio, trae un martillo del taller y vuelve a clavarla donde estaba. Sus movimientos son distraídos y rígidos.

Hasta este momento no volvemos a mirarnos.

– Majam -digo-. Un estado entre el opio en bruto y la heroína. Lo ha desarrollado Toerk. Oleoso, por eso tiene que estar en la nevera. Ravn me habló de ello. Es parte del acuerdo entre Toerk y Verlaine. La idea es recalar en un puerto en el viaje de vuelta. Tal vez en Holsteinborg, tal vez en Nuuk. Tal vez tenga contactos en la Greenland Star. Hasta hace apenas diez años introducían alcohol y cigarrillos de contrabando en Groenlandia. Pero eso ya pertenece al pasado. Hoy en día, hay muchísima cocaína en Nuuk. Existe una clase alta groenlandesa que vive como los europeos y constituye un mercado inmejorable.

Su mirada es soñadora, distante. Tengo que alcanzarle.

– Jakkelsen debe de haberlo descubierto. Tiene que haberse enterado. Y entonces se delató. Debió de estar colocado, pletórico de sobreestimación de sí mismo. Los ha presionado. Eso les ha obligado a reaccionar. Entonces Toerk les ha arreglado lo del telegrama. Lo ha tenido que hacer. Pero él y Verlaine se odian mutuamente. Provienen de dos mundos diferentes. Siguen juntos únicamente porque pueden sacarse provecho mutuo.

Se inclina hacia mí y me coge de las manos.

– Smila -me susurra-, cuando era niño tenía uno de esos tanques de oruga que funcionaban dándoles cuerda. Si ponías alguna cosa delante del tanque, se subía a ella en vertical porque tenía un desarrollo muy corto. Si la cosa que habías puesto delante era demasiado empinada, daba la vuelta y se abría camino rodeándola y encontrando otro camino por donde superarla. No lo podías detener. Tú eres una de esas máquinas, Smila. Se te tenía que mantener fuera de todo este embrollo y, sin embargo, volverías a meterte una y otra vez. Tenías que haberte quedado atrás en Copenhague pero, de repente, estás a bordo. Por lo tanto, te encierran, es idea mía, es lo más seguro para ti. Cierran la puerta con llave, se acabó la señorita Smila y, súbitamente, vuelves a estar fuera. Siempre vuelves a subir. Tú eres una de esas máquinas, Smila, una de esas tazas para bebés que siempre se levantan.

En su voz luchan sentimientos irreconciliables.

– Cuando yo era pequeña -le digo- mi padre me regaló un osito de peluche. Hasta entonces, sólo jugábamos con muñecas que nosotras mismas hacíamos. El osito me duró una semana. Primero se ensució y luego se le cayeron los pelos. Entonces se agujereó y el relleno se esparció por el suelo. Sin ese relleno descubrí que estaba totalmente vacío por dentro. Tú eres uno de esos ositos, Foejl.

Estamos sentados en su camarote, uno al lado del otro, encima de su catre. Sobre la mesa hay una de esas botellas planas, pero sólo él bebe de ella.

Está sentado en una postura encogida, con las manos entre los muslos.

– Se trata de un meteorito -dice-, una especie de piedra. Toerk dice que es vieja. Está incrustada en una especie de asiento en la roca, debajo del hielo. La vamos a sacar de allí.

Estoy pensando en las fotografías que encontré entre los papeles de Toerk. Ya entonces tenía que haberlo adivinado. Aquello que se parecía a unas radiografías. La estructura Widmannstäten. La encuentras en cualquier libro de texto. La expresión visible de la relación entre el níquel y el hierro en los meteoritos.