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Me observa mientras bebe de la botella. Lo que le he dicho no le ha inquietado. Tal vez no lo haya entendido. Tal vez Toerk suscita en la gente una confianza que impide la penetración del mundo externo. Tal vez sea lo de siempre; que el hielo resulta ininteligible para aquellos que no han nacido con él. Intento explicárselo por otros métodos.

– ¿Te han contado cómo la encontraron?

– Fueron los groenlandeses. En tiempos prehistóricos. Formaba parte de su leyenda. Ésta era la razón por la que incluyeron a Andreas Fine en el proyecto. Tal vez entonces todavía se encontraba sobre la superficie del hielo.

– Cuando un meteorito entra en la atmósfera -explico-, a unos ciento cincuenta kilómetros de la Tierra, entonces lo primero que ocurre es que lo atraviesa una onda expansiva, como si hubiera chocado con un muro de hormigón. La capa exterior se funde y cae a trozos. He visto este tipo de rayas negras derramadas sobre el Indlandsis. Pero, por ello, la velocidad del meteorito disminuye y, con ello, el desarrollo de calor. Si llega a la Tierra sin haberse fragmentado, tendrá, por regla general, la temperatura media de la Tierra, es decir, alrededor de los cinco grados. Por tanto, no se funde, hundiéndose en la superficie. Pero tampoco se queda sobre ella. La fuerza de la gravedad lo irá atrayendo hacia abajo. Nunca se han encontrado meteoritos de cierto tamaño sobre el hielo. Nunca se encontrarán. La fuerza de la gravedad los atraerá hacia abajo. Serán encerrados por el hielo y, con el tiempo, llevados al mar. Y en caso de que fueran apresados en una grieta en el subsuelo, acabarán triturados. Un glaciar no tiene nada de indulgente. Es una mezcla de cepillo gigantesco y trituradora de piedras. No crea agujeros encantados alrededor de chismes de interés geológico. Los rebaja y los muele convirtiéndolos en polvo y luego vacía el polvo en el Atlántico.

– Entonces debe de haber fuentes termales a su alrededor.

– No hay actividad volcánica en Gela Alta.

– He visto las f-fotografías. Hay un lago de agua.

– Sí -le digo-. Yo también he visto esas fotos. Si todo no es un simple montaje, está rodeado de agua. Espero de todo corazón que se trate de un montaje.

– ¿Por qué?

Estoy considerando si será capaz de entenderlo. Pero, de todos modos, no hay más remedio que intentarlo diciendo la verdad. Lo que yo creo que es la verdad.

– No puedo saberlo con toda seguridad, pero podría muy bien tratarse de que el calor proviniera de la piedra misma. Que emitiera calor. Tal vez, en forma de una especie de radiación. Pero también existe otra posibilidad.

– ¿Cuál?

Se lo noto, lo veo en su cara. Tampoco para él, lo que acabo de decir, son ideas nuevas. También él sabía que había algo que no concordaba. Pero había apartado el problema, simulando que no existía. Es danés. En todo momento, es preferible el cómodo silencio antes que la gravosa verdad.

– La bodega de proa del Kronos ha sido reconstruida. Puede ser esterilizada. Está equipada con una entrada de oxígeno y de aire atmosférico. Está hecha como si fueran a transportar un animal enorme. Se me ha ocurrido que Toerk, tal vez, cree que la piedra que tenéis que recoger está viva.

No queda más líquido en la botella.

– Fue un buen truco lo de la alarma de incendios -le digo.

Sonríe cansado.

– Era la única manera de devolver los papeles a su sitio y, a-al mismo tiempo, justificar que estaban mojados.

Estamos sentados cada uno en una punta del catre. El Kronos navega cada vez con mayor lentitud. En mi cuerpo tiene lugar una oscura y voluptuosa batalla entre dos tipos de intoxicación. La irrealidad cristalina de las anfetaminas y la complacencia vaga del alcohol.

– Fue cuando Juliana te contó que Loyen había examinado a Isaías regularmente cuando pensé por primera vez que debía de tratarse de alguna enfermedad. Pero hasta que vi las radiografías no caí en la cuenta. Eran de la expedición del 66 y las había conseguido Lagermann, del Hospital de la Reina Ingrid, en Nuuk. No murieron a causa de la explosión. Estaban infectados por algún tipo de parásito. Tal vez una especie de gusano. Pero más grande que cualquiera que se conozca hasta ahora. Y más rápido. Murieron en pocos días. Puede que en pocas horas. Loyen estaba interesado en saber si Isaías se había contagiado.

Sacude la cabeza. No quiere creérselo. Porque él está buscando un tesoro. Unos diamantes.

– Desde el principio, ésta ha sido la razón por la que Loyen ha participado. Él es un científico. El dinero es secundario para él. De lo que, en realidad, se trataba era del Premio Nobel. Desde el momento en que lo descubrió en los años cuarenta, ha previsto una impactante noticia científica.

– Entonces, ¿por qué no me lo han contado?

Todos vivimos una vida de confianza ciega en aquellos que toman las decisiones. En la ciencia. Porque el mundo es inabarcable; toda información nebulosa. Aceptamos la existencia de un globo terráqueo redondo, de unos núcleos atómicos sostenidos como gotas, de un espacio curvo, de la necesidad de intervenir en el material genético. No porque sepamos que es así, sino porque confiamos en aquellos que nos lo han contado. Somos todos prosélitos de la ciencia. Y, en contraposición a los seguidores de las demás religiones, la distancia entre nosotros y los sacerdotes ya no puede ser superada. El problema surge cuando tropiezas con una mentira rotunda. Y de la cual dependa la vida de uno. El pánico del mecánico es el del niño cuando sus padres le pillan por primera vez en una mentira que siempre ha sabido existía.

– El padre de Isaías buceó -digo-. Probablemente también lo hicieron los demás. La mayoría de los parásitos pasan por una fase en el agua. Tú tienes que bucear. Y tienes que hacer que otros buceen. Tú eres el último que debe enterarse del asunto.

La perturbación lo obliga a ponerse de pie.

– Tienes que ayudarme a hacer una llamada -digo.

Cuando nos levantamos cierro la mano alrededor de un trozo de metal envuelto en un paño y alrededor de una cajita plana y redonda que hay en el cajón.

La cabina de radio está detrás del puente, delante de la sala de oficiales. Llegamos hasta allí sin ser vistos. Cuando ya estoy delante de la puerta, vacilo. El mecánico sacude la cabeza.

– Está vacía. La IMO estipula que tiene que estar dotada dos veces por hora pero no tenemos ningún radiotelegrafista a bordo. En su lugar, dejan el HF sintonizado en los 2182 kiloherzios, la frecuencia internacional de emergencia, y la conectan a una alarma que se dispara si llegan llamadas de socorro.

La llave de Jakkelsen no puede abrir la puerta. Me entran ganas de gritar.

– Tengo que entrar -digo.

El mecánico se encoge de hombros.

– Nos lo debes a los dos -insisto.

Duda un último segundo. Entonces pone con cuidado las dos manos en el tirador y empuja la puerta, abriéndola. No ha astillado la madera, únicamente ha provocado una rascadura al hundir el pestillo en el marco de acero.

La sala es muy pequeña, llena a rebosar de equipamiento. Hay un pequeño VHF, una emisora de onda larga del tamaño de una nevera, una caja de un tipo que no había visto en mi vida con una llave Morse incorporada. Una mesa, sillas, un teléfono, un telefax, una máquina de café, azúcar y vasos de plástico. En la pared, un reloj sobre cuya esfera han pegado unos triángulos de papel de diversos colores, un teléfono móvil, un calendario, certificados de los equipos en estrechos marcos de acero, una licencia que acredita a Sonne como radiotelegrafista. Sobre el escritorio, un magnetófono atornillado en la mesa, diversos manuales, el libro de transmisiones abierto.