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Apunto el número en un trozo de papel.

– Es de Ravn -le digo.

Se queda paralizado. Lo cojo por el brazo mientras pienso que ésta será la última vez en mi vida que lo toque.

Se sienta en la silla y se convierte en otra persona. Tal como ocurrió en su cocina, sus movimientos se hacen rápidos, precisos y protectores. Da unos golpecitos a la esfera del reloj.

– Los triángulos indican las horas fijadas internacionalmente en las que los canales deben quedar libres para las señales de socorro. Si las sobrepasamos, la alarma se pondrá en marcha. Para el HF es desde la hora y media, hasta pasados tres minutos, y desde en punto, hasta pasados otros tres. Disponemos de diez minutos.

Me da un auricular y él se queda con el teléfono auricular. Me siento a su lado.

– Es imposible con este tiempo y con la distancia que hay hasta la costa -dice.

Lo primero que hace, lo entiendo, aunque no hubiera sido capaz de hacerlo yo misma.

Elige la potencia máxima de salida de 200 watios. De esta manera, el transmisor corre el riesgo de cubrir su propia señal pero el tiempo nublado y la distancia hasta la costa lo exigen.

Se oye el crujido del espacio vacío y entonces una voz.

– This is Sisimut. What can we do for you?

El mecánico elige emitir por onda portadora. El transmisor dispone de indicación analógica y ajuste automático. De este modo, siempre se ajustará según la onda portadora mientras que la conversación será transmitida por una banda lateral. Es el método más eficaz y tal vez el único posible en una noche como ésta.

Poco antes de que logre sintonizar, el receptor capta una estación canadiense que emite música clásica a través de la red de onda corta. Durante unos breves instantes no soy capaz de ver la sala que me rodea por la cantidad de recuerdos de mi infancia que me sobrevienen. Es Victor Halkenhvad cantando Gurrelieder. Entonces vuelve Sisimut.

El mecánico no solicita Lyngby Radio, solicita Reykjavik. Cuando la estación contesta, pide por Torshavn.

– ¿Qué está pasando aquí? -le pregunto.

Cubre el micrófono con la mano.

– Todas las estaciones mayores disponen de un radiogoniómetro direccional automático que se acopla cuando reciben una llamada. Registran los costes de las conversaciones bajo el nombre del barco que tú les indicas. En caso de darles un nombre falso, pueden localizar la posición del barco. De este modo, una conversación siempre podrá ser relacionada con unas coordenadas. Estoy corriendo una co-cortina de humo. Por cada nueva estación, se hace más y más difícil rastrear la llamada. A la cuarta, deja de ser posible.

Le ponen con Lyngby Radio. Les dice que está llamando desde el Candy 2 y da el número de Ravn. Me mira a los ojos. Ambos sabemos que si yo exijo otro procedimiento, una llamada directa que posibilitara que Ravn llegara a descubrir la posición del Kronos, entonces él interrumpiría la llamada. No digo nada. A estas alturas, ya le he presionado mucho. Y todavía no hemos terminado.

Exige una security-line, una línea que no pueda ser intervenida. Muy lejos de aquí, en otra parte del universo, suena el teléfono. La señal es débil e intermitente.

– ¿Qué hay a nuestro alrededor, Smila?

Intento recordar la noche y el tiempo que hace.

– Nubes de cristales de hielo.

– Es lo peor que hay. Los rayos de HF se arquean siguiendo la curvatura de la atmósfera. Cuando el cielo está nublado o está nevado, éstos pueden ser atrapados en un espacio reflector.

El teléfono suena, monótono y sin vida. Me doy por vencida. La desesperación es una insensibilidad que emana del estómago.

Entonces alguien coge el teléfono.

– ¿Sí?

La voz suena cercana, totalmente nítida pero soñolienta. Deben de ser, más o menos, las cinco de la mañana en Dinamarca.

Lo veo ante mis ojos. Tal como aparecía en las fotos que estaban en la cartera de Ravn. De pelo cano, en un traje de lana.

– ¿Podría hablar con el señor Ravn?

Cuando deja el auricular, oigo a un niño llorar muy cerca. Debe de haber estado durmiendo junto a él. Tal vez en la misma cama, entre los dos.

– Aquí Ravn.

– Soy yo -digo.

– Tendrá que ser en otra ocasión.

Como su voz se oye con tanta nitidez, también el rechazo es muy claro. No sé lo que ha ocurrido. Y ahora he ido demasiado lejos para meditar sobre ello.

– Es demasiado tarde -le digo-. Quiero hablar de lo que ocurre en los tejados. En Singapur y en el barrio de Christianshavn.

No me contesta. Pero sigue al teléfono.

Es imposible visualizarlo como persona privada. ¿Qué se pone para dormir? ¿Qué aspecto tiene en este momento, en la cama, al lado de su nieto?

– Tenemos que imaginarnos que es por la tarde, a una hora avanzada -le digo-. El niño vuelve solo de la guardería. Es el único al que no pasan a recoger cada día. Camina como lo suelen hacer los niños, dando tumbos, saltando, con la mirada fija en el suelo, prestando atención sólo a lo que le rodea en ese momento. Tal como anda su nieto, Ravn.

Puedo oír su respiración, tan nítidamente como si estuviera en la misma habitación que nosotros.

El mecánico se ha apartado un auricular de una oreja para, simultáneamente, poder seguir la conversación y escuchar si se acerca alguien por el pasillo.

– Por esta razón no ve al hombre hasta que no está justo a su lado. Ha estado esperando en el coche. No hay ventanas que dan al aparcamiento. Está casi oscuro. Estamos a mediados de diciembre. El hombre agarra al niño. No lo hace por el brazo, sino por la ropa, por el peto de los pantalones impermeables que no pueden romperse y en los que no puede dejar marcas. Pero ha calculado mal. El niño lo ha reconocido enseguida. Han pasado varias semanas juntos. Y no es por eso por lo que el niño se acuerda de él. Lo recuerda por uno de los últimos días. El día en que vio a su padre morir. Tal vez viera cómo el hombre obligaba a los buzos a volver a sumergirse en el agua, después de que uno de ellos falleciera. En un momento en que todavía no habían entendido que algo andaba mal. O, tal vez, sencillamente sea la experiencia de la muerte lo que el niño ha asociado con este hombre. En todo caso, no ve a un hombre ante sí. Ve una amenaza. De la manera que sólo los niños son capaces de experimentar las amenazas. Violentamente. Y primero se queda paralizado. Todos los niños se quedan paralizados.

– Son conjeturas -dice Ravn.

La comunicación ha empeorado. Por un momento, estoy a punto de perder el hilo de mi discurso.

– También el niño que está a su lado -prosigo-. Él también se quedaría paralizado. Es justo en este punto donde el hombre se ha equivocado. El niño que tiene delante parece muy pequeño. Se inclina hacia él. Es como un muñeco. Quiere meterlo en el coche. Lo suelta un instante. Éste es su error, pues no ha previsto la capacidad de reacción del niño. De repente, éste echa a correr. El suelo está cubierto de nieve apisonada. Por eso el hombre no le alcanza. No está acostumbrado a correr sobre la nieve. El niño sí.

Ahora prestan atención, a mi lado y a través de distancias infinitas. No es a mí a quien escuchan. Es el miedo el que nos une, el miedo del niño que todos llevamos dentro.

– El niño corre junto al bloque de pisos. El hombre corre hasta la calzada, cortándole el paso. El niño llega hasta los almacenes. El hombre le sigue, resbalando, tambaleándose. Pero ya más tranquilo. No hay escapatoria. El niño se da la vuelta hacia él. El hombre se relaja ahora completamente. El niño mira a su alrededor. Ha dejado de pensar. Pero en su interior, sigue trabajando un motor que seguirá funcionando hasta que se agoten todas sus fuerzas. Es ese motor lo que el hombre no había previsto. De repente, el niño está subiendo por los andamios. El hombre lo sigue. El niño sabe que lo que tiene detrás es el terror personificado. Sabe que va a morir. Este sentimiento es más fuerte que su miedo a las alturas. Sigue subiendo hasta llegar al tejado. Y allí, se pone a correr hacia adelante. El hombre se detiene. Tal vez lo haya querido así desde el principio, tal vez se le acabe de ocurrir la idea en ese mismo instante, tal vez no tome conciencia de sus propias intenciones hasta este momento. De la posibilidad de eliminar a alguien a través de una amenaza. Para así evitar que el niño alguna vez pueda contar lo que vio en una cueva de un glaciar en algún lugar del estrecho de Davis.