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– ¡Sólo son conjeturas!

Su voz es un susurro.

– El hombre se adelanta hacia el niño. Ve cómo corre a lo largo del alerón, buscando alguna manera de bajar. Los niños no tienen sentido de la orientación, no tienen una visión general de las cosas; probablemente el niño ni siquiera sabe dónde está, únicamente es capaz de ver unos metros más allá de donde se encuentra. En el borde de la nieve, el hombre se detiene. No quiere dejar huellas. Prefiere que no llegue a ser necesario.

La comunicación se ha interrumpido. El mecánico vuelve a sintonizar. La comunicación vuelve.

– El hombre espera. Es como si esta espera contuviera mucha confianza. Como si supiera que basta con su presencia. Su silueta recortada en el cielo. Como en Singapur. ¿Fue suficiente entonces, Ravn? ¿O acaso la empujó porque ella era mayor y serena y menos perturbable que el niño, porque podía acercarse a ella sin que hubiera nieve que pudiera atrapar sus huellas?

El sonido es tan claro que, por un momento, creo que proviene del mecánico. Pero él está callado.

Vuelve, atormentado, proviene de Ravn.

Le hablo en voz baja.

– Mire al niño, Ravn, al niño que está a su lado. Éste es el niño sobre el tejado, Toerk está detrás de él, una silueta. Podría detenerle y, sin embargo, no lo hace. Lo empuja hacia delante, como entonces lo hizo con la mujer sobre el tejado. ¿Quién era ella, qué hizo él?

Desaparece y vuelve, muy lejano.

– ¡Tengo que saberlo, Ravn! ¡Ella se llamaba Ravn!

El mecánico me tapa la boca con su mano. La palma de la mano está fría como el hielo. Debo de haber gritado.

– … era…

Su voz se pierde.

Agarro el aparato y lo sacudo. El mecánico me aparta. En ese momento vuelve la voz de Ravn, nítida, clara, despojada de todo sentimiento.

– Mi hija. Él la empujó. ¿Está contenta, señorita Smila?

– La fotografía -digo-, ¿fue ella quien tomó la fotografía de Toerk? ¿Estaba en la policía?

Dice algo. A la vez, su voz es arrastrada hacia atrás, a través de un túnel de ruido y desaparece. La conexión se ha roto.

El mecánico apaga la luz del techo. A la tenue luz de los paneles de los instrumentos, su rostro está blanco y tenso. Lentamente se despoja de los auriculares y los cuelga en su sitio. Estoy sudando como si hubiera estado corriendo.

– Supongo que la declaración de un niño no tendría validez en un juicio.

– Ante un jurado hubiera sido un agravante -digo.

No continúa el hilo de sus pensamientos y tampoco lo necesita. Pensamos lo mismo. A veces, había algo en la mirada de Isaías, una sabiduría más vieja que su edad, más vieja que la edad de cualquiera, un profundo conocimiento del mundo de los adultos. Toerk se encontró con esa mirada. Hay otro tipo de acusaciones distintas a las que se formulan ante un tribunal.

– ¿Qué hacemos con la puerta? -pregunto.

Apoya una mano en el marco de acero y lo dobla ligeramente hasta que recupera su forma.

Me ha acompañado hasta la enfermería por la escalera exterior. Una vez allí, permanece unos instantes en la puerta.

Me doy la vuelta, dándole la espalda. El dolor del cuerpo es tan fino y tibio en comparación con el del alma.

Separa los dedos y se mira las manos.

– Cuando hayamos terminado -dice-, lo mataré.

Nada en el mundo podría tentarme a pasar una noche, ni siquiera una noche tan corta y desconsolada como la que tengo por delante, sobre una camilla. Deshago la ropa de cama, saco los cojines de los sillones y me echo a dormir delante de la puerta. Si alguien quiere entrar, antes tendrá que empujarme.

No hay nadie que quiera entrar. Primero disfruto de unas horas de sueño inconsciente, luego, el casco choca contra algo y en cubierta resuenan varios pasos. También creo que el ancla ha crujido, quizás el Kronos haya atracado en el borde del hielo. Estoy demasiado cansada como para levantarme. En algún lugar cercano, en medio de la oscuridad, está Gela Alta.

2

Ciertos tipos de sueño son peores que el insomnio. Tras las últimas dos horas me despierto más tensa, más ruinosa físicamente que si me hubiera mantenido despierta. Fuera está oscuro.

Hago una lista en mi cabeza. ¿A quién, me pregunto a mí misma, podría reclutar?, ¿quién se pondría de mi lado? No es una expresión de esperanza. Más bien resulta que la mente no puede detenerse. Mientras se siga con vida, la conciencia seguirá buscando posibilidades para sobrevivir. Como si dentro de uno mismo hubiera otra persona más ingenua pero también más perseverante que uno mismo.

Abandono la lista. La tripulación del Kronos puede dividirse entre aquellos que ya tengo en mi contra y aquellos que, al fin y al cabo, pronto tendré en mi contra. No he incluido al mecánico. Intento no pensar en él.

Cuando me traen el desayuno, estoy tendida en la camilla. Alguien busca el interruptor y yo le pido a ese alguien que, por favor, no encienda la luz. Deja la bandeja al lado de la puerta y se va. Era Maurice. En la oscuridad no puede haber visto el cristal roto.

Me obligo a comer un poco. Alguien se sienta al otro lado de la puerta. De vez en cuando oigo una silla que choca contra la puerta. Al rato, se pone en marcha el motor auxiliar y los grandes generadores. Diez minutos más tarde, empiezan a descargar en el castillo de popa. No puedo ver qué descargan. Las ventanas de la enfermería dan a babor.

Comienza el día. Es como si el alba no trajera luz consigo, sino una sustancia física, como penachos de humo deslizándose por delante de los cristales.

No se ve la isla desde este ángulo, pero se percibe el hielo. El Kronos está amarrado a popa. El borde del hielo está a unos setenta y cinco metros. Puedo ver cómo llevan una de las amarras hasta un anclaje de hielo amontonado, y la amarran a un montón de sólidos témpanos de hielo.

Izan la lancha motora y la vacían. No hay la suficiente luz para distinguir a las personas o determinar el equipaje. Llegado un momento parece que la lancha ha sido abandonada, amarrada en el borde del hielo.

Me siento como si hubiera recorrido la travesía a pie.

No se le puede exigir a nadie que ande más allá del trayecto completo.

Dentro de los cojines que he utilizado como almohada, está la llave de Jakkelsen. También hay una cajita de plástico azul. Y un paño envuelto alrededor de una pieza de metal. Esperaba que lo descubriría al instante pero no ha venido.

Es un revólver de tambor. Ballester Molina Inûnángitsoq. Fabricado en Nuuk con licencia argentina. Existe una desproporción entre la intención y el diseño. En cierta manera, es fascinante y sorprendente pensar que la maldad pueda tener una forma tan sencilla.

Los rifles son en parte justificables porque se utilizan para cazar. En medio de algunas nevadas, un revólver de cañón largo y de gran calibre puede ser necesario en las ocasiones en que hay que defenderse. Porque tanto un buey almizclero como un oso polar pueden rodear al cazador y atacarle por la espalda. Tan rápido, que ni siquiera hay tiempo para girar un rifle.

Pero no hay excusa para esta arma de cañón recortado.

Las balas están recubiertas de una fina capa de plomo.

La cajita está llena. Lleno el tambor. Tiene capacidad para seis balas. Las introduzco en su sitio.

Me meto el dedo en la garganta. Esto provoca una tos estertórea. Le doy una patada a los cristales que todavía siguen enganchados en la puerta del botiquín, caen al suelo con estrépito. La puerta se abre violentamente y entra Maurice. Me apoyo contra la camilla sosteniendo el revólver con las dos manos.