– Ponte de rodillas -le ordeno.
Maurice empieza a andar hacia mí. Dirijo el cañón hacia abajo apuntando a sus piernas y aprieto el gatillo. No pasa nada. Me he olvidado de quitarle el seguro. Maurice me golpea con el brazo izquierdo, que está sano. El golpe me alcanza en el pecho y me arroja contra el armario. Los cristales rotos me hacen unos cortes en la espalda, produciéndome el dolor frío, característico de las superficies de corte muy afiladas. Me caigo de rodillas. Me da una patada en la cara, el pie me rompe la nariz despojándome momentáneamente de la conciencia. Cuando ésta vuelve, su pie está al lado de mi cabeza, debe de estar de pie justo encima de mí. De mi bolsillo de herramientas en los pantalones de trabajo saco los escalpelos que llevan alrededor el esparadrapo. Me arrastro un poco hacia delante y corto justo por detrás del tobillo. Se oye un pequeño chasquido cuando su tendón de Aquiles se rompe. Cuando retiro el cuchillo, se vislumbra el hueso amarillento en el fondo de la disección. Me alejo de él rodando por el suelo. Intenta pisarme pero se cae hacia delante. Hasta que vuelvo a estar de pie me doy cuenta de que sigo teniendo el revólver en la mano. Se arrodilla sobre una de sus rodillas. Sin prisas, introduce su mano en el forro de la cazadora. Doy unos pasos hacia él y le golpeo en la boca con el cilindro corto del cañón. Cae hacia atrás dándose contra el armario. Ya no me atrevo a acercarme a él. Salgo por la puerta. Su llave sigue en la cerradura. Le doy una vuelta y me alejo.
El pasillo está vacío, pero se perciben movimientos al otro lado de la puerta de la sala de oficiales. La abro un centímetro. Urs está poniendo la mesa. Entro y me coloco al lado de la puerta. Deja una cesta de pan sobre la mesa. En un primer instante no me ve y, entonces, de súbito, se percata de mi presencia.
Quito el tapón de uno de los termos. Me sirvo el líquido en una taza, le añado azúcar, agito, bebo. El café está casi hirviendo, el sabor quemado de los granos junto con el dulzor resulta nauseabundo.
– ¿Por cuánto tiempo permaneceremos aquí, Urs?
Me mira fijamente a la cara. No puedo notar mi propia nariz. Sólo soy capaz de percibir un calor difuso.
– Está bajo arresto, Fräulein Smila.
– Tengo permiso para pasearme por el barco.
No me cree. Espera, con toda su alma, que me vaya. A nadie le gustan los perdedores seguros.
– Drei Tage, tres días. Mañana hay que llevar la comida a tierra. Entonces trabajaremos todos im Schnee, en la nieve.
Será arrastrando la piedra por el deslizadero, lo cual significa que debe encontrarse muy cerca de la costa.
– ¿Quién está en tierra?
– Toerk, Verlaine, der neue Passegier. Mit Flaschen, con botellas.
Primero no lo entiendo. Dibuja con las manos unas botellas de oxígeno en el aire.
Estoy saliendo por la puerta cuando se acerca a mí por detrás. La historia se repite, pues hemos estado así en una ocasión anterior.
– Fräulein Smila…
Él, que nunca se ha atrevido a acercarse, me coge del brazo, con insistencia.
-Sie müssen schlafen. Sie brauchen medizinische * tratamiento…
Retiro mi brazo de un estirón. No he conseguido asustarle. He apelado a su conmiseración.
Estando en la mar, no se suelen, por principio, cerrar las escotillas con llave al abandonar una estancia. Así se facilitan los trabajos de rescate en caso de incendio. Lukas está durmiendo con la puerta abierta. Duerme profundamente. Cierro la puerta detrás de mí y me siento a los pies de la cama. Abre los ojos. Primero están apagados por el sueño, luego se vidrian por el susto.
– Me he dado temporalmente de alta a mí misma -le explico.
Intenta agarrarme. Es más rápido de lo que cabía esperar, si se tiene en cuenta que está tendido de espaldas y que acaba de despertarse. Le muestro el revólver. Continúa el movimiento. Le pongo el revólver delante de la cara y quito el seguro.
– No tengo nada que perder -le digo.
Se relaja.
– Vuelva a la enfermería. El arresto es para su seguridad.
– Sí -le digo-. Con Maurice fuera es verdaderamente tranquilizador. Póngase el abrigo. Vamos a salir a cubierta.
Vacila. Entonces extiende la mano para coger el abrigo.
– Toerk tiene razón. Está enferma.
Tal vez tenga razón. Al menos es cierto que se ha posado una capa de insensibilidad sobre mí que me separa del resto del mundo. Una corteza en la que los nervios están muertos. Me enjuago la nariz en el lavabo. Es un tanto incómodo porque tengo que sujetar el arma en la otra mano y vigilar a Lukas al mismo tiempo. No hay tanta sangre como había creído en un primer momento. Las heridas en la cara siempre parecen más graves de lo que en realidad son.
Él va delante. Cuando subimos la escalera a la cubierta superior, Sonne baja. Me pongo justo detrás de Lukas. Sonne se detiene. Lukas le hace un gesto, ordenándole que se aleje. Vacila, pero entonces se pone en marcha la Escuela Náutica y los años en la Marina de Guerra y, en general, toda su disciplina interior. Da un paso a un lado. Continuamos hacia la cubierta. Hasta la regala. Me alejo unos metros. Lo cual significa que tenemos que gritar para podernos oír. Pero también hace más difícil que pueda llegar a mí.
Tras tantos días en mar abierto, la isla tiene, para mí, una oscura y dolorosa belleza.
Es tan estrecha y alta que se yergue sobre el mar helado como una torre. Sólo en algunos lugares es visible la roca, prácticamente cubierta por el hielo. Desde la cima, con forma de fuente fluye, como desde una cornucopia fría y ártica, el hielo por los bordes, cayendo por las laderas escarpadas. Hacia el Kronos se desliza una lengua en el mar: el glaciar de Barren. Si pudiéramos ver los otros lados, observaríamos unas paredes rocosas verticales, devastadas por los aludes y el derrumbamiento del hielo.
Desde la isla sopla viento del norte, avagnaq. Esta palabra hace que se cristalice otra y, en un primer momento, sólo existe el sonido de la palabra en sí, como dicha por otra persona, aunque sea en mi interior. Pirhirhuq, tiempo de tempestades de nieve. Sacudo la cabeza. No estamos en Tule, el tiempo aquí es otro, mi sistema deteriorado crea imágenes fantasmagóricas.
– ¿Adónde piensa ir luego?
Señala la cubierta, el mar abierto. La lancha motora que está amarrada en el borde del hielo.
– Feel free, señorita Smila.
En este instante en que su cortesía disminuye, me doy cuenta de que nunca ha sido suya. Es de Toerk. Esta, y la justicia a bordo. Lukas no ha sido nunca más que una simple herramienta.
Empieza a alejarse de mí. También él es un perdedor. Él tampoco tiene nada que perder. Dejo que el metal pesado se deslice dentro de mi bolsillo. Antes, en la enfermería, hubiera podido dispararle a Maurice. Tal vez. O, tal vez, conscientemente me abstuve de quitar el seguro.
– Jakkelsen -digo a sus espaldas-. Verlaine lo mató y Toerk envió el telegrama.
Vuelve hacia mí. Se pone de lado, mirando hacia la isla. Así permanece mientras le hablo, sin que cambie la expresión en su rostro. Al rato, grandes aves se dejan caer y planean desde lo alto de los acantilados helados; son albatros migratorios. Él no los ve. Le cuento todo desde el principio. No sé cuánto tiempo transcurre. Cuando termino, el viento se ha calmado. También es como si se hubiera modificado la luz. Sin que sea posible decir a qué se debe exactamente. De vez en cuando, miro hacia la escotilla. No viene nadie.
Lukas ha encendido un cigarrillo detrás de otro. Como si la acción de encenderlo, inhalar y desprenderse del humo tuviera que ser completada cada vez.