Se incorpora y me sonríe.
– Tendrían que haberme hecho caso -dice-. Yo les propuse que le dieran una inyección con un sedante. Hubiera bastado quince miligramos de Apozepam. Les advertí que usted se escaparía. Toerk se opuso a ello.
Vuelve a sonreír. Ahora su sonrisa encierra algo de locura.
– El trabajo me reclama -dice.
Me apoyo contra la regala. En algún lugar, entre los bajos bancos de niebla, donde el hielo se funde con el mar, está Toerk.
Debajo de mí, muy lejos, hay una corona blanca. Son las colillas de Lukas.
No se mueven, no se mezclan entre ellas. Están totalmente quietas. El agua sobre la que flotan sigue siendo negra. Pero ya no es brillante. Está recubierta por una película mate. El mar que rodea el Kronos se está helando. Sobre mi cabeza, el espacio celeste absorbe las nubes, atrayéndolas hacia sí. El aire está calmado. La temperatura ha descendido, como mínimo, diez grados en la última media hora.
Aparentemente, no han tocado nada en mi camarote. Encuentro las botas de agua de caña corta. Meto mis kamiks en una bolsa de plástico.
El espejo me muestra que mi nariz no se ha hinchado mucho. Pero está desplazada, torcida hacia un lado.
Dentro de unos instantes, se sumergirá. Recuerdo el vapor en la foto. El agua debe de estar a unos 11 o 12 °C. Sólo es un ser humano. Muy poca cosa. Lo sé por mí misma. A pesar de todo, una intenta, sin embargo, mantenerse con vida.
Me pongo unos pantalones isotérmicos. Dos jerséis finos de lana, un plumífero. En la caja encuentro una brújula de pulsera y una cantimplora plana. Alguna vez, hace mucho tiempo, debí de haberme preparado para este momento.
Los tres han estado sentados y por eso no los he visto hasta que he llegado a donde estaban. Han sacado el aire del bote de goma, y lo han convertido en una alfombra gris con triángulos amarillos, plana contra la superestructura de popa.
La mujer está sentada en cuclillas. Me muestra el cuchillo.
– Le saqué el aire con este cuchillo -me dice.
Se lo devuelve a Hansen, que se apoya contra los pescantes.
La mujer se levanta y viene hacia mí. Estoy de espaldas a la escala real. Seidenfaden la sigue vacilante.
– Katja -le dice.
Ninguno de ellos lleva ropa de abrigo.
– Quería tenerte en tierra -me dice.
Seidenfaden pone una mano sobre su hombro. Ella se da la vuelta y le da una bofetada. La comisura de los labios le salta y empieza a sangrar. Su cara parece una máscara.
– Le amo -dice ella.
No está dirigido a nadie en especial. Se acerca más.
– Hansen encontró a Maurice -dice, a modo de explicación. Y entonces, sin transición-: ¿Le deseas?
La he visto antes, la zona en la que se confunden los celos y la locura nublando la realidad.
– No -le contesto.
Doy un paso atrás y choco con algo que no cede. Detrás de mí está Urs. Todavía lleva puesto el delantal. Encima, se ha puesto un enorme abrigo de pieles. En la mano tiene una barra de pan. Debe de haberlo sacado recientemente del horno y sacarlo al frío, porque está rodeado de un halo de vapor condensado. La mujer lo ignora. Cuando intenta agarrarme, Urs le pone la barra de pan contra el cuello. La mujer cae sobre el bote de goma quedándose tendida. La quemadura aparece como una película que es revelada, con las marcas del dibujo acanalado del pan.
– ¿Qué quiere que haga? -me pregunta Urs.
Le tiendo el revólver del mecánico.
– ¿Me concede un poco de tiempo? -pregunto.
Urs mira pensativo hacia Hansen.
-Leicht * -me dice.
El puente flotante sigue fuera. En cuanto veo el hielo, sé que he llegado demasiado temprano. Todavía sigue siendo demasiado transparente para soportar mi peso. Al lado hay una silla. Me siento a esperar. Pongo los pies sobre la caja de cables. Una vez estuvo Jakkelsen sentado aquí. Y también Hansen. En un barco te cruzas con tus propios pasos constantemente.
Está nevando. En grandes copos, qanik, como la nieve sobre la tumba de Isaías. El hielo está todavía tan caliente que los copos se derriten al caer sobre él. Cuando ahora los observo fijamente, parece que no caigan sino que broten del mar levantándose hacia el cielo para depositarse, finalmente, en la cima de la torre rocosa que tengo ante mis ojos. Primero, como copos de nieve hexagonales recién formados, luego, como copos deshechos que nacieron hace cuarenta y ocho horas, con los contornos desdibujados. En el décimo día se convertirán en un cristal granulado. Después de dos meses, el copo es compacto. Transcurridos dos años, se encontrará en la fase transitoria entre la nieve y la nieve eterna. Pasados tres años se convierte en névé. Cuatro años más y pasarán a ser un enorme y compacto cristal glacial.
No podrá existir más de tres años en Gela Alta. A partir de entonces, el glaciar lo expulsará al mar. Desde donde, algún día, se elevará como nieve recién formada.
Ahora el hielo tiene un tono grisáceo. Doy un paso y lo piso. No está del todo bien. No hay nada que lo esté ya.
Me mantengo al abrigo de la borda del Kronos mientras todavía es posible. Pero llega un momento en que el hielo es tan fino que me veo obligada a modificar el rumbo. Probablemente no puedan verme. Ha empezado a oscurecer. La luz se aleja sin haber estado verdaderamente presente a lo largo de la jornada. Los últimos diez metros me veo obligada a arrastrarme boca abajo. Deposito la colcha de la cama sobre el hielo y tomo impulso hacia delante.
La lancha motora está amarrada en el borde del hielo. Está vacía. Hay trescientos metros hasta la orilla. Aquí se ha formado una especie de escalera, donde la parte sumergida del glaciar se ha derretido y se ha vuelto a helar varias veces.
Lo que se hace más notable es el olor a tierra. Después de tanto tiempo en el mar, la isla huele como un jardín. Escarbo en la nieve, apartándola. La capa es de cuarenta centímetros. Debajo hay restos de líquenes, de sauces árticos.
Había una capa fina de nieve cuando llegaron, sus huellas son muy nítidas. Han traído dos trineos consigo. El mecánico ha tirado de uno y Toerk y Verlaine del otro.
Han subido por la ladera con el fin de evitar los puertos escarpados donde el hielo se une con el mar. Aquí la nieve suelta tiene una profundidad de medio metro. Se han ido turnando para apisonar una senda.
Me pongo los kamiks. Fijo la mirada en la nieve y me concentro sencillamente en seguir andando. Es como si volviera a ser niña. Tenemos que llegar a alguna parte, no recuerdo adónde, el viaje ha sido largo, tal vez de varios sinik. Empiezo a tropezar, ya no formo un todo con mis pies, andan por sí solos, fatigados, como si cada paso que dieran fuera una tarea cumplida. En algún rincón del sistema crece la tentación, la necesidad de rendirse, de sentarse y dormir.
De repente, mi madre está detrás de mí. Ella lo sabe, lo ha sabido desde hace un tiempo. Me habla, ella, que normalmente es de pocas palabras; me da un cachete, en parte violento, en parte cariñoso. ¿Qué viento es, Smila? Es el kanangnaq. No es cierto, Smila, estás dormida. No lo estoy, ni hablar, porque el viento es débil y húmedo. El hielo empieza a romperse. Háblale con respeto a tu madre, Smila. Los malos modales debes de haberlos aprendido de qallunaaq.
Así proseguimos un tiempo y yo vuelvo a estar despierta. Sé que tenemos que llegar, hace ya mucho tiempo que peso demasiado para que me pueda llevar a sus espaldas.
He cumplido los treinta y siete años. Cincuenta años atrás esta edad representaba la edad máxima que se podía alcanzar en Tule. Pero, sin embargo, no he madurado, todavía no soy una adulta. Nunca he logrado acostumbrarme a andar sola. En algún lugar, en lo más recóndito de mi ser, sigo esperando que alguien me alcance y me dé un pequeño cachete. Mi madre. Moritz. Una fuerza externa.