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– ¿Cómo se explica que todavía no se haya extendido al resto de la tierra?

Recoge algunos rollos de cuerda, levanta una bolsa, se coloca una lámpara frontal en la frente. Su sensación del tiempo ha vuelto.

– Hay dos respuestas a esa pregunta. Una de ellas es que su desarrollo en los mamíferos es lento. A pesar de que es llevada al mar desde este lago y, tal vez desde otros lugares de esta isla, se ve obligada a esperar a que pase alguna foca que pueda transportarla. Si es que sigue viva cuando la foca pase por allí. Una de las respuestas es, que todavía ha habido pocas personas en esta isla. Hasta que se encuentra con un ser humano las cosas no se precipitan.

Él va delante. Sé que debo seguirle. Me quedo por allí un instante más. Cuando él abandona una estancia, te sobreviene el desvalimiento. Verlaine me mira.

– En los tiempos en que estuvimos trabajando para Khum Na -dice- llegaron doce agentes de policía. La única que logró escapar era una mujer. Las mujeres son alimañas.

– ¿Ravn -digo-, Nathalie Ravn?

Asiente con la cabeza.

– Llegó en calidad de enfermera inglesa. Hablaba el inglés y el thai sin acento. Por aquel entonces estábamos en guerra con Laos, Camboya y, finalmente también, con Birmania, con el apoyo de Estados Unidos. Hubo muchos heridos.

Sostiene la cápsula de Petri entre el dedo pulgar y el índice y la acerca a mi cara. Instintivamente el cuerpo quiere alejarse del gusano. Debe ser mi testarudez la que me mantiene firme.

– Cuando atraviesa la piel, expone su útero vaciando un líquido blanco que contiene millones de larvas. Lo he visto con mis propios ojos.

El asco tuerce la expresión de su cara.

– Las hembras son mucho más grandes que los machos. Se abren camino a través de la carne. Seguimos su trayecto por el ecógrafo. Loyen las había inoculado en los cuerpos de dos groenlandeses que tenían el SIDA. Se los había llevado a Dinamarca y los había ingresado en uno de esos pequeños hospitales privados en los que no preguntan nada salvo el número de cuenta. Pudimos observar todo el desarrollo, cómo llegaba hasta el corazón y cómo allí se vaciaba, incluyendo el útero. Toda hembra es así, también las humanas, sobre todo las humanas.

Devuelve con cuidado la cápsula de Petri a su sitio.

– Por lo que veo -digo- es usted un gran conocedor de las mujeres, Verlaine. ¿Qué más hacía en Chiang Rai?

El cumplido no le deja indiferente. Por eso contesta.

– Soy técnico de laboratorio. Transformábamos heroína. Cuando llegó la mujer, los tres países habían enviado sus ejércitos contra nosotros. Entonces, Khum Na apareció ante las cámaras de televisión y dijo: «El año pasado introdujimos novecientas toneladas en el mercado. El año que viene introduciremos mil trescientas. El siguiente, dos mil toneladas. Y así proseguiremos hasta que hayáis retirado vuestros soldados». El mismo día en que lo dijo, terminó la guerra.

Ya estoy saliendo por la puerta cuando vuelve a hablar.

– Es el hombre el que es un parásito. El gusano es la herramienta de los dioses. Como la amapola.

3

Toerk me está esperando. Cuando llegamos al fondo, hemos descendido alrededor de unos veinte metros. Este túnel corre en horizontal, tiene un apuntalamiento de hormigón tosco y cuadrado. Acaba en un vacío negro. Toerk va delante. Nos detenemos ante un abismo.

A nuestros pies hay una caída de veinticinco metros hasta el fondo de la cueva. Desde allí abajo se yerguen unas estalactitas de hielo desde el suelo hacia arriba, hacia nosotros, brillantes, con los colores del arco iris.

Rompe un trozo de hielo y lo lanza al vacío. El abismo se convierte en círculos y, posteriormente, en neblina, dejando entonces de existir. Es el techo de la cueva que hemos visto reflejado en un lago de agua que tenemos justo delante de nuestros pies. Tan estancada que nunca podría encontrarse sobre la superficie de la Tierra. Incluso ahora cuando es atravesado por unas ondas, los ojos no quieren entender que es agua. Lentamente se va calmando y restableciendo su mundo subterráneo.

Los modelos de crecimiento y las descripciones de cristales de los carámbanos se encuentran expuestos por Hatakeyama y Nemoto en la revista Geophysical Magazine, 28, 1958. Por Knight, en 1980, en la revista Journal of Crystal Growth, 49. Por Maeno y Takahashy en «Studies on Icicles», Low Temperature Science, A, 43, 1984. Pero el modelo hasta la fecha más aplicable fue propuesto por mí y por Lasse Makkonen del Laboratory of Structural Engineering en Espoo, Finlandia. Este modelo demuestra que un carámbano crece como un tubo, un hueco de hielo que se cierra alrededor de agua en estado líquido. Que la masa del carámbano puede expresarse sencillamente mediante

donde D es el diámetro, L la longitud, pα la densidad del hielo y la letra π como numerador se ha obtenido naturalmente tras haber supuesto una gota hemisférica cuyo diámetro está fijado en 4,9 milímetros.

Establecimos nuestra fórmula a raíz del miedo al hielo. En un momento en el que se habían producido una serie de accidentes con carámbanos que, en Japón, cayeron del techo de un túnel atravesando algunos vagones de tren. Por encima de nuestras cabezas cuelgan enormes carámbanos en una cantidad que yo jamás había visto hasta entonces. Instintivamente intento recular, pero percibo a Toerk y abandono el intento.

La estancia es una iglesia. Sobre nuestras cabezas se alza una bóveda que debe tener una altura de unos quince metros, y que debe llegar prácticamente hasta la superficie del glaciar. En los bordes de la cúpula hay secciones de rotura donde ha debido derrumbarse y donde el hielo ha cubierto el suelo llenando la gruta y volviendo a fundirse.

En las temporadas en que Moritz estaba fuera, cuando no teníamos dinero para comprar petróleo o en cortos períodos de desabastecimiento en los que el barco no había llegado, mi madre solía poner velas de parafina sobre un espejo. Incluso con pocas velas, el efecto del reflejo era abrumador. El mismo caso se da con el cono del espejo frontal de Toerk. Lo mantiene quieto para darme tiempo y la luz es atrapada por el hielo, aumentada y arrojada hacia arriba como una lluvia ascendente de rayos.

Las largas lanzas de hielo parecen flotar en el aire. Centelleantes como prismas gotean desde el techo estirándose hacia el suelo. Tal vez haya diez mil, tal vez más. Algunas de ellas están conectadas entre sí, como arquivoltas colgantes de catedrales góticas; otras son pequeñas y apretadas, como acerillos de cristales de roca.

Debajo de ellas está el lago. Tiene tal vez treinta metros de diámetro. En su centro yace la piedra. Negra, inmóvil. El agua a su alrededor es ligeramente lechosa, formada de burbujas disueltas en el hielo del glaciar. La estancia carece de aroma alguno, salvo el que proviene del ligero quemazón del hielo en la garganta. Los únicos sonidos que se aprecian provienen de las gotas que caen. Con largos intervalos de tiempo. El techo se encuentra a una distancia de la piedra donde existe el equilibrio. Dentro de la estancia sólo una ínfima parte se hiela y se funde. La transformación de agua es mínima. El lugar está yerto. Si no hubiera sido por el calor. Es exactamente igual al calor del iglú de mi infancia. El frío que irradia desde las paredes, hace que parezca acogedora. A pesar de que la temperatura está entre los 0 y los 5 °C.

A nuestro lado está parte del equipaje. Botellas de oxígeno, trajes, aletas, arpones, la caja con explosivos plásticos. Cuerdas, linternas, herramientas. No hay nadie más que nosotros. En una ocasión el hielo se mueve chirriando, como si alguien estuviera moviendo un mueble pesado en una habitación contigua. Pero no hay habitaciones contiguas. Sólo hay hielo, compacto, macizo.

– ¿Cómo sacaréis la piedra?

– Volaremos un túnel -dice.

Se podrá hacer. Tal vez su longitud tenga que ser de cien metros. Pero no tendrán que apuntalarlo. Y la piedra rodará por sí misma a través del túnel si éste tiene la inclinación adecuada. Seidenfaden se hará cargo. Katja Claussen le obligará. Y Toerk les obligará a ella y al mecánico. Es tal como he experimentado el mundo desde que abandoné Groenlandia. Como cadenas de coacciones.