El agente debería preguntarme quién soy y tomar nota de mi nombre y de mi dirección y, a grandes rasgos, preparar así el camino para aquel de sus colegas que pronto tendrá la obligación de llamar a todas las puertas. Pero es un hombre joven con una expresión enfermiza en sus ojos. Trata de no posar su mirada directamente sobre Isaías. Tras asegurarse de que yo no tengo intención de saltarme el cordón de seguridad que rodea el cuerpo del niño, permite que me quede.
Podía haber acordonado un espacio mayor. Pero nada hubiera cambiado. Los almacenes portuarios están siendo parcialmente reconstruidos. Los hombres y las máquinas han aplanado la nieve con tanto ímpetu que parece un suelo de terrazo.
Incluso en la muerte, hay algo distante en Isaías, como si no quisiera saber nada de la compasión de nadie.
En lo alto, fuera del halo de luz del proyector, se percibe un caballete. El almacén es alto, debe de ser tan alto como un edificio de viviendas de siete u ocho plantas. Están reconstruyendo la casa contigua. Hay un andamio en el muro que da al Strandboulevard. Allí me dirijo mientras la ambulancia se abre camino lentamente por el puente y luego se adentra entre los edificios.
El andamio cubre el muro hasta el tejado. La última escalera está bajada. La construcción parece hacerse más frágil a medida que voy subiendo.
Están construyendo un nuevo tejado. Sobre él, se yerguen las traviesas triangulares, cubiertas con lonas. Cubren la mitad de la longitud del edificio. La otra mitad, la que da al puerto, es una superficie cubierta por la nieve. En ella, se ven las huellas de Isaías.
En el borde de la nieve hay un hombre sentado en cuclillas abrazándose las piernas, meciéndose hacia delante y hacia atrás.
Incluso encorvado, el mecánico da la sensación de ser un hombre corpulento. Y hasta en esa postura de total abandono parece retraído.
¡Hay tanta luz! Hace unos años, midieron la luz en Siorapaluk. Desde diciembre hasta febrero, el sol está ausente tres meses. Una se imagina una noche eterna. Pero están la luna y las estrellas y, de vez en cuando, la aurora boreal. Y la nieve. Registraron la misma cantidad de luz que a las afueras de Skanderborg. Así es como yo misma recuerdo mi infancia. Siempre jugábamos fuera de casa y siempre había luz. Entonces la luz era algo obvio. ¡Hay tantas cosas que son obvias para un niño! Con el tiempo, una empieza a extrañarse.
De todos modos, me sorprende lo luminoso que está el tejado ante mis ojos. Como si siempre hubiera sido la nieve, que se extiende en una capa de quizá diez centímetros, la que creara la luz de los días de invierno y como si siguiera llameando en un centelleo puntual, como pequeñas perlas resplandecientes.
En el suelo, la nieve se derrite un poco, incluso durante las peores heladas, por el calor de la ciudad. Pero aquí arriba, la nieve está suelta, tal como cayó. Sólo Isaías la ha pisado.
Incluso cuando no hace calor, cuando no ha caído nieve nueva, cuando no hace viento; incluso entonces, la nieve cambia. Como si respirara, como si se condensara y se levantara y se hundiera y se descompusiera.
Él siempre llevaba zapatillas de deporte, también en invierno, y de ese calzado son las huellas. La suela gastada de sus zapatillas de baloncesto con su dibujo de círculos concéntricos, apenas apreciable en el enfranque, la parte sobre la que el jugador debe hacer sus giros y piruetas.
Salió a la nieve en el lugar en el que ahora estamos. Las huellas se dirigen hacia el alero en diagonal y continúan a lo largo del tejado, tal vez unos diez metros. Allí se detienen para, a continuación, proseguir hacia la esquina y la fachada del edificio. Desde allí, bordean el alero a unos cincuenta centímetros, hasta llegar a la esquina que da al almacén contiguo. Allí parece haber retrocedido quizás unos tres metros hacia el centro, para poder coger impulso. Entonces, las huellas llegan hasta el borde desde donde ha saltado.
El otro tejado es de tejas negras vitrificadas y, hacia el canalón, se quiebra en un ángulo tan abrupto que la nieve se ha desprendido. No hay nada a qué agarrarse. De hecho, podía haber saltado directamente al vacío, el resultado hubiera sido el mismo.
Aparte de las huellas de Isaías, no se ve nada más. Nadie más ha pisado la superficie nevada.
– Lo encontré yo -dice el mecánico.
Nunca me resultará fácil ver llorar a un hombre. Quizá porque sé lo fatal que resulta para su autoestima. Quizá porque es tan insólito para ellos que siempre acaba transportándoles a su infancia. El mecánico se encuentra en la fase en la que ya ha desistido secarse las lágrimas, su rostro es una máscara de mucosidades.
– Viene gente -le comunico.
Los dos hombres que asoman por el tejado no parecen alegrarse al vernos.
Uno de ellos sube cargado con un equipo fotográfico y apenas le queda aliento. El otro me recuerda un poco a una uña. Plana y dura y siempre en estado de irritación impaciente.
– ¿Quiénes son ustedes?
– La vecina de arriba -contesto-. Y éste es el vecino de abajo.
– ¿Podrían ser tan amables de bajar de ahí?
Entonces ve las pisadas y nos ignora.
El fotógrafo toma las primeras fotos con una gran cámara Polaroid provista de flash.
– Sólo las huellas del difunto -le dice la Uña. Habla como si ya estuviera elaborando su informe en la cabeza- La madre estaba ebria. Por eso el niño jugaba aquí arriba.
Ahora vuelve a mirarnos.
– Tienen que bajar ahora mismo.
En este momento no consigo ver nada claro, y en mi mente reina la confusión. Mi confusión es tan grande que podría repartirla. Por eso me quedo allí.
– Una forma un tanto rara de jugar, ¿no le parece?
Seguramente habrá gente que piense que soy una presuntuosa. En cierto modo lo soy y no pienso negarlo. Y puedo tener mis razones para serlo. De todos modos, es mi vestimenta la que le obliga a escucharme. Mi chaqueta de casimir, el gorro de pieles, los guantes. Sin duda tiene ganas y derecho de mandarme que descienda. Pero se da cuenta de que parezco una dama. Y no suele encontrarse con muchas damas en los tejados de Copenhague.
Por eso duda un instante.
– En este caso, ¿cómo hay que jugar?
– Cuando tú tenías su edad -le digo- y tu madre y tu padre no habían vuelto todavía a casa desde las minas de carbón y corrías solo jugando por los tejados de las barracas de los sin casa, ¿corrías entonces en línea recta a lo largo del alero del tejado?
Se lo piensa.
– Yo me crié jugando en Jutlandia -dice entonces, sin apartar su mirada.
Entonces se gira hacia su compañero.
– Necesitamos subir unos cuantos focos. ¿Serías tan amable, ya que bajas, de acompañar a estos señores?
Para mí, la soledad es como para otros la bendición de la Iglesia. Es como la luz de la gracia de Dios iluminándome. Nunca cierro la puerta detrás de mí sin tener clara conciencia de estar realizando un acto de caridad conmigo misma. Cantor ilustró el concepto de infinito para sus alumnos contando un cuento: había una vez un hombre que tenía un hotel con un número infinito de habitaciones y el hotel estaba completo. Entonces llegó un huésped más. El dueño del hotel trasladó al huésped de la habitación número 1 a la número 2; al de la número 2, a la 3; al de la 4, a la 5; y así sucesivamente. De esta manera, la habitación número 1 quedó libre para el nuevo huésped.
Lo que de verdad me satisface de esa historia es que todos los implicados, tanto los huéspedes como el dueño del hotel, consideran del todo legítimo llevar a cabo un número infinito de operaciones con el fin de que un solo huésped pueda gozar de paz y tranquilidad en una habitación sólo para él. Es un gran homenaje a la soledad.
Por lo demás, soy consciente de que he acondicionado mi piso a la manera de una habitación de hotel. Sin borrar la sensación de que quien vive en él únicamente está de paso. En los momentos en que siento la necesidad de explicármelo a mí misma, recuerdo que los miembros de la familia de mi madre, incluida ella misma, eran una especie de nómadas. Considerando esto como excusa, puede decirse que se trata de una explicación un tanto inconsistente.