Выбрать главу

Pero dispongo de dos ventanas que dan al mar. Puedo ver la iglesia de Holmen, el edificio de la Compañía de Seguros Marítimos y el Banco Nacional, cuya fachada de mármol tiene esta noche el mismo color que el hielo del puerto.

He pensado que debo llorar la muerte de Isaías. Ahora ya he hablado con los agentes y le he prestado mi hombro a Juliana y la he acompañado a casa de unos conocidos y he vuelto. Y durante todo este tiempo he mantenido alejado el dolor con la mano izquierda. Ahora me toca a mí ser la infeliz.

Pero todavía no ha llegado el momento. El dolor es un regalo, es algo de lo que debes hacerte merecedora. Me he preparado una taza de té de menta y me he acercado a la ventana. Sin embargo, parece ausentarse, quizá porque todavía hay una pequeña cosa que debo hacer antes, una sola cosa que me falta cumplir, una de aquellas que frenan una secuencia de sentimientos.

Así que me bebo el té, mientras el tráfico sobre el puente de Knippel es cada vez menos denso y se convierte en unas pocas rayas rojas de luces en la noche. Poco a poco, me invade una especie de tranquilidad. Finalmente, a una le basta con poder conciliar el sueño.

3

Fue un día de agosto, un año y medio antes, cuando me encontré a Isaías por primera vez.

Un calor húmedo y tan pesado como el plomo había transformado Copenhague en un centro de incubación de locura instantánea. Vuelvo a casa en autobús, con su ambiente especial de olla a presión, enfundada en un nuevo vestido de lino blanco con un profundo escote en la espalda y una orla de volantes valencianos que me ha llevado mucho tiempo planchar al vapor y darle un porte digno, pero que ahora se ha chafado bajo la depresión generalizada.

Hay gente que, en esa estación del año, se va al sur en busca del calor. Yo nunca he estado más abajo de Koege. Y no pienso ir más al sur hasta que el invierno nuclear haya enfriado toda Europa.

Es uno de esos días en los que una podría preguntar por el sentido de la vida y recibir como contestación que no existe tal sentido. Y en la escalera, en el rellano de abajo, hay algo o alguien revolcándose.

Cuando las primeras remesas de groenlandeses empezaron a llegar a Dinamarca en los años treinta, una de las primeras cosas sobre las que escribieron a sus familiares fue que los daneses eran unos cerdos porque tenían perros en el interior de sus casas. Durante unos instantes estoy convencida de que lo que yace en la escalera es un perro. Entonces me doy cuenta de que es un niño, algo que precisamente en un día así no me parece mucho mejor.

– Lárgate, pequeña mierda -le digo.

Isaías levanta la mirada.

– Peerit -replica él-, lárgate tú.

Son pocos los daneses capaces de notármelo. Creen reconocer algunos rasgos asiáticos, sobre todo en las ocasiones en las que me he coloreado los pómulos. Pero el niño de la escalera me mira directamente con una mirada que se introduce en aquello que él y yo tenemos en común. Es una mirada que puede observarse en los recién nacidos. Después desaparece, y aparece ocasionalmente en gente muy mayor. Puede ser que una de las razones por las que nunca he concebido mi vida con niños cerca sea que he especulado demasiado sobre por qué los hombres pierden la valentía para mirarse directamente a los ojos.

– ¿Me quieres leer algo?

Tengo un libro en la mano. Eso es lo que ha provocado su pregunta.

Podría decirse que parece un elfo de los bosques. Pero como está sucio, como lleva unos pantalones cortos como única prenda y está bañado en sudor, también podría decirse que parece una foca.

– Desaparece -le digo.

– ¿No te gustan los niños?

– Me los como.

Se aparta a un lado.

– Salluvutit, mientes -dice cuando paso junto a él.

En ese mismo instante, percibo dos cosas que, de alguna manera, me encadenarán a él para siempre. Compruebo que está solo. Como quien está en el exilio, siempre lo estará. Y noto que no teme la soledad.

– ¿Qué libro es? -grita detrás de mí.

– Los Elementos de Euclides -le digo pegando un portazo.

De hecho acabó siendo los Elementos de Euclides.

Es el libro que saco esa misma noche, cuando suena el timbre de la puerta y él está allí fuera, todavía en pantalón corto, clavando sus ojos firmemente en mí y yo me aparto para que pueda entrar y él se introduce en mi piso y en mi vida para, en el fondo, ya nunca abandonarla. Entonces son los Elementos de Euclides los que extraigo de mi estantería. Como para echarle, como para hacer constar, en ese mismo instante, que no poseo ningún libro que pueda interesarle a un niño; que él y yo no podemos entendernos ni establecer un puente mediante la lectura de un libro; ni así ni de ninguna otra manera. Como para librarme de algo.

Nos sentamos en el sofá. Se sienta con las piernas cruzadas, en el borde del asiento, tal como solían sentarse los niños en Tule, en Inglefield, durante el verano, en el borde del trineo que hace de catre en la tienda de campaña.

– «Un punto es aquello que es indivisible. Una línea es una longitud sin anchura.»

Éste será el libro que nunca comentará y al que volveremos siempre. A veces lo intento con otros libros. En una ocasión pido prestado el libro infantil Rasmus Klump en el hielo del interior. Con una completa serenidad escucha el repaso de los primeros dibujos. Entonces pone un dedo sobre Rasmus Klump.

– ¿A qué sabe? -pregunta.

– «Un semicírculo es una figura limitada por un diámetro y por la circunferencia cortada por el diámetro.»

Para mí, la lectura atraviesa, esta primera noche de agosto, tres fases.

En primer lugar está la irritación por toda esta situación poco práctica. Después, aquel sentimiento que se apodera de mí siempre que pienso en este libro: la solemnidad. La certeza de que constituye la base, el límite. De que cuando uno intenta abrirse camino hacia atrás, pasando por Lobachevsky y Newton y seguir hacia atrás, tan atrás como sea posible llegar, entonces se acaba en Euclides.

– «Sobre la mayor de dos líneas rectas de longitud desigual…»

En un momento preciso, dejo de ver lo que leo. Sólo existe mi propia voz en el salón y la luz de la puesta de sol, que nos llega desde el puerto Sur. Y luego, ni tan siquiera está la voz, luego sólo existimos yo y el niño. En un momento preciso, me detengo. Y simplemente estamos allí, sentados, mirando al infinito, como si yo tuviera quince años y él dieciséis y hubiéramos llegado a un punto sin retorno. En un momento dado, se levanta silenciosamente y desaparece. Contemplo la puesta de sol que en esta estación dura tres horas. Como si, a pesar de todo, el sol, en el último momento, hubiera encontrado cualidades en el mundo de las que ahora no puede deshacerse sino a regañadientes.

Naturalmente no se dejó asustar por Euclides. Naturalmente era irrelevante lo que le leyera. De hecho, hubiera podido leerle el listín de teléfonos. O el Detection and Classification of Ice, de Lewis y Carrisa. En cualquier caso hubiera venido y se hubiera sentado conmigo en el sofá.

Durante algunos períodos solía aparecer cada día. Y hubo períodos de hasta quince días durante los que sólo lo veía una vez y a lo lejos. Pero solía venir cuando estaba oscureciendo, cuando había finalizado el día y Juliana estaba sin sentido.

De vez en cuando lo metía en la bañera. No le gustaba el agua caliente. Pero con agua fría era imposible que quedara limpio. Lo ponía de pie en la bañera y abría la ducha de teléfono. Nunca protestaba. Hacía ya tiempo que había aprendido a resignarse ante las adversidades. Pero en ningún momento apartaba su mirada, llena de reproche, de mi cara.