4
En mi vida ha habido varios internados. Trabajo a diario en reprimir su recuerdo y, durante largos períodos de tiempo, lo consigo. Sólo se manifiesta algo así como un destello cuando un recuerdo específico logra salir a la luz del día. Como, por ejemplo, aquella sensación tan especial que se respira en los dormitorios. En Stenhoej, cerca de Humlebaek, dormíamos en dos dormitorios, uno para las chicas, otro para los chicos. Por la noche se abrían las ventanas. Y nuestras mantas eran demasiado finas.
En el depósito de cadáveres del distrito de Copenhague, situado en el sótano del Instituto Forense del Hospital del Reino, duermen los muertos, en dormitorios refrigerados a una temperatura levemente superior al punto de congelación; allí les ofrecen un último y frío sueño.
Todo está limpio y es moderno y definitivo. Incluso en la sala de exposición, que está pintada como si se tratara de un salón particular, han colocado un par de lámparas de pie y una planta, en un empeño, por lo demás inútil, de levantar los ánimos.
Una sábana cubre a Isaías. Sobre ella alguien ha depositado un pequeño ramo de flores, como en un intento de acompañar a la pobre planta. Está totalmente cubierto pero es fácil ver que es él, por su cuerpo menudo y su cabeza grande. Los medidores de cráneos franceses se encontraron con enormes problemas en Groenlandia. Partían de una teoría según la cual existía una relación lineal entre la inteligencia de un ser humano y el tamaño de su cráneo. Entre los groenlandeses, a quienes ellos consideraban como una forma de transición entre el hombre y el mono, encontraron los mayores cráneos del mundo.
Un hombre con bata blanca retira la sábana de su cara. Parece intacto, como si toda la sangre y el color hubieran sido cuidadosamente drenados y lo hubieran acostado para que durmiese.
Juliana está de pie a mi lado. Viste de negro y continúa sobria por segundo día consecutivo.
Mientras andamos por el pasillo, la bata blanca nos acompaña.
– ¿Es usted pariente suyo? -sugiere-. ¿Una hermana?
No es más alto que yo, pero es ancho y fornido y con un porte como el de un carnero a punto de embestir.
– Soy el médico -dice. Señala el bolsillo de su bata y descubre que no hay ningún letrero que pueda identificarle- ¡Mierda! -exclama.
Continúo por el pasillo. Está justo detrás de mí.
– Yo también tengo hijos -agrega-. ¿Sabe si fue un médico quien lo encontró?
– Un mecánico -le respondo.
Nos sigue en el ascensor. Siento una necesidad repentina de saber quién ha tocado a Isaías.
– ¿Lo exploró usted?
No me contesta. Quizá no me haya oído. Se apresura a adelantarnos. Cuando ya estamos llegando a la puerta de cristal, saca un trozo de cartulina de uno de sus bolsillos, como un exhibicionista que se abre el abrigo.
– Mi tarjeta. Jean Pierre, como el flautista, Lagermann, como la marca de regalices.
Juliana y yo no nos hemos dirigido la palabra. Pero cuando ya está sentada en el taxi y estoy a punto de cerrar la puerta, se aferra a mi mano.
– Esa Smila -dice, como si hablara de una persona que no estuviera presente- es una dama distinguida. Al cien por cien, para que te enteres.
El coche se aleja y yo me incorporo. Son cerca de las doce del mediodía. Tengo una cita.
Centro de autopsias del reino para Groenlandia reza en la puerta de cristal a la que he llegado, después de pasar por la calle de Federico V, traspasar el edificio Teilum y el Instituto Forense hasta el nuevo anexo del Hospital del Reino, donde he cogido el ascensor, saltándome las plantas en las que se encuentran la Sociedad Médica Groenlandesa, el Centro Polar, el Instituto de Medicina Artica, hasta que he llegado a la quinta planta, que es una azotea.
Esta mañana he llamado a la comisaría, y allí me han pasado a la sección A y he podido hablar con la Uña.
– Puede verlo en el depósito de cadáveres -me dice.
– También quiero hablar con el médico.
– Loyen -dice-. Puede usted hablar con Loyen.
Detrás de la puerta de cristal hay un pasillo corto que lleva hasta un letrero en el que pone profesor y, en letras más pequeñas, J. Loyen. Debajo del letrero hay una puerta y, tras la puerta, un guardarropa. Detrás de éste, un despacho luminoso con dos secretarias bajo unos fotostatos de icebergs en aguas azules iluminadas por un sol brillante, y detrás de esta pieza, el verdadero despacho.
Dentro no han construido una pista de tenis. Pero no por falta de espacio. Seguramente es porque Loyen ya dispone de un par de pistas en el jardín trasero de su casa en Hellerup, y dos más en la calle de las Dunas, en Skagen. Y porque la grave solemnidad de la sala hubiera sufrido una degradación.
Una gruesa alfombra se extiende en el suelo, los libros cubren dos paredes enteras, hay dos ventanas panorámicas con vistas sobre la ciudad y el parque Faelled, una caja fuerte empotrada, cuadros en marcos dorados, un microscopio sobre una mesa iluminada, una vitrina con una máscara dorada que parece proceder de un sarcófago egipcio, dos sofás, dos monitores apagados, cada uno sobre su zócalo y, aun así, sigue sobrando espacio como para que el profesor pueda echarse unas carreras, en caso de que llegara a cansarse de estar sentado tras su escritorio.
La mesa de escritorio es una gran elipse de caoba, y desde allí se levanta y viene a mi encuentro. Mide dos metros y tiene unos setenta años. Anda muy erguido, lleva una bata blanca y está bronceado como un jeque árabe. De hecho tiene una expresión amable como la de quien, montado sobre un camello, contempla complaciente cómo el resto del mundo se arrastra por la arena del desierto.
– Loyen.
Aun obviando el título, éste está implícito. Éste y el hecho de que no debemos olvidar que tiene al resto de la población del mundo, como mínimo, una cabeza más abajo, y que aquí, bajo sus pies, tiene a un montón de médicos que no han llegado a profesores y que, sobre su cabeza, sólo hay el techo blanco, el cielo azul y nuestro Señor. Y, tal vez, ni tan siquiera eso.
– Siéntese, señora.
Irradia condescendencia y dominio y debería sentirme feliz. Otras mujeres antes que yo se han sentido felices y muchas más lo estarán porque no hay nada mejor, en los momentos difíciles de la vida, que contar con un aplomo médico enlustrado de dos metros en el que apoyarse, especialmente si es en un ambiente tan sosegado como éste.
Sobre la mesa hay una foto enmarcada de la esposa del médico, del terrier de Airedale y de los tres chicos de papá que, sin lugar a dudas, estudian medicina y sacan matrícula de honor en todas las asignaturas, incluso en sexología clínica.
Nunca he dicho que yo fuera perfecta. Delante de personas que tienen poder y que disfrutan utilizándolo, y, de hecho, lo utilizan, me convierto en una persona distinta, más despreciable, fútil y miserable.
Pero no lo muestro. Me siento en el canto de la silla y deposito los guantes negros y el sombrero con velo oscuro en el borde de la mesa de caoba. Ante sí, con ojos interrogantes, llenos de inseguridad, el profesor Loyen tiene a una mujer enlutada.
– ¿Es usted groenlandesa?
Gracias a su experiencia profesional puede adivinarlo.
– Mi madre era de Tule. ¿Fue usted quien… hizo la autopsia de Isaías?
Asiente con la cabeza.
– Me gustaría saber de qué murió.
La pregunta le sorprende un poco.
– De la caída.
– Pero, ¿eso qué significa, desde el punto de vista fisiológico?
Se lo piensa durante unos instantes, desacostumbrado a tener que formular lo evidente.
– Cayó desde una sexta planta. El organismo sencillamente sufrió un colapso en su totalidad.
– Pero de alguna manera parecía ileso.