– Es normal en accidentes de esta índole, señora mía. Pero…
Sé lo que va a decir. «Es así sólo hasta que los abrimos. Entonces, todo son astillas de hueso y hemorragias internas.»
– … pero no lo están -acaba por decir.
Se incorpora. Tiene otras cosas que hacer. La conversación está llegando a su fin sin tan siquiera haberse iniciado. Como tantas otras conversaciones antes y después de ésta.
– ¿Había señales de violencia?
No se sorprende lo más mínimo. A su edad y con su profesión, no se deja sorprender tan fácilmente.
– No, en absoluto -dice.
Permanezco sentada en silencio. Siempre resulta interesante abandonar a los europeos al silencio. Para ellos, es un vacío en el que la tensión sube y converge hacia lo insoportable.
– ¿Qué le hace suponer eso?
Esta vez ha obviado lo de «señora». No me doy por enterada e ignoro su pregunta.
– ¿Cómo puede ser que un lugar y un servicio como éste no se encuentren en Groenlandia? -pregunto.
– El Instituto sólo existe desde hace tres años. Antes no había ningún centro de autopsias para Groenlandia. El fiscal de Godthaab solía avisar al Instituto Forense de Copenhague cuando era necesario. Este lugar es nuevo y provisional. Nos trasladaremos a Godthaab el año que viene.
– ¿Y usted? -digo.
No está acostumbrado a ser interrogado y unos instantes más tarde dejará de contestarme.
– Dirijo el Instituto de Medicina Artica. Pero originalmente soy médico forense. En esta primera fase de consolidación ejerzo las funciones de jefe interino de autopsias.
– ¿Realiza usted todas las autopsias de los groenlandeses?
He estado dando palos de ciego. De todas maneras debe de haber sido un golpe fuerte porque ni tan siquiera pestañea.
– No -contesta, y ahora habla con lentitud-, pero de vez en cuando presto mi ayuda al centro de autopsias del Estado danés. Reciben miles de casos cada año desde todos los puntos del país.
Estoy pensando en Jean Pierre Lagermann.
– ¿Realizó la autopsia usted solo?
– Tenemos una rutina fija que habitualmente seguimos, salvo en los casos muy especiales. Hay un solo médico asistido por un técnico de laboratorio y, a veces, por una enfermera.
– ¿Sería posible ver el informe de la autopsia?
– De todas maneras no lo entendería. ¡Y lo que sí podría entender, no sería de su agrado!
Por un instante ha perdido el control sobre sí mismo. Pero inmediatamente lo recobra.
– Estos informes pertenecen a la policía, que es la que formalmente solicita las autopsias. Y la que, además, decide cuándo se podrá celebrar el entierro, pues ella misma tramita los certificados de defunción. La publicidad en la Administración sólo tiene vigencia para los casos civiles, no para los penales.
Está metido en el partido y ha bajado a la red. Su voz se hace reconfortante y tranquilizadora.
– Tiene que entender que en un caso como el que aquí tratamos, en el que puede existir alguna duda sobre las circunstancias que rodearon al accidente, tanto la policía como nosotros estamos necesariamente interesados en obtener un informe lo más detenido y minucioso posible. Lo examinamos todo. Y lo encontramos todo. En casos de agresiones, es prácticamente imposible no dejar rastro. Se dejan marcas de dedos, ropa desgarrada, el niño se defiende y tiene restos cutáneos bajo las uñas. Pero en este caso no encontramos nada. Nada en absoluto.
Ésta era, pues, pelota de set y partido. Me levanto y me pongo los guantes. Él reclina su asiento y se acomoda en él.
– Siempre leemos el informe policial, por supuesto -dice-. De él se desprende claramente que se encontraba solo en el tejado cuando todo ocurrió. A juzgar por las huellas que había sobre la nieve.
Emprendo el largo camino hasta el centro de la estancia y allí me doy la vuelta y lo observo. He dado con algo pero no sé qué es. Sin embargo, el profesor Loyen ha vuelto a subirse al camello.
– No dude en llamar de nuevo, señora.
Pasa algún tiempo antes de que el mareo se disipe y desaparezca.
– Todos tenemos -le digo- nuestras fobias. Algo que realmente nos produce miedo. Yo tengo las mías. Usted probablemente tenga las suyas, una vez despojado de la bata antibalas. ¿Quiere saber cuál era la fobia de Isaías? Las alturas. Corría hasta llegar a la primera planta, pero desde allí, gateaba, con los ojos cerrados y las manos sujetándose a la barandilla. Imagíneselo, cada día, por la escalera interior, con el sudor resplandeciente en la frente y temblando, mientras sus rodillas se doblaban bajo el peso del miedo. Cinco minutos tardaba en llegar desde el primer piso hasta el tercero. Su madre había solicitado que les bajaran de planta, incluso antes de que se mudaran al bloque. Pero usted ya sabe lo que pasa cuando se es groenlandés y se percibe el subsidio social.
Transcurren unos segundos antes de que se decida a contestar.
– Sin embargo, él estuvo allí arriba.
– Sí -le contesto-, así es, estuvo. Pero, mire, usted hubiera podido traer un montacargas. Hubiera podido traer la grúa flotante Hércules y, sin embargo, nunca hubiera conseguido que se subiera a ese andamio, ni un solo metro. Lo que realmente me extraña, lo que no paro de preguntarme a mí misma en las noches de insomnio es qué fue lo que, en esta ocasión, le indujo a subir.
Todavía veo su pequeño cuerpo ante mis ojos, tal como yace allí en el sótano. Ni tan siquiera miro a Loyen. Simplemente me largo.
5
Juliana Christiansen, la madre de Isaías, es la demostración personificada de los efectos curativos del alcohol. Cuando se encuentra sobria, está tensa, muda, inhibida. Cuando está ebria, está más contenta que nunca y rebosante de vitalidad.
Puesto que se ha tomado una pastilla de disulfiram esta mañana y ahora, de vuelta a casa, ha bebido, es un decir, sobre la pastilla, esta bella transformación aparece tras un velo de intoxicación generalizada de su organismo. Sin embargo, es posible observar una mejoría significativa.
– Smila -dice-, te quiero.
Se dice que los groenlandeses beben mucho. Es una vil mentira y, además, completamente desacertada. Se bebe muchísimo. De ahí mi extraña relación con el alcohol. Cuando me vienen ganas de tomar algo más fuerte que una infusión de hierbas, siempre pienso en lo que sucedió con el racionamiento voluntario de alcohol en Tule.
He estado antes en el piso de Juliana, pero siempre en la cocina, donde hemos tomado café. Hay que respetar el territorio de la gente. Sobre todo, cuando sus vidas yacen expuestas ante nuestros ojos como una herida abierta. Pero ahora me impulsa el sentimiento acuciante de tener una tarea por cumplir, de que alguien ha pasado por alto alguna cosa.
Por lo tanto, me veo husmeando en todos los rincones de la casa y Juliana me deja a mis anchas. En parte porque ha conseguido el aguardiente de manzanas de los supermercados Irma, y en parte, porque lleva tanto tiempo acostumbrada a los ingresos por transferencia y bajo el control del microscopio electrónico de las autoridades, que ya es absolutamente incapaz de imaginarse que pueda gozarse de intimidad alguna.
En el piso se respira esa atmósfera tan hogareña que proporciona el haber pisado varias veces los suelos con zuecos, haber olvidado una cantidad considerable de colillas en la mesa y haber dormido un número imprescindible de veces en el sofá después de una importante borrachera. Lo único que hay nuevo y funciona a las mil maravillas es el televisor, negro y grande como un piano de cola.
El piso tiene una habitación más que el mío, la habitación de Isaías. Una cama, una mesa baja y un armario. Sobre la mesa, dos bastones, una piedra para jugar a la rayuela, una especie de ventosa y un coche de modelismo. Objetos incoloros como los guijarros encontrados en la playa y depositados en un cajón.
En el armario, botas de agua, zuecos, jerséis, ropa interior, calcetines. Todo ha sido guardado de forma atropellada. Paso los dedos por debajo de los montones de ropa y por encima del armario. No hay nada más que el polvo que se posó allí el año pasado o el anterior.