No hemos encendido la luz, la cocina está a oscuras, dejando aparte el débil resplandor que proviene del mar y de la reflexión de la niebla. Sin embargo, noto que le doy. Estoy contenta de no poder ver su cara.
Meto la cabeza entre las piernas. Las puertas se cierran. Hay un ligero zumbido de un motor eléctrico que se encuentra en algún lugar en la oscuridad debajo de mí y entonces asciendo a los pisos superiores.
El movimiento dura, tal vez, unos quince segundos. Mi único pensamiento se centra en la desolación y el desamparo en que estoy sumida. El miedo a que algo o alguien me esté esperando allí arriba.
Saco el destornillador. Para tener algo que ofrecer cuando abran las puertas de golpe y me arrastren fuera.
Pero nada de eso ocurre. El montacargas se detiene en su hueco de oscuridad y yo permanezco sentada. Y no hay nada más, salvo el dolor en la parte posterior de mis muslos y el movimiento del barco en las olas y el lejano ruido de las máquinas que ahora se aprecia.
Introduzco el destornillador entre las dos puertas correderas y las separo. Después salgo de espaldas y aterrizo sobre la mesa.
La sala está inundada por una luz tenue. Es la luz de navegación del palo de popa, que en esta cubierta llega a través de un tragaluz. La sala es una especie de pequeña cocina equipada con una nevera, un aparador y un par de fogones eléctricos.
Una puerta da a un pasillo estrecho. En el pasillo me siento en cuclillas y me pongo a esperar.
Hay personas que se hunden en situaciones transitorias. En Scoresbysund se disparaban los unos a los otros en la cabeza con escopetas de caza cuando el invierno empezaba a quitarle la vida al verano. No hay nada más sencillo que montarse en el bienestar y la opulencia sobre un equilibrio ya asegurado de una vez por todas. Lo difícil es todo lo nuevo. El hielo nuevo. La luz nueva. Los nuevos sentimientos.
Me siento. Es mi única posibilidad. Es la única posibilidad de todos los hombres. Darse a sí mismos el tiempo necesario para adaptarse.
La escotilla que hay delante de mí vibra a causa de una máquina lejana que viene de abajo. Al otro lado debe de estar la escotilla. Esta cubierta está construida alrededor de su enorme caja rectangular.
A mi izquierda vislumbro, a ras de suelo, una luz débil. Es la luz de emergencia de la escalera, que se enciende de noche. Esa escotilla representa mi camino de salvación.
A mi derecha, primero encuentro el silencio. Entonces, del silencio surge una respiración. Es mucho más débil que los demás ruidos a bordo del Kronos, los ruidos cotidianos que se han convertido en un fondo discreto contra el cual destaca toda alteración. Incluso los ligeros ronquidos de una mujer dormida.
Esto significa que hay uno, tal vez dos camarotes aquí a babor y que, sin duda, debe de haber uno o dos más arriba. Es decir, que el salón y la sala de oficiales dan al castillo de proa.
Permanezco sentada. Tras unos instantes, una tubería lejana empieza a hacer ruido. El Kronos está equipado con retretes de alta presión. En algún lugar, por encima o por debajo, alguien ha vaciado la cisterna de un retrete. El movimiento en las tuberías me dice que los baños y los lavabos de esta cubierta se encuentran delante de la chimenea y que están pegados a ella.
Me he traído el despertador en el bolsillo del delantal. ¿Qué otra cosa podía hacer, si no? Le echo un vistazo y de inmediato me pongo en movimiento.
La cerradura de la escotilla de salida es de resorte. Bloqueo el resorte. Para que pueda, si las circunstancias lo exigen, salir rápidamente. Pero, sobre todo, para que puedan entrar.
Entre el pasillo corto que lleva hasta la escotilla de salida a cubierta y lo que debe ser el salón, voy tanteando las paredes hasta que encuentro una escotilla. Acerco la oreja a ella y aguardo. Todo lo que soy capaz de oír es el lejano reloj del puente, que da las horas. A través de la puerta, me introduzco en una oscuridad que es más profunda que la dejada atrás. Aquí también me detengo y espero. Entonces pulso el interruptor. No se enciende una luz de las habituales. Se encienden cientos de lámparas de acuario sobre cientos de diminutos acuarios cerrados, incrustados en marcos de goma y sujetados por estructuras que cubren las tres paredes. En los acuarios hay peces. En mayor cantidad y variedad que en una tienda de peces tropicales.
A lo largo de una de las paredes han instalado una mesa negra con dos grandes pilas planas de porcelana con una batería de mezcla que se acciona con el codo. Sobre la mesa hay dos fogones de gas y dos quemadores Bunsen, todos provistos con unas tuberías fijadas a la entrada del gas. Sobre una mesa adicional han atornillado un autoclave. Una balanza Mettler. Un pH-metro. Una cámara de fuelle grande montada sobre un trípode. Un microscopio bifocal.
Debajo de la mesa hay una estantería de metal con pequeños y profundos cajones. En pequeñas cajas de cartón del Laboratorio Químico de Struer se guardan pipetas, tubos de goma, tapones, varillas de cristal y papel tornasol. Productos químicos en pequeños matraces de cristal. Magnesio, pergamanganato potásico, limaduras de hierro, polvo de azufre, cristales de sulfato de cobre. Contra la pared, en cajas de madera forradas con paja y cartón ondulado, hay pequeños balones con diversos ácidos. Ácido fluorhídrico, ácido clorhídrico, ácido acético en varias concentraciones.
Sobre la mesa que está en el lado opuesto, han colocado cubetas de plástico fijas, líquido de revelado y una ampliadora. No entiendo nada. La sala está acondicionada como si fuera una mezcla del Acuario de Dinamarca y un laboratorio químico.
El salón tiene puertas de doble hoja en los tabiques. Un detalle que te hace recordar que el Kronos fue construido de acuerdo con la distinción y elegancia dominantes en los años cincuenta, ahora obsoletas y ya entonces en desuso. Se encuentra debajo del puente de mando y parece del mismo tamaño que un salón de techos bajos en una casa danesa normal y corriente. Tiene seis grandes portillos que dan al castillo de proa. Todos están cubiertos con una capa de hielo y a través del hielo se cuela una débil luz gris azulada.
A babor, han apilado cajas de madera y de cartón sin marcar, sostenidas por una driza que han pasado entre dos radiadores.
En medio del salón hay una mesa fija y en unas cavidades del tablero de la mesa hay varios termos. A lo largo de dos de los mamparos han colocado otras dos mesas de trabajo provistas de lámparas Luxo. También han atornillado una pequeña fotocopiadora. Al lado de ésta hay un telefax. Encima, un armario repleto de libros.
Cuando me dirijo a la estantería veo la carta náutica. Está metida debajo de una plancha de plexiglás antirreflectante y por eso no me he fijado en ella hasta ahora. Enciendo mi linterna.
Han cortado el texto en el margen, por lo que tardo algunos segundos en identificarla. En las cartas náuticas, la tierra firme es un detalle, una sencilla línea, un contorno que se hunde entre el enjambre de cifras que indican las profundidades. Entonces reconozco el promontorio que se levanta frente a Sisimut. Debajo de la plancha de plexiglás, en el borde de la carta, han metido varias fotocopias menores de cartas específicas. «Período medio desde la culminación de la luna (superior o inferior) en Greenwich hasta el comienzo de la marea alta en Groenlandia Occidental.» «Sinopsis de las corrientes superficiales al oeste de Groenlandia.» «Carta sinóptica de las divisiones sectoriales en la zona de Holsteinsborg.»
En la parte superior, cerca del mamparo, han puesto tres fotografías. Dos de ellas son fotografías aéreas en blanco y negro. La tercera parece un detalle fractal de Mandelbrot sacado por una impresora de color. Las tres tienen el mismo contorno en el centro. Una figura que se curva, con forma cuasi circular, alrededor de una abertura. Como un feto de cinco semanas que se dobla en forma de pez alrededor de la vejiga respiratoria.