Pronuncia el nombre armado con el interés y el respeto con el que un brontosaurio siempre ha considerado a otro de su especie.
– Un hombre muy competente.
Desliza la blanca palma de su mano derecha por su mejilla y mentón. Se trata de un movimiento harto estudiado que produce un sonido semejante a cuando se escofina una madera que el mar ha arrojado en la playa.
– Es el creador del Instituto de Medicina Artica.
– ¿Cuál es su interés por la patología? Se ha dejado nombrar médico forense para Groenlandia.
– En principio era patólogo. Pero, de todas formas, no deja escapar nada que le reporte algunos méritos. Debe de creer que esto le promocionará en la profesión.
– ¿Qué le mueve?
Ahora se hace una pausa. Mi padre se ha movido prácticamente toda su vida con la cabeza debajo del brazo. En su vejez, en cambio, parece muy interesado por los móviles de la gente.
– En mi generación, hay tres tipos de médicos. Están aquellos que se quedan en médicos adjuntos o acaban teniendo su consulta privada. Hay gente excelente entre ellos. Luego están aquellos que consiguen acabar su tesis doctoral, lo cual constituye la condición arbitraria, ridícula y deficiente para poder impulsarse hacia arriba en el sistema. Éstos suelen acabar de jefes de servicio. Son pequeños monarcas en las pequeñas comunidades locales de la medicina. Finalmente está el tercer tipo. Esos somos nosotros, los que hemos subido e incluso superado el techo.
Lo dice sin rastro de ironía. Mi padre sería muy capaz de declarar, con toda la seriedad del mundo, que uno de sus problemas es justamente que su autoestima no es ni la mitad de grande de lo que debería ser en relación con lo que verdaderamente se merece.
– Esas últimas brazadas exigen una fuerza especial. Un deseo vehemente, una ambición. Por el dinero. O por el poder. O, quizá, por el conocimiento. En la historia de la medicina, esa aspiración siempre ha estado simbolizada por el fuego. La llama perpetua del alquimista bajo la retorta.
Fija su mirada en algún punto invisible delante de él, como si tuviera la cánula en la mano, como si ésta estuviera a punto de llegar a su destino.
– Loyen -añade- sólo ha deseado una cosa desde sus tiempos de estudiante. Comparado con ella, todas las demás cosas son insignificantes. Siempre ha deseado que se reconociera que era el más brillante dentro de su campo. No sólo el más brillante de Dinamarca, entre sus colegas provincianos, sino el más brillante en el universo entero. Su ambición profesional es el fuego perpetuo que alumbra su interior. Y no se trata de una llama de gas, no. Es una hoguera de San Juan.
No sé cómo se conocieron mis padres. Sé que él llegó a Groenlandia porque este país tan hospitalario siempre ha sido un importante campo de operaciones para los experimentos científicos. Mi padre estaba desarrollando una nueva técnica para el tratamiento de la neuralgia del trigémino, inflamación del nervio sensitivo de la cara. Anteriormente, había conseguido aliviarla matando el nervio con inyecciones de alcohol, lo que conllevaba una parálisis parcial del rostro y una pérdida de sensibilidad en un lado de la musculatura bucal, el llamado «labio descolgado», que incluso puede darse en las mejores y más ricas familias, motivo que llevó a mi padre a interesarse por su curación. En el norte de Groenlandia abundaban los casos de esta enfermedad. Había ido a Groenlandia con el fin de tratarla con su nueva técnica, una desnaturalización térmica parcial del nervio sensitivo.
Hay fotografías suyas. Embutido en sus botas Kastinger y su traje térmico de plumón, con un pico para el hielo y gafas de sol, delante de la casa que pusieron a su disposición. Con una mano apoyada en el hombro de cada uno de los dos hombres pequeños de piel oscura que le hicieron de intérpretes.
Para él, el norte de Groenlandia era realmente la Tule postrera. Ni por un segundo había imaginado que se quedaría más del mes necesario en aquel desierto de hielo azotado por el viento, donde, para más inri, era imposible encontrar un campo de golf.
Una puede hacerse una somera idea de la energía incandescente que surgió entre él y mi madre considerando que permaneció allí tres años. Intentó que ella se mudara a la base, pero ella lo rechazó, negándose en redondo. Como para todos los que han nacido en el norte de Groenlandia, para mi madre cualquier asomo de encierro era insoportable. Entonces él la siguió a ella hasta las barracas de madera contrachapada y ondulada construidas cuando los americanos desterraron a los esquimales de la zona en la que hoy se encuentra la base. Sigo preguntándome, todavía hoy, cómo fue capaz de soportarlo. Naturalmente la respuesta es que mientras ella viviera, él habría dejado sus palos de golf atrás para seguirla, aunque fuera para ir directamente al negro y chamuscado infierno central.
«Tuvieron», se dice de la gente que tiene hijos. En este caso, no sería correcto utilizar esta expresión. Yo diría que mi madre nos tuvo a mi hermano pequeño y a mí. Fuera de este cuadro, presente pero sin poder llegar a formar enteramente parte de él, peligroso como un oso, atrapado en un país que odiaba, por un amor que no entendía pero del que, sin embargo, estaba preso y sobre el que no parecía poder influir lo más mínimo, se encontraba mi padre, el hombre de las cánulas y las manos seguras, el jugador de golf, Moritz Jaspersen.
Se fue cuando yo tenía tres años. O mejor dicho, lo expulsó de allí su propio ser. En lo más profundo de cualquier enamoramiento ciego e insensato crece el odio hacia el amado, que posee la única llave existente de la felicidad propia. Como ya he mencionado antes, yo sólo tenía tres años, pero todavía me acuerdo de la manera en que se marchó. Se fue en un estado de rabia efervescente, contenida, furiosa y maldita. Como forma de energía, sólo fue superada por la añoranza que lo arrojó de nuevo al lado de mi madre. Estaba enganchado a mi madre con una goma que era invisible para el resto del mundo, pero que poseía el efecto y la realidad física de una correa de transmisión.
Mientras estuvo en Groenlandia no trató mucho con nosotros, sus hijos. De mis primeros seis años de vida, lo único que recuerdo de él son sus huellas. El aroma del tabaco Latakia que fumaba. El autoclave en el que esterilizaba sus instrumentos. El interés que despertaba cuando, a veces, se calzaba sus zapatos claveteados de golf y salía a golpear todo un cubo de pelotas de golf por el hielo virgen. Y, finalmente, la atmósfera que traía consigo, que era, en definitiva, la suma de los sentimientos que abrigaba por mi madre. Un calor tan tranquilizador como el que podía esperarse encontrar en un reactor nuclear.
¿Cuál era el papel de mi madre en todo ello? No tengo la menor idea y nunca llegaré a saberlo. Los que entienden de estos temas dicen que para que una relación de amor realmente naufrague y se rompa en mil pedazos, las dos partes implicadas deben haberse ayudado mutuamente desde el comienzo. Es posible. Como todos los seres humanos, desde que tenía siete años, he pintado falsamente mi infancia de un color de rosa subido, y supongo que parte del tinte también ha acabado por salpicar a mi madre. Pero, de todos modos, fue ella quien se quedó donde estaba, calando redes y trenzando mis cabellos. Ella estuvo allí, grande y presente, mientras Moritz, con sus palos de golf, su barba de tres días y sus cánulas, pendulaba entre los dos polos extremos de su amor; la fusión total y el abismo de todo el Atlántico Norte entre él y su amada.
Quien cae al agua en Groenlandia nunca vuelve a subir a la superficie. El mar tiene una temperatura inferior incluso a los 4 °C bajo cero y, a esa temperatura, todos los procesos de descomposición se detienen. Ésta es la razón por la que no se produce la fermentación del contenido del estómago, mientras que los mares de Dinamarca ofrecen a los suicidas un impulso ascensional renovado que los transporta hasta las costas.
Aun así, encontraron los restos de su piragua y de ellos dedujeron que había sido una morsa. Las morsas son imprevisibles. Pueden ser muy impresionables y espantadizas. Pero si llegan al sur en un otoño con poco pescado en las aguas, se convierten en uno de los más rápidos y concienzudos asesinos del gran mar. Con sus dos colmillos, son capaces de romper la escora de cemento de una embarcación. Una vez vi cómo unos cazadores acercaban un abadejo a una morsa que habían cazado viva. Sus labios se juntaron en un beso rosado que succionó la carne directamente de los huesos del pez.