Le propino una patada haciendo que desaparezcan las piernas debajo de él. Cae pesadamente sobre la cubierta. Pretendo levantarlo del suelo pero me duele demasiado la espalda. Sólo consigo levantarle la cabeza.
– Pasaste por alto a Kützow -le digo.
Una risueña sonrisita se posa sobre su rostro.
– Smila. Sabía que volverías.
Logro ponerlo en pie. Entonces meto su cabeza en el lavabo y abro el grifo del agua fría. Cuando, por fin, es capaz de sostenerse por sí mismo, lo arrastro hacia las escaleras.
Hemos bajado cinco peldaños cuando Kützow sale por la escotilla que hay detrás de nosotros.
No cabe la menor duda de que él mismo cree que se desliza sobre pies de gato. En realidad, sólo es capaz de mantenerse de pie porque se cuelga de cualquier cosa en la que pueda apoyarse. En cuanto percibe nuestra presencia, se detiene bruscamente, coloca la mano en el tablón del barómetro y fija los ojos en mí.
He empujado el cuerpo laxo contra la barandilla. Yo soy capaz de moverme sólo a duras penas.
El susto se abre camino lentamente a través de su borrachera, que ahora debe haberse reforzado con una o dos botellas Magnum burbujeantes.
– Jaspersen -croa-. Jaspersen…
Me siento cansada de los hombres y sus abusos. Ha sido siempre así, desde que llegué a Dinamarca. Constantemente te ves obligada a ir con cuidado para no encontrarte con gente que se ha envenenado a sí misma y que, sin embargo, creen que lo llevan con mucha dignidad.
– Vete a la mierda, señor jefe de máquinas -digo.
Me contempla con una mirada vacía.
No nos encontramos con nadie más en nuestro descenso. Envío a Jakkelsen a su camarote de un empujón. Se derrumba sobre su catre como un muñeco de trapo. Lo pongo de lado. Los bebés, los alcohólicos y los drogadictos corren el riesgo de ahogarse en sus propios vómitos. Entonces cierro la puerta desde fuera con su propia llave.
Cierro la mía con llave y me atrinchero detrás de ella. Son las 4:15 horas. Dormiré durante tres horas y luego me daré de baja por enfermedad y dormiré hasta las doce. Todo lo demás tendrá que esperar.
Duermo exactamente tres cuartos de hora. A través de las primeras pesadillas incipientes, en la superficie del sueño, irrumpe primero un aviso electrónico y, posteriormente, la voz exigente de Lukas.
Estoy trabajando a menos de dos metros de Verlaine. Está utilizando un mazo de goma dura que es tan largo como un hacha para talar árboles.
Por la sequedad de mis labios noto que está helando por debajo de los 10 °C bajo cero. Verlaine trabaja en mangas de camisa. Con una mano se agarra en la regala o en la valla que rodea las sondas de los radares. Con la otra, levanta el mazo en un arco suave y sentido detrás de la espalda, dejando que caiga sobre la cubierta con una explosión, como cuando se rompe el cristal de un escaparate. Su rostro está bañado en sudor pero sus movimientos parecen incansables y ágiles. Cada golpe desprende una placa de hielo de aproximadamente un metro cuadrado.
No sopla ningún viento pero la mar está rizada y alterada y en ella cabecea el Kronos duramente. Para colmo, nos rodea la niebla, como enormes superficies húmedas de blancura en la oscuridad.
Cada vez que atravesamos un banco de niebla, tan bajo que da la impresión de flotar sobre el agua, la capa de hielo aumenta su grosor visiblemente. Con el mango de un punzón rasco el hielo de las sondas. Cuando he terminado con uno, puedo volver al lugar donde estaba antes. Allí se ha posado, en menos de dos minutos, una capa de hielo duro y gris de un milímetro de espesor.
La cubierta y la superestructura viven. No por las diminutas y oscuras siluetas que golpean el hielo, sino por el hielo mismo. Todas las luces de cubierta están encendidas. La luz y el hielo han creado juntos un paisaje mitológico. Los obenques y los estays están cubiertos por treinta centímetros de hielo en guirnaldas que, desde el palo hasta la cubierta, cuelgan como rostros que escudriñan el mar.
Sobre el palo, el faro del ancla brilla a través de su cápsula de hielo, como el cerebro ardiente en la cabeza de un animal mitológico. La cubierta es un mar gris y cuajado. Todo el que está de pie, se yergue en el aire con rostro inquisitivo y miembros fríos y grises.
Verlaine está en el lado de estribor. Detrás de mí está la regala y, al otro lado de la regala, una caída libre de cerca de veinte metros hasta cubierta. Delante de mí, detrás de los zócalos de los radares y la mesana provista de antenas, la sirena y un foco móvil para las maniobras en puerto, Sonne está quitando el hielo con una pala. Echa las placas que Verlaine desprende sobre la cubierta de botes, al lado del bote salvavidas. Allí está Hansen, con un casco protector amarillo en la cabeza, que las tira por la borda.
En el lado de babor, Jakkelsen quita el hielo de los zócalos de los radares con un martillo corto. Poco a poco, se va acercando a mí. Durante unos instantes, los radares nos resguardan del resto de la cubierta.
Se mete el martillo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces apoya la espalda contra el radar. De su bolsillo saca un cigarrillo.
– Tal como tú lo auguraste -digo-. La helada terrible.
Su rostro está pálido por el cansancio.
– No -me dice-. No empezará hasta que no lleguemos a los cinco Beuafort y nos aproximemos a los cero grados. Nos ha llamado a cubierta demasiado temprano.
Echa un vistazo a su alrededor. No hay nadie inmediatamente cerca.
– Cuando me hice a la mar, ¿sabes?, solía ser el capitán quien navegaba el barco y el tiempo se medía con el calendario. Si estabas entrando en una helada, sencillamente reducías la velocidad. O modificabas el rumbo. O virabas, navegando entonces con el viento. Desde unos años a esta parte esto ha cambiado. Ahora son los armadores los que mandan, ahora son los despachos en las grandes ciudades los que pilotan los barcos. Y es con esto con lo que se mide el tiempo.
Señala su reloj de pulsera.
– Pero parece ser que tenemos prisa, que hay algo que no puede esperar. Por eso, le han dado órdenes de que siga adelante. Y eso hace. Está a punto de perder su touch. Porque, si de todas formas tenemos que atravesar el hielo, no había razón alguna para que nos llamara a cubierta ahora. Un barco menor puede soportar una capa de hielo del diez por ciento de su desplazamiento. Podríamos navegar con quinientas toneladas de hielo sin que importara. Podía haber enviado a un par de chicos para que liberaran las antenas.
Rasco el hielo de la antena radiogoniométrica. Mientras trabajo, estoy despierta. En cuanto me detengo, me sobrevienen cortos destellos de sueño.
– Teme que no podamos mantener la velocidad de crucero. Teme que se rompa algo. O que empeore todo súbitamente. Son sus nervios. Empiezan a estar gastados.
Deja caer su cigarrillo a medio fumar sobre el hielo. Nos adentramos en un nuevo banco de niebla. La humedad parece pegarse al hielo que ya se ha formado. Durante un instante, Jakkelsen queda casi oculto por la niebla.
Me pongo a trabajar alrededor del radar. Procuro estar constantemente dentro del campo visual tanto de Jakkelsen como de Sonne.
Verlaine está a mi lado. Sus golpes pasan tan cerca de mí que la presión despide aire helado contra mi rostro. Los golpes aterrizan en el zócalo de metal, con una precisión semejante a la de un corte quirúrgico, despegando cada vez una placa de hielo tan transparente como el cristal. Les da una patada, enviándolas hacia donde está Sonne.
Su cara está al lado de la mía.
– ¿Por qué? -me pregunta.
Sostengo el punzón un poco detrás de mis espaldas. A unos metros, desde donde no nos puede oír, Sonne está limpiando el zócalo del palo con el mango de la pala.
– Yo ya sé por qué -dice-. De todas maneras, Lukas no se lo hubiera creído.
– Hubiera podido señalar la herida de Maurice -digo.
– Un accidente de trabajo. La sierra circular se puso en marcha mientras estaba cambiando el disco. La llave de fijación le dio en el hombro. Ya hemos dado parte y lo hemos explicado todo.