– Un accidente. Como el del niño sobre el tejado.
Su cara está cerca de la mía. No expresa nada, salvo falta de entendimiento. No sabe de qué le estoy hablando.
– Pero todo el asunto alrededor de Andreas Licht -digo-. El viejo del barco, todo ese asunto se entorpeció algo más.
Cuando su cuerpo se paraliza, surge en mí la ilusión de que se ha quedado congelado, de la misma manera que el barco que nos rodea.
– Os vi sobre el muelle -miento-. Cuando nadaba hacia el malecón.
Mientras se queda sopesando las consecuencias de lo que acabo de decirle, se descubre. Durante un segundo largo, un animal herido me mira desde algún rincón de su cuerpo. Semejante a sus dientes, una cáscara fina que cubre los malos tratos que se han convertido en sadismo.
– Tendrá lugar una investigación en Nuuk -le digo-. La policía y algunos hombres de la Marina. Sólo el intento de homicidio te costará dos años. Ahora también indagarán la muerte de Licht.
Se ríe de mí con una sonrisa amplia y blanca.
– No atracaremos en Godthaab. Nos dirigimos al dique flotante de los petroleros. Está a veinte millas de tierra. Ni tan siquiera puedes ver la costa desde allí.
Me observa con curiosidad.
– Te defiendes bien -me dice-. Es casi una pena que estés tan sola.
II
1
– Estoy pensando -dice Lukas- en el pequeño capitán sobre el puente allá arriba. Ha dejado de pilotar el barco. Ya no ejerce ningún tipo de autoridad. Se ha convertido en un eslabón más que transmite el impulso a una máquina compleja.
Lukas está apoyado en la regala del alerón del puente. Desde el mar, ante la proa del Kronos, se yergue un rascacielos de esmalte sintético. Se levanta por encima del castillo de proa, sobrepasando ampliamente el límite del palo. Si echas la cabeza hacia atrás, podrás ver que, en algún lugar allí arriba, bajo el cielo gris, incluso este fenómeno tiene un final. No es un edificio. Es el espejo de popa de un superpetrolero.
Cuando era una niña en Qaanaaq, a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, hasta la hora continental iba relativamente más lenta. Los cambios tenían lugar a un ritmo que posibilitaba que se levantara una protesta contra ellos. Esta rebelión tuvo, en un primer momento, su expresión en el concepto «los buenos tiempos ya pasados».
El anhelo por el pasado, la nostalgia, era entonces un sentimiento totalmente nuevo en Tule. El sentimentalismo siempre será la primera revuelta del hombre contra el desarrollo.
El tiempo se ha escapado de esta reacción. Hoy en día se necesita una protesta distinta a la constante evocación lloriqueante de la tierra natal. Y es que, hoy en día, las cosas cambian con tal rapidez que, en este mismo instante, estamos viviendo lo que dentro de un momento serán Los Buenos Tiempos Ya Pasados.
– Para esos barcos -dice Lukas- el mundo exterior ha dejado de existir. Si te los encuentras en alta mar e intentas llamarlos a través del VHF para intercambiar partes meteorológicos y posiciones o para preguntar sobre la existencia de formaciones de hielo, no te contestan. Sencillamente no tienen la radio conectada. Cuando desplazas doscientos cincuenta mil metros cúbicos de agua y desarrollas tantos caballos de potencia como una central nuclear y tienes una calculadora electrónica del tamaño de una antigua área de a bordo, sólo para calcular el rumbo y la velocidad y luego seguir las indicaciones o desviarte un poco de ella si llegara a ser necesario, entonces el mundo exterior deja de interesarte. Entonces, todo lo que resta de interés en el mundo son el lugar desde donde has zarpado y el lugar al que te diriges, además del que te paga cuando llegas a tu destino.
Lukas ha perdido peso. Ha empezado a fumar.
Aun así, puede que tenga razón. Uno de los síndromes del desarrollo en Groenlandia es que todo parece haber tenido lugar hace poco. Los buques de inspección nuevos, armados y rápidos de la Marina de Guerra danesa acaban de ser estrenados. El referéndum sobre la CEE y la mayoría apretada a favor de la salida a partir del 1 de enero de 1985, la renegociación en noviembre del 92 y la readmisión el 1 de enero de 1993, el mayor bandazo político en la política exterior, están todavía muy próximos. El Ministerio de Defensa ha limitado recientemente los permisos de entrada a Qaanaaq por razones militares. Y el lugar en el que nos encontramos en este momento, el enorme depósito de petróleo, el Greenland Star, delante de Nuuk -veinticinco mil pontones de metal ensamblados, fijados en el fondo del mar a setecientos metros debajo de nosotros; medio kilómetro cuadrado de metal pintado de verde, repulsivo, feísimo y azotado por los vientos hasta el desconsuelo a veinte kilómetros de la costa-, lo acaban de construir hace poco. «Dinámico» es el adjetivo que utilizan los políticos.
Todo ello ha sido creado con el fin de subyugar.
No para subyugar a los groenlandeses. La presencia del ejército, la violencia directa de la civilización, está tocando a su fin en el Ártico. El desarrollo ya no lo necesita. Hoy en día basta y sobra con la llamada liberal a la voracidad en todas sus manifestaciones.
La cultura tecnológica no ha destruido los pueblos de las riberas de los mares glaciales. Creer eso sería tener un concepto demasiado elevado de esta cultura. Sencillamente ha sido un promotor, un modelo cósmico de la posibilidad, subyacente en cualquier cultura y en cualquier hombre, de hacer girar la vida alrededor de esa mezcla particularmente occidental de codicia e inconsciencia.
Lo que realmente desean subyugar es lo otro, la vastedad, lo que rodea a los hombres. Es decir, el mar, la tierra, el hielo. La construcción que se extiende ante nuestros pies es un intento de este tipo.
El rostro de Lukas está devastado por el asco.
– Antes, hasta el 92, solamente se había establecido Polaroil en el puerto de Faeringer. Un lugar pequeño. En un lado del fiordo había una estación de telecomunicaciones y una fábrica de conservas de pescado. En el otro lado, la planta. Dirigida por la Compañía Mercantil de Groenlandia. Podíamos atracar en la dársena hasta cincuenta mil toneladas. Cuando ya teníamos las mangueras flotantes, desembarcábamos. Sólo había un edificio destinado a viviendas, una cocina y una estación de bombeo. Olía a gasóleo por todas partes. Todo lo llevaban cinco hombres. Siempre nos tomábamos un Gintonic con el encargado de la cocina.
Su vertiente sentimental es nueva para mí.
– Debe de haber sido muy bonito -digo-. ¿También bailaban la polca y tocaban el acordeón?
Entorno los ojos.
– Se equivoca -me dice-. Estoy hablando de competencias. Y de libertad. Entonces el capitán ostentaba la autoridad suprema. Desembarcábamos y nos llevábamos a la tripulación, salvo el guardia del ancla. No había nada en el puerto de Faeringer. Sencillamente un lugar desierto, dejado de la mano de Dios entre Godthaab y Frederikshaab. Sin embargo, en esa nada solías dar unas vueltas, pasear, si tenías ganas.
Hace un gesto señalando el sistema de pontones que se levanta ante nosotros y los lejanos barracones de aluminio.
– Aquí hay tres tiendas francas. Disponen de un enlace permanente con tierra firme mediante helicóptero. También encontrarás un hotel y una estación de submarinismo. Una estafeta de Correos. Una oficina administrativa para Chevron, Gulf, Shell y Esso. En sólo dos horas son capaces de montar una pista de aterrizaje en la que puede tomar tierra un pequeño avión de reacción. El barco que tenemos delante tiene un tonelaje bruto de ciento veinticinco mil toneladas. Aquí hay desarrollo y progreso. Pero nadie puede desembarcar, Jaspersen. Suben a bordo si quieren algo de ti. Marcan tus pedidos en una lista, vienen con un canal de descarga portátil y descargan tu pedido a bordo. Si el capitán insiste en bajar a tierra, vienen un par de oficiales de seguridad a recogerte en el portalón de desembarco, cogiéndote de la mano hasta que hayas vuelto de nuevo a embarcar. Dicen que por el peligro de incendios. Por el peligro de sabotajes. Dicen que cuando la dársena está completa, hay mil millones de litros de petróleo en el puerto a la vez.