– Me pregunto por qué un barco de cabotaje de cuatro mil toneladas y una veintena de hombres navega en dirección al golfo de Baffin con el fin de adentrarse en una abertura peligrosísima en el hielo marítimo.
Cieno los ojos y reproduzco la imagen de un embrión ampliado, una pequeña figura que se dobla alrededor de su propio centro. Las fotografías que estaban colocadas encima de la carta náutica en la cubierta de botes.
– Porque hay una isla. La única isla alejada de la costa antes de Ellesmere Island.
Debajo de mi regla hay un punto tan pequeño que apenas existe.
– La isla de Gela Alta, descubierta por unos balleneros portugueses el siglo pasado.
– He oído hablar de ella -dice Lukas pensativo-. Una reserva de aves. Hace demasiado mal tiempo allí, incluso para los pájaros. Está prohibido atracar. Es imposible echar anclas. No existe ni una sola razón para ir hasta allí.
– Sin embargo, me juego lo que sea a que es allí a donde nos dirigimos.
– No estoy seguro -dice- de que usted esté en una posición que le permita hacer apuestas.
Mientras bajo el puente voy pensando que el mundo ha perdido a un buen hombre en Sigmund Lukas. Se trata de un fenómeno que a menudo he podido observar sin llegar nunca a entenderlo. Que dentro de una persona pueda existir otra distinta; un individuo entero, cabal y generoso que inspira confianza pero que, sin embargo, nunca llega a manifestarse más que en fugaces destellos, porque está rodeado por un criminal reincidente, corrupto e impertinente.
Fuera, en la cubierta, se ha hecho de noche. En algún lugar, en medio de la oscuridad, brilla la brasa de un cigarrillo.
Jakkelsen está apoyado en la regala.
– ¡Es increíble!
El complejo que hay a nuestros pies está iluminado por focos que se yerguen a ambos lados de los brazos del muelle. Incluso ahora, cuando aparece bañado en esta luz amarilla, pintado de verde hierba, con luces en los edificios lejanos, con pequeños coches eléctricos y señalización vial blanca, el Greenland Star no deja de ser otra cosa que unos cuantos miles de metros cuadrados de acero enclavados en medio del océano Atlántico.
Para mí, de forma manifiesta, todo resulta una equivocación. Para Jakkelsen es una fusión maravillosa del mar y la tecnología punta.
– Sí -le digo-, y lo mejor de todo es que se puede desmontar y retirar en sólo doce horas.
– Con este trasto le han ganado la partida al mar. Ahora da igual los metros que haya hasta el fondo y las condiciones climatológicas. Pueden instalar un puerto donde les plazca, donde sea. En medio del océano.
No soy ni pedagoga ni monitora de boy-scouts. No tengo ningún interés en corregirle.
– ¿Por qué tiene que poder desmontarse, Smila?
Tal vez sea mi nerviosismo lo que, a pesar de todo, me hace contestarle.
– Lo construyeron cuando empezaron a sacar petróleo del fondo del océano, cerca del norte de Groenlandia. Pasaron diez años desde que descubrieron petróleo y empezaron a extraerlo. Su problema era el hielo. Primero construyeron un prototipo de algo que debía haber sido la plataforma de perforación más grande y sólida del mundo, la Joint Venture Warrior, un resultado de la Glasnost y de la Autonomía, una cooperación entre Estados Unidos, la Unión Soviética y A.P. Moeller. Tú has pasado cerca de varias plataformas de perforación. Sabes lo enormes que son. Las puedes ver desde una distancia de cincuenta millas y crecen y crecen, como un universo que se extiende sobre unos pilares. Provistas de bares, restaurantes, puestos de trabajo, talleres, cine y teatro y puesto de bomberos; todo ello, montado a doce metros sobre la superficie del mar, de manera que incluso las olas más altas de una tempestad puedan pasar por debajo. Piensa en una de esas plataformas. La Venture Warrior tenía que haber sido cuatro veces más grande. El prototipo estaba elevado dieciocho metros sobre la superficie del mar. Tenía que haber sido el puesto de trabajo de mil cuatrocientos hombres. Levantaron el prototipo en el golfo de Baffin. Cuando ya lo habían levantado, llegó un iceberg. Ya estaba previsto. Pero, no obstante, este banco de hielo flotante era algo más grande de lo que suele ser habitualmente. Había nacido en algún lugar en los confines del mar Ártico. Tenía una altura de cien metros y la parte superior era plana, tal como sucede cuando son tan altos. Tenía cuatrocientos metros de hielo debajo de la superficie del mar y pesaba alrededor de veinte millones de toneladas. Cuando lo vieron aproximarse, se inquietaron un poco, pese a disponer de dos grandes rompehielos. Los amarraron al iceberg para, de esta manera, poder remolcarlo y así cambiar su rumbo. Había muy poca corriente y nada de viento. A pesar de ello, no parecía que pasara nada cuando pusieron los motores a toda máquina. Salvo que el iceberg seguía su marcha hacia delante, indiferente a las fuerzas que estaban tirando de él. Y lo que hizo fue pasearse por encima del prototipo y, tras su paso, no quedaba ni rastro del soberbio proyecto de la Joint Venture Warrior, aparte de unas cuantas manchas de aceite en el agua y algunos restos del naufragio. Desde entonces, han fabricado todos los equipamientos destinados al mar Ártico de tal manera que puedan ser desmontados en doce horas. Ésta es la antelación con la que el Servicio de Información sobre el Hielo les comunica la aparición de un iceberg. Perforan desde plataformas flotantes que puedan escapar. Este soberbio puerto no es más que una bandeja de chapa. El hielo se la llevaría consigo al pasar, como si nunca hubiera existido. Únicamente la montan en los inviernos suaves, cuando el hielo mayor no llega hasta aquí arriba ni bajan los bancos de hielo. No le han vencido al hielo, Jakkelsen. La lucha ni siquiera ha empezado.
Apaga su cigarrillo. Está de espaldas a mí. No sé si está decepcionado o simplemente le da igual.
– ¿Cómo es que sabes tanto, Smila?
Cuando todavía estaban sopesando la posibilidad de colocar la Venture Warrior sobre el hielo, estuve trabajando durante medio año en el laboratorio americano de agua fría en la isla de Pylot, estableciendo modelos para el cálculo de la elasticidad del hielo marino. Éramos un equipo entusiasta de cinco personas. Nos conocíamos desde las dos primeras conferencias del ICC. Cuando celebrábamos alguna fiesta y nos emborrachábamos solíamos hacer discursos en los que destacábamos que se trataba de la primera vez que se había reunido a cinco glaciólogos de origen esquimal. Solíamos decir entre nosotros que, en esos momentos, constituíamos el grupo más selecto del globo terráqueo por su experiencia y pericia.
La recogida de datos más importante la obtuvimos de los barreños de plástico que suelen utilizarse para lavar los platos. Vertíamos agua salada en ellos, los metíamos en un congelador de laboratorio y congelábamos el agua, consiguiendo un grosor estandarizado de hielo. Posteriormente, sacábamos estas placas fuera, las poníamos entre dos mesas, las lastrábamos con pesas y medíamos cuánto se combaban antes de quebrarse. Conectábamos un pequeño motor eléctrico para que hiciera vibrar las pesas, probando así que los temblores provenientes de las perforaciones no afectarían en nada a la estructura y elasticidad del hielo. Estábamos orgullosos y henchidos de entusiasmo científico. Hasta que no empezamos a elaborar el informe definitivo, en el que recomendábamos a A.P. Moeller, a Shell y a Gospetrol que pusieran en marcha la explotación de los yacimientos de petróleo groenlandeses, no nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo. Entonces ya era demasiado tarde. Una empresa soviética había diseñado la Venture Warrior y le concedieron el proyecto. Nos despidieron a los cinco. Cinco meses más tarde, el prototipo era pulverizado por el iceberg. Desde entonces, no han vuelto a intentar construir nada que fuera más fijo o estable que las plataformas flotantes.