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La escala real del Kronos está tendida. Sobre los muelles, unos enormes carteles advierten que access to pier strictly forbidden.

Desde el punto al que desciende la escala, deberé superar unos seiscientos o setecientos metros de muelle de pontones inundados de luz eléctrica. Bien es verdad que no hay ningún guardia. En las torres de control, desde donde dirigen la extracción de petróleo, las luces están apagadas. Pero es probable que vigilen la zona. Es probable que me descubran y me recojan.

Eso es exactamente lo que pretendo. Seguramente están obligados a devolverme. Pero, antes, me llevarán a un lugar donde me esperará un oficial, un escritorio y una silla. Allí les contaré algo sobre el Kronos. Nada que se acerque a la verdad que yo conozco. No me creerían. Mejor algo más insignificante. Algo sobre la droga de Jakkelsen y la amenaza que pende sobre mí por parte del resto de la tripulación y que, por tanto, me impulsa a abandonar el barco.

Se verían obligados a escucharme. La deserción, como fenómeno técnico y jurídico, ya no existe. Un marinero o una camarera puede desembarcar en el momento en que lo desee.

Bajo a la segunda cubierta. Desde aquí puede verse la escala real. Allí donde llega a la cubierta hay una especie de hueco. Fue allí donde Jakkelsen, en su día, me estuvo esperando.

Ahora es otro el que me espera. Encima de la caja de acero, Hansen ha posado sus zapatillas deportivas.

Podría bajar la escala real antes de que él tuviera tiempo de incorporarse y abandonar su silla. Sería la ganadora segura de una carrera de velocidad de ciento cincuenta metros sobre el muelle. Pero entonces me deshincharía, me detendría y me desplomaría en el suelo.

Me retiro a la cubierta. Estoy sopesando mis posibilidades. He llegado a la conclusión de que no me queda ninguna cuando súbitamente se va la luz.

Acababa de cenar los ojos, intentando buscar una explicación a los sonidos.

El oleaje que se percibe a lo largo del muelle, el sonido hueco, cuando el agua bate contra las defensas. Los gritos de las grandes gaviotas en la oscuridad, los aullidos bajos del viento contra las torres de control. Los gemidos de las articulaciones de los pontones acoplados que entrechocan entre sí. Un lejano y débil chirrido de enormes turbogeneradores. Y todavía más desalentador que todos estos sonidos juntos: la sensación de que todo ruido es absorbido por el vacío que planea sobre el negro océano Atlántico. Que toda la construcción y los barcos amarrados constituyen un desacierto vulnerable que dentro de un instante será hecho pedazos.

Estos sonidos no me aportan consuelo ni consejos. En un lugar como éste, únicamente es posible abandonar un barco por la escala real, no existen otras vías. Me mantienen retenida en el Kronos.

Entonces es cuando se va la luz. Cuando abro los ojos, en un primer momento, me siento como deslumbrada por la negritud. Entonces surge, con un intervalo de tal vez cien metros, una incandescencia roja sobre el mismo muelle. La iluminación de emergencia.

Las luces están apagadas en el muelle en el que está atracado el Kronos y en el barco mismo. La noche es tan oscura que incluso las formas más cercanas a mi alrededor desaparecen. La parte más distante de la plataforma yace como una isla amarillenta en la noche.

Puedo ver el muelle. También puedo ver una silueta sobre el muelle, alejándose del Kronos. La mezcla de miedo, esperanza y vieja costumbre hace que evite que me dé con la cabeza contra el mástil o contra un cabrestante. Antes de bajar los últimos peldaños de la escalera, me tomo un pequeño respiro. No se ve a nadie. Pero aunque estuviera aquí, no podría verle. Entonces echo a correr.

Fuera del barco y escala abajo. No veo a nadie y nadie da la alarma. Tuerzo a un lado y arranco a correr por el muelle. Siento como si los pontones estuvieran vivos bajo mis pies, como si no fueran seguros. Aquí abajo, la iluminación de emergencia parece inquietantemente intensa. Me mantengo en el lado opuesto al de las lámparas aumentando la velocidad cada vez que llego a un campo de luz y andando, con el fin de recuperar el aliento, cuando de nuevo vuelvo a adentrarme en la oscuridad. Sólo han transcurrido seis días desde que vi a Lander desaparecer en la niebla, de vuelta a Skovshoved. En todos los sentidos, sigo estando en alta mar. Sin embargo, siento algo que debe de ser muy similar a la alegría que siente el marino experimentado al volver a poner los pies en tierra firme.

Ante mis ojos, una silueta se hace visible. El movimiento es un paso dado a empellones, inconstante y volátil, de un lado al otro, como el de un borracho.

Ha empezado a llover. El muelle tiene una señalización vial parecida a la de una avenida. A sus lados se yerguen los costados de los barcos como rascacielos desprovistos de ventanas. Cuarenta y cinco metros en el aire. A lo lejos, reluce el aluminio de los barracones. Todo vibra suavemente por el movimiento de las enormes e invisibles máquinas. La Greenland Star es una ciudad desierta y fantasmal al borde del vacío del espacio celeste.

La única vida que hay sobre la plataforma es la figura saltarina delante de mí. Es Jakkelsen. La silueta recortada contra la luz de una lámpara es, indiscutiblemente, la de Jakkelsen. Delante de él hay otra, muy por delante, alguien que se dirige a algún sitio. Por ello es por lo que Jakkelsen va dando tumbos. De la misma manera que yo, Jakkelsen intenta evitar la luz. Intenta hacerse invisible para el que está siguiendo.

Aparentemente, no hay nadie a nuestras espaldas, de manera que me detengo, retrasándome un poco. Para evitar llegar hasta donde están los otros dos y sin dejar de adelantar.

Doblo la última torre. Ante mí se extiende una explanada abierta. Una plaza en medio del mar. En la penumbra, la única luz proviene de unos cuantos tubos luminosos en lo alto.

En medio de la explanada, en el centro de una serie de círculos blancos y concéntricos, está suspendida la silueta de un enorme animal muerto. Un helicóptero Sikorsky con cuatro palas de rotor ligeramente arqueadas y un poco colgantes. Cerca de un barracón, alguien ha abandonado un pequeño carro de bombeo para la extinción de fuego con espuma y un autobús eléctrico. Jakkelsen ha desaparecido. Es el lugar más desierto que he visto en mi vida.

Cuando era niña solía soñar de vez en cuando que toda la gente había muerto y me habían abandonado a la libertad de elección eufórica en un mundo desierto de adultos. Siempre lo había considerado como un sueño ideal. Ahora, cuando estoy de pie en medio de la plaza, me doy cuenta de que en realidad siempre ha sido una pesadilla.

Me adelanto, dando unos pasos hacia el helicóptero, lo dejo atrás y me adentro en la débil luz teñida de verde oscuro por el recubrimiento antideslizante de los pontones. Está todo tan vacío a mi alrededor que ni siquiera puedo temer ser descubierta.

Donde la plataforma se une con el mar, se levantan tres barracones y un cobertizo. En la sombra, un poco apartado de la luz, está sentado Jakkelsen. Por un momento me siento intranquila. Hace pocos minutos se movía con pasos rápidos, casi simiescos, ahora se ha desplomado. Pero cuando paso mi mano sobre su frente, noto su calor tras la carrera y también su sudor. Cuando quiero zarandearlo para reanimarlo, noto un tintineo de metales entrechocando. Meto la mano en el bolsillo de su chaqueta. Saco su jeringuilla. Recuerdo la expresión de su rostro cuando me aseguró que él se encargaría de todo. Intento ponerlo en pie. Pero está demasiado laxo. Lo que ahora mismo necesita son dos camilleros fuertes y una cama de hospital sobre ruedas. Me quito la chaqueta y lo cubro con ella. Se la subo por encima de su frente para que no le caiga la lluvia en la cara. Devuelvo la jeringuilla a su bolsillo. Hay que ser más joven o, al menos, más idealista que yo para intentar embellecer a un hombre que ha tomado la firme determinación de quitarse la vida.