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Cuando me incorporo, una sombra se desliza fuera del cobertizo y adquiere vida propia. No se dirige hacia mí, sino que está cruzando la plaza.

Es un hombre. Con una pequeña maleta y un abrigo que revolotea en su estela. Pero no es que la maleta sea pequeña, es que la persona es grande. A esta distancia, apenas puedo ver nada. Pero tampoco hace falta. No se necesita mucho para despertar los recuerdos. Es el mecánico.

Tal vez lo he sabido todo el tiempo. He sabido que él sería el cuarto pasajero.

Cuando lo reconozco, entiendo que tendré que volver al Kronos.

No porque, de pronto, me sea indiferente si vivo o muero. Es, más bien, porque el problema me ha sido arrebatado, me lo han quitado de las manos. Ya no tiene que ver con Isaías únicamente. Ni conmigo misma. Ni con el mecánico. Se trata de algo más. Tal vez sea el amor.

Mientras regreso andando por el muelle, vuelve la luz. No hay razón para que intente esconderme.

Hay personal de servicio en la torre que se alza delante del Kronos. La silueta detrás del cristal parece un insecto. De cerca, puede apreciarse que se debe a su casco de protección del que salen dos antenas cortas. Han conducido dos mangueras a bordo del Kronos, están repostando combustible.

Al final de la escala real está sentado Hansen. Cuando me ve, se estremece. Ha estado sentado allí por mí. Pero esperaba que llegase desde el otro lado. No está programado para esta situación. Su conmutador es lento, no es ningún improvisador. Empieza cortándome el paso. Intenta evaluar el riesgo que conllevaría una maniobra ofensiva. Busco mi destornillador y, por equivocación, meto la mano en mi bolsa de plástico. A sus espaldas, aparece Lukas bajando por las escaleras. Le tiendo mi puño cerrado a Hansen.

– De parte de Verlaine -le digo.

Su mano se cierra alrededor de lo que le he dado, con una obediencia espontánea provocada al pronunciar el nombre del contramaestre. Para entonces Lukas está detrás de él. Domina la situación de un solo vistazo. Sus ojos se entornan.

– Está mojada, Jaspersen.

Me cierra el paso por las escaleras.

– He ido a hacer un recado -digo-. Para Hansen.

Hansen intenta encontrar una palabra que exprese su protesta. Abre la mano para, si es posible, encontrar una respuesta en ella. Sobre la enorme palma de su mano derecha hay una bola. Se abre mientras estamos mirando. Son unas braguitas, pequeñas, con blondas y blancas como la nieve.

– No tenían tallas más grandes -le digo-. Pero no se preocupe, Hansen, ya verá cómo consigue ponérselas. Parecen muy elásticas.

Paso por el lado de Lukas. No intenta detenerme. Hansen pone toda su atención. Su rostro está lleno de asombro. Lo está pasando mal, el pobre Lukas. Todo son preguntas sin contestar a su alrededor.

Mientras subo las escaleras, me da tiempo a escuchar también la capitulación suya ante este nuevo enigma.

– Primero el equipaje -dice-. Luego el cabrestante de popa. Zarpamos dentro de un cuarto de hora.

Su voz es ronca, denota sorpresa, irritación y tormento.

Me quito la ropa mojada y me siento sobre el catre. Estoy pensando en Jakkelsen.

A través del casco se percibe que las bombas de combustible se detienen. Que las mangueras son arrolladas. Que preparan la cubierta para zarpar.

En algún lugar en medio de la oscuridad, a aproximadamente un kilómetro de aquí, está sentado Jakkelsen. Soy la única que sabe que ha logrado escapar del barco. La cuestión es si debo o no dar parte de su ausencia. Cierran el portalón. Sobre la cubierta, se ocupan los puestos de amarres.

Permanezco sentada. Porque, tal vez, Jakkelsen haya dado con algo. Había algo en su voz sobre la cubierta, algo en su confianza en sí mismo y en su convencimiento que no deja de darme vueltas en la cabeza. Si es cierto que ha descubierto algo, tiene que haber una razón para que desembarcara. Debe de haber creído que lo que había que hacer tenía que hacerse desde tierra. Por tanto, tal vez pueda ayudarme todavía. Aunque no soy capaz de vislumbrar cómo o por qué iba a hacerlo. O con qué medios.

No se oye ninguna sirena. El Kronos abandona la Greenland Star de una manera tan anónima como cuando llegó. Ni siquiera he notado la subida de revoluciones de la máquina. En realidad ha sido un cambio en los movimientos del casco lo que me han indicado que navegamos.

Nuestra velocidad de crucero es de dieciocho nudos. Entre cuatrocientas y quinientas millas por día. Lo cual significa que tardaremos alrededor de unas doce horas en llegar a nuestro destino. Si no me he equivocado. Si es cierto que nos dirigimos al glaciar de Barren, en Gela Alta.

Alguien arrastra una cosa pesada por el pasillo. Cuando la escotilla del castillo de popa se cierra, yo le sigo. A través de la ventanilla de la escotilla puedo ver a Verlaine y a Hansen transportar a popa el equipaje del mecánico. Cajas negras, del tipo que suelen utilizar los músicos para sus instrumentos, cargadas sobre una carretilla de mano. Debe de haber marcado sobrepeso en el avión. Ha sido caro. Me pregunto quién lo ha pagado.

2

Si en un país como Dinamarca has cumplido los treinta y siete y disfrutas de períodos regulares en los cuales estás limpia de medicamentos y no te has suicidado y no has perdido totalmente los tiernos ideales de tu infancia, entonces habrás aprendido a manejar someramente las adversidades de la vida.

En Tule, en los años setenta, medíamos las gotas de agua superrefrigeradas con un equipo que elevábamos en el aire mediante globos sonda. Las gotas viven, por un corto espacio de tiempo, en las nubes altas. Alrededor de ellas hace frío, pero todo está en silencio. En una bolsa de inmovilidad, su temperatura desciende hasta 40 °C bajo cero. Tendrían que convertirse en hielo y, sin embargo, no quieren. Se mantienen totalmente móviles, equilibradas y líquidas.

Es así como intento afrontar las adversidades.

El Kronos todavía no se ha calmado. En él reina una sensación de vida y movimiento invisibles. Pero ya no puedo postergarlo por más tiempo.

Hubiera podido atravesar la sala de máquinas y pasar por encima del entrepuente si no estuviera tan ligado a demasiados recuerdos claustrofóbicos. Al menos quiero poder verlos cuando se acerquen.

El castillo de popa está inundado de luz. Respiro hondo y cruzo el escenario. Por el rabillo del ojo veo pasar los tambores de los cabrestantes y la barandilla que rodea el pie del palo. Entonces llego a la superestructura de popa y abro la puerta con la llave. Una vez dentro, me quedo de pie mirando la cubierta a través del cristal.

Éstos son los dominios de Verlaine. Incluso ahora, cuando no se ve ni un alma, su presencia se deja notar.

Cierro la puerta con llave tras de mí. Mis armas han sido en todo momento los detalles que nadie conoce. Mi identidad, mis propósitos, la llave maestra de Jakkelsen. No pueden, de ninguna manera, saber que la tengo. Deben de estar convencidos de que fue un accidente, a causa de su propia dejadez, que entrara la última vez por el castillo de proa. Han temido que estuviera sobre la pista de algo. Pero de la llave no pueden saber nada.

En la primera nave dejo que el cono de luz se deslice por encima de unas letras con óxido de plomo, cola protectora, estopa, esmalte para barcos, disolvente especial, cajas con mascarillas de fieltro, alquitrán de epoxi, pinceles y rodillos, todo empaquetado y bien amarrado. La meticulosidad de Verlaine.

La siguiente escotilla es la entrada trasera de un baño. La de delante es de unas duchas dobles. La siguiente, la del taller de metales. Donde Hansen pule sus cuchillos con cal de Viena.

El último pañol es el taller eléctrico. En el laberinto de armarios, estanterías y cajas podría esconderse un pequeño elefante y tardaría una hora en encontrarlo. No dispongo de una hora. Por tanto, cierro la puerta y tomo las escaleras que descienden.

Ahora la escotilla del entrepuente está cerrada con llave. Y también trabada. Alguien ha querido asegurarse de que nadie entrara por allí. Sólo utilizo mi linterna en destellos fugaces. Sin duda, se trata de una medida de precaución superflua. Me encuentro en una oscuridad sin ventanas. Pero mis nervios no pueden soportar más.