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Me meto en el montacargas de la cocina. No se ha vuelto más fácil desde ayer. Al fin y al cabo, una se hace mayor.

Ahora puedo alegrarme de que no haya ningún dispositivo de seguridad. Este sistema peligrosísimo me permite que yo misma apriete el botón de ascenso.

El vuelco en el estómago, por el miedo que siento cuando subo por el hueco del ascensor, es el mismo. El silencio al llegar al final del trayecto. La cocina vacía.

A través de la claraboya brilla la luna. De camino hacia la puerta tengo una visión de mí misma tal como deben verme desde fuera. Vestida de negro pero tan pálida como un clown.

En el pasillo me encuentro con los mismos ruidos. La máquina, los retretes, la respiración de una mujer. Es como si el tiempo se hubiera detenido.

La luz de la luna que inunda el salón es azul y sensiblemente fría, como un líquido contra la piel. El movimiento del barco entre las olas hace que las siluetas de los bordes de los portillos se expandan como sombras vivas sobre la pared.

Primero voy a por los libros.

El Práctico Groenlandés, el libro de los mapas de Groenlandia del Instituto Geodésico, Las cartas náuticas del estrecho de Davis del Almirantazgo, reducidas hasta un cuarto de tamaño y recopiladas en un solo tomo. El libro Dynamics of Snow and Ice Masses, de Colbeck, sobre los movimientos del hielo. Meteorites, de Buchwald, en tres tomos. Varios números de las revistas El Mundo de la Naturaleza y Varv. Review of Medical Microbiology, de Jawetz y Melnick. Parasitology. A Handbook, de Rintek Madsen. Dion R. Belclass="underline" Lecture Notes on Tropical Medicine.

Deposito los dos últimos sobre la cubierta, pasando las hojas con la mano derecha mientras que, con la izquierda, sujeto la linterna. Bajo la voz Dracunculus han sido subrayados tantos párrafos con un rotulador de contraste amarillo que parece como si el papel hubiera cambiado de color. Los devuelvo a su sitio.

De vuelta en el pasillo, me detengo a escuchar en cada una de las puertas. De todos modos, no deja de ser una casualidad que dé con la de Toerk a la primera. La abro tres milímetros. A través del ojo de buey, la luz de la luna cae sobre el catre. Hace frío en el camarote. A pesar de ello, se ha quitado parte del edredón de encima. Su torso parece de mármol azulado. Duerme un sueño pesado. Me introduzco en el camarote y cierro la puerta detrás de mí. Son las posibilidades de elección las que nos complican la vida. Aquel que es forzado hacia delante disfruta de una vida sencilla.

Todo se da por sí solo. Ha estado sentado al escritorio trabajando. Los utensilios de escritura han sido retirados, como debe serlo todo aquello que pueda rodar a bordo de un barco. Pero los papeles siguen sobre la mesa del escritorio. Un montón, no tan grueso que no me permita poder llevármelos.

Me quedo un rato de pie contemplándolo. Me vuelvo a sorprender, como tantas veces antes desde mi infancia, de la indefensión casta de los hombres sumidos en el sueño. Podría inclinarme sobre él. Podría besarle. Podría notar los latidos de su corazón. Podría cortarle el cuello.

De pronto entiendo que mi vida se ha desarrollado de tal manera que con frecuencia he estado despierta mientras los demás dormían. He sido testigo de muchas noches tardías y muchas mañanas tempranas. No lo he querido así. Pero, no obstante, así ha sido.

Me llevo el montón de papeles al salón. No hay tiempo para sacarlos de allí.

Permanezco sentada unos instantes sin encender la luz. Le ha sobrevenido una especie de solemnidad a la estancia. Como si la luz de la luna lo hubiera encerrado todo en un cristal de color gris azulado.

Encontrar la llave de sí mismo y de su futuro es el sueño de todo hombre. Las clases de religión de la escuela dominical las impartía un catequista de la misión de los Hermanos moravos, un matemático belga, introvertido y bruto, que no sabía ni una sola palabra del dialecto de Tule. Las clases se impartían en una mezcla monstruosa de inglés, groenlandés occidental y danés. Le teníamos miedo pero, no obstante, también nos interesaba. Estábamos educados para respetar la profundidad que, a veces, subyace en la demencia. Domingo tras domingo le daba vueltas a dos cosas. A la exhortación del recientemente descubierto canon de Nag Hammadi, que recomienda aprender a conocerse a sí mismo, y a la idea de que nuestros días están contados, de que, por lo tanto, existe una aritmética divina en el universo. Todos teníamos entre cinco y nueve años. No entendíamos ni una sola palabra. Sin embargo, posteriormente recordé varias cosas de las que había dicho. Sobre todo, pensaba que me gustaría ver el cálculo cósmico de mi propia vida.

De vez en cuando siento que ha llegado el momento. Por ejemplo ahora. Como si el montón de papeles que tengo delante tuviera algo decisivo que decir sobre mi futuro.

Los antepasados de mi madre se hubieran asombrado de que la llave del universo de una de sus descendientes se encontrara en la escritura.

Arriba de todo hay una copia del informe de la Sociedad Criolita Danmark sobre la expedición de 1991 a Gela Alta. Las últimas seis páginas no son una copia. Son las fotos aéreas ligeramente movidas y técnicamente insuficientes del glaciar de Barren. Su aspecto hace honor a su reputación. Seco, frío, blanco, ajado, azotado por los vientos y abandonado, incluso por las aves.

Luego siguen una veintena de folios manuscritos con cifras y pequeños dibujos a lápiz que son absolutamente incomprensibles para mí.

Doce fotografías son copias de unas radiografías. Es posible que representen las personas que vi, hace un tiempo, sobre la pantalla en la consulta de Moritz. Es posible que representen cualquier otra cosa.

Hay más fotografías. También éstas es probable que hayan sido tomadas con rayos X. Pero el motivo no son cuerpos humanos. Sobre la imagen hay rayas regulares negras y grises, tan rectas que parecen haber sido trazadas con reglas.

Las últimas páginas están numeradas del uno al cincuenta y forman un conjunto. Es un informe.

El texto es corto y parece deficiente, los muchos dibujos con tinta china, abocetados, los cálculos han sido introducidos, en muchos casos, a mano donde a la máquina de escribir le han faltado símbolos.

Se trata de una exposición de las experiencias con el transporte de objetos de gran volumen por el hielo. Con dibujos ilustrativos de las rutinas de trabajo y cálculos cortos y concretos de las especificaciones mecánicas.

Han hecho un resumen sobre el uso de trineos pesados en las expediciones al Polo Norte. Una serie de dibujos muestra cómo se han remolcado algunos barcos sobre el hielo con el fin de evitar quedarse atrapados en él.

Varios párrafos tienen como titulo nombres cortos, como por ejemplo, «Ahnighito», «Dog», «Savik-1», «Agpalilik». Discurren sobre el transporte de los mayores fragmentos conocidos de meteoritos en Cape York. Las complicadas operaciones de rescate y navegación en la goleta Kite, el diario de navegación de Knud Rasmussen, el transporte legendario de Buchwald del Ahnighito, de treinta toneladas de peso en 1965.

Esta última sección incluye fotocopias de las fotografías que tomó Buchwald. Las he visto muchas veces antes, han acompañado cualquier artículo escrito sobre el tema durante los últimos veinte años. A pesar de ello, las veo ahora como si fuera por primera vez. Los deslizaderos hechos con traviesas. Los cabrestantes. El trineo, rudimentariamente soldado, hecho con raíles. Las fotocopias han hecho que el contraste sea muy exagerado y ha borrado los detalles. Sin embargo, todo está muy claro. Que el Kronos, en la bodega de popa, trae consigo un duplicado del equipamiento de Buchwald. La piedra que transportó hasta Dinamarca pesaba treinta toneladas y ochocientos ochenta kilos.