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—Ya lo creo que hablarás si algún Túnica Blanca te pone la mano encima —predijo sombríamente Sara.

Caramon había apartado los dedos de la espada, pero su corpachón resultaba imponente y amenazador. Tanis se cubrió la cabeza con la capucha y lo miró con expresión siniestra. El goblin adoptó un gesto ceñudo y contempló con odio al semielfo.

—No me importa lo que digas. Voy a informar de esto.

—Es tu lengua la que está en peligro —replicó Sara, que se encogió de hombros—. Recuerda lo que le pasó a Blosh. Y si no te acuerdas, ve a preguntarle. Pero no contengas el aliento esperando a que te responda.

El goblin se encogió. La lengua antes mencionada, entró y salió con nerviosismo entre los amarillentos dientes. Luego, tras echar otra mirada feroz a Tanis, el goblin se alejó a buen paso.

—Venid —dijo Sara.

Caramon y Tanis fueron tras ella, pero echaron ojeadas disimuladas hacia el goblin y vieron que la criatura abordaba a un hombre alto, vestido con armadura negra. El goblin les señaló mientras hablaba con voz chillona. Les llegó una palabra: «elfo».

—Seguid caminando —dijo Sara—. Fingid que no os habéis dado cuenta.

—Debí haberle roto el cuello —rezongó Caramon, que llevaba la mano sobre la empuñadura de la espada.

—No hay donde esconder el cadáver —explicó ella con voz fría—. Alguien habría encontrado al desgraciado y se armaría una buena. Aquí la disciplina es muy estricta.

—La zorra de Ariakan… —llegó clara la voz del goblin.

Sara apretó los labios, pero se las ingenió para sonreír.

—No creo que tengamos que preocuparnos gran cosa. Ah, tenía razón, ¿veis?

—¡Habla con respeto de la señora Sara, cara de sapo!

El caballero asestó tal bofetón al goblin que éste cayó despatarrado en el barro del patio. Luego el caballero reanudó su camino, centrado de nuevo en asuntos más importantes.

Sara siguió andando.

—Lo de que somos espías. Eso ha sido pensar con rapidez —comentó Tanis. Caramon cerraba la marcha y miraba en derredor, alerta.

—En realidad no. —Sara se encogió de hombros—. Ya tenía pensado qué decir si nos veían. Ariakan ha estado trayendo a sus agentes aquí, principalmente para impresionarlos, creo. Un goblin cometió el error de comentar que había reconocido a uno. Ariakan hizo que le cortasen la lengua. Eso me dio la idea.

—¿Y el dragón no dirá nada?

—Le he contado la misma historia. De todos modos, Llamarada me es leal. Los Azules lo son. No les gustan los Rojos.

—Ese caballero parecía respetaros… —empezó el semielfo.

—Inusitado, tratándose de una zorra, ¿no? —se le anticipó Sara.

—No iba a decir eso.

—No, pero era lo que pensabais. —La mujer siguió caminando sumida en un silencio agrio, parpadeando para protegerse de la lluvia y las rociadas de espuma que azotaban su cara.

—Lo lamento, Sara —se disculpó Tanis mientras ponía la mano sobre su brazo—. Sinceramente.

—No, soy yo quien debería disculparse. —Sara suspiró—. Sólo habríais dicho la verdad. —Alzó la cabeza con orgullo y la giró para mirarlo—. Soy lo que soy. No me avergüenzo. Volvería a hacer lo mismo. ¿Qué sacrificaríais por vuestro hijo? ¿Vuestra salud? ¿Vuestro honor? ¿Vuestra propia vida?

El viento arrastró las nubes en el cielo nocturno, y de repente, durante un instante, Solinari, la luna plateada, quedó libre del oscuro manto. Su intensa luz brilló sobre el alcázar de las Tormentas y, durante un extraño instante, Tanis vio el futuro iluminado para él, como si las palabras de Sara hubiesen abierto una puerta a una estancia alumbrada por la luna. Sólo tuvo un atisbo fugaz de peligro y amenaza agitándose alrededor de su frágil hijo como la tormentosa lluvia, y entonces las nubes cubrieron Solinari, ocultándola, impidiendo el paso de su luz plateada. La puerta se cerró, dejando a Tanis turbado y asustado.

—Ariakan no me ha tratado mal —decía Sara, un tanto a la defensiva, equivocando el angustiado silencio del semielfo por desaprobación—. Todo estuvo muy claro entre nosotros desde el principio, que sólo me tendría para su placer, nada más. No tomará esposa. Ya no. Tiene más de cuarenta años, y está casado con la guerra.

»«Los verdaderos caballeros deberían tener un único amor», dice. «Y ese amor es la batalla». Se considera un padre para los jóvenes paladines. Les enseña disciplina y a tener respeto a sus superiores y a sus enemigos. Les enseña a tener honor y abnegación. Considera que tales cosas son el secreto de la victoria de los Caballeros de Solamnia.

»«Los solámnicos no nos derrotaron», les dice a los jóvenes. «Nos derrotamos nosotros mismos, persiguiendo egoístamente nuestras insignificantes ambiciones y conquistas en lugar de unirnos para servir a nuestra gran soberana».

—«El Mal se vuelve contra sí mismo» —citó Tanis, intentando borrar el miedo que lo acosaba, la imagen plasmada en su memoria de la inesperada visión de su hijo.

—Antaño sí —dijo Sara—, pero ya no. Estos caballeros se han criado juntos desde pequeños. Son una familia muy unida. Todos los paladines jóvenes que hay aquí sacrificarían gustosamente la vida para salvar a su hermano, o para satisfacer la ambición de la Reina de la Oscuridad.

—Me cuesta creer eso —comentó Tanis, sacudiendo la cabeza—. El egoísmo está en la naturaleza del Mal, el anteponerse a uno mismo en detrimento de otros. Si no fuera así… —Vaciló y no acabó la frase.

—¿Sí? —instó Sara, para que continuara—. ¿Qué pasaría si no fuese así?

—Si los hombres perversos actuaran movidos por lo que consideran una causa noble y un fin, si estuvieran dispuestos a sacrificarse por eso… —Tanis estaba muy serio—. Entonces, sí, creo que el mundo podría estar en peligro. —El aire húmedo y frío lo hizo tiritar, y se arrebujó más en la capa—. Pero las cosas no funcionan así, gracias a los dioses.

—Reservaos vuestra opinión y vuestras preces —dijo Sara con voz temblorosa—. Todavía no conocéis al hijo de Sturm.

7

¿Por qué no preguntaste nunca?

La vivienda de Sara era una casa de dos piezas, otra más entre las muchas apiñadas contra los muros exteriores de la fortaleza, como si el propio edificio se asustara con las rompientes olas golpeando en las rocas y buscara la protección de las imperturbables paredes. Tanis alcanzaba a oír el estampido de las olas con monótona regularidad a menos de un kilómetro de donde se encontraban. Las rociadas de espuma traídas por el viento azotaban sus mejillas y les dejaban salitre en los labios.

—Apresuraos —instó Sara mientras abría la puerta—. Steel acabará su servicio pronto.

Los hizo entrar casi a empujones. Era una casa pequeña pero bien construida, cálida y seca. Apenas tenía muebles. Una olla de hierro colgaba sobre el amplio hogar de piedra. Cerca de la chimenea había una mesa y dos sillas. Detrás de una cortina, en otro cuarto, se atisbaba una cama y un baúl grande de madera.

—Steel vive en los barracones con los otros caballeros —explicó Sara mientras iba de aquí para allí, echando en la olla carne y unas pocas verduras, en tanto que Caramon se ocupaba de encender el fuego—. Pero le permiten comer conmigo.

Tanis, perdido en sus propias reflexiones, todavía acosado por aquella visión de su hijo, no dijo nada.

Sara vertió agua en la olla. Para entonces, Caramon ya tenía un buen fuego chisporroteando debajo del recipiente.

—Escondeos los dos ahí, detrás de la cortina —instruyó Sara, empujándolos hacia la habitación—. No hace falta que os diga que guardéis silencio. Por suerte, el viento y las olas hacen bastante ruido como para que en ocasiones nos cueste oír algo más que lo que hablamos entre nosotros.

—¿Cuál es vuestro plan? —preguntó Tanis.

Como respuesta, la mujer sacó un frasquito del bolsillo y lo sostuvo en alto para que lo viera.

—Un narcótico —susurró.