Tanis asintió, captando la idea. Iba a añadir algo, pero Sara sacudió la cabeza en un gesto admonitorio y corrió las cortinas con un movimiento brusco. Los dos hombres, en la penumbra, retrocedieron hasta situarse contra la pared, uno frente a otro. En caso de que al joven se le ocurriera correr la cortina, de momento sólo vería una habitación vacía.
Caramon descubrió un desgarrón en la tela que le permitió atisbar lo que ocurría al otro lado. Tanis también dio con un agujero por el que escudriñar. Los dos observaron y escucharon sumidos en un tenso silencio.
Sara se encontraba cerca de la olla; sostenía el frasquito en la mano, destapado.
Pero no lo vaciaba en la comida.
Tenía la tez pálida. Se mordió el labio, la mano le tembló.
Tanis lanzó una mirada alarmada a Caramon.
«¡No va a seguir adelante!», advirtieron los ojos del semielfo.
Los dedos de Caramon se cerraron sobre la empuñadura de la espada. Ambos se prepararon, aunque ninguno de los dos tenía muy claro qué hacer si la mujer se echaba atrás.
De repente, mascullando unas palabras que podrían ser una plegaria, Sara vertió el contenido del frasquito en el guiso de la olla.
Una estruendosa llamada sonó en la puerta. Sara tiró el frasquito vacío en el fuego y se pasó la mano por los ojos.
—Adelante —respondió.
Cogió la escoba y se puso a quitar el barro que habían dejado por el cuarto. La puerta se abrió y entró un joven. Caramon casi se cayó a través de la cortina en su afán de ver algo, y Tanis hizo una seña, instándolo a que se apartara, pero el propio semielfo tenía el ojo pegado al agujero de la cortina.
El joven, que estaba de espaldas a ellos, se quitó la capa mojada y desabrochó el cinturón de la espada. Apoyó el arma —enfundada en una vaina decorada con un hacha, una calavera y un lirio negro— contra la pared. Se despojó del peto y a continuación se quitó el yelmo con un gesto rápido e impaciente que hizo que el corazón de Tanis se encogiera con recuerdos dolorosos. Había visto a Kitiara quitarse el yelmo con aquel mismo gesto. El joven se inclinó para besar a Sara en la mejilla y puso una mano en su hombro.
—¿Cómo estás, madre? No tienes buen aspecto. ¿Has estado enferma?
Sara tenía problemas para responder, y sacudió la cabeza.
—No, sólo muy ocupada. Ya te contaré después. Estás calado hasta los huesos, Steel, ve a calentarte o cogerás una pulmonía.
Steel desanudó el cordón de cuero que sujetaba su pelo y sacudió la espesa melena. Los dos observadores reconocieron aquellos oscuros rizos. Kitiara había llevado corto el pelo, al contrario que su hijo, a quien le caía hasta los anchos hombros. Al acercarse a la chimenea y extender las manos hacia el fuego, la luz de las llamas alumbró su semblante…
Caramon soltó un silbante respingo.
—¿Qué ha sido eso? —Steel miró atentamente a su alrededor.
Caramon se llevó la mano a la boca y se apartó de la cortina. Tanis, que apenas se atrevía a respirar, se mantuvo totalmente inmóvil.
—El viento, que cimbrea esa ventana rota —respondió Sara.
—La arreglé la última vez que vine —se extrañó Steel, fruncido el entrecejo. Dio un paso hacia la cortina.
—Bueno, el pestillo ha vuelto a aflojarse —dijo Sara—. Anda, cena antes de que se enfríe. Mientras dure esta tormenta no puedes arreglar el pestillo.
Steel lanzó una última mirada hacia el cuarto de la cortina, y después regresó junto a la chimenea. Tanis cambió ligeramente la postura para no perderse nada de lo que ocurría.
El joven cogió un cuenco y lo llenó de carne estofada. Una expresión de desconcierto asomó a su semblante; olisqueó la comida.
Tanis sacudió la cabeza e hizo un gesto a Caramon, señalando la sala de estar, advirtiéndole que se preparara. Siendo dos y pillando por sorpresa al joven, tenían una oportunidad.
Steel alzó la cuchara, probó el caldo, torció el gesto y volvió a echar el contenido del cuenco en la olla.
—¿Qué… qué pasa? —inquirió Sara, anhelante.
—«Cena antes de que se enfríe» —repitió Steel, imitando su voz con cariñosa guasa—. Madre, tendría que haber sacado el guiso fuera para que estuviese más frío. ¡Ni siquiera se ha hecho aún!
—Lo… lo lamento, querido.
La sensación de alivio fue tan intensa que Sara se quedó desmadejada; y a Tanis le ocurrió otro tanto, pero le preocupaba la mujer, que temblaba y tenía el semblante ceniciento. Lógicamente, Steel no pudo menos que notarlo.
—¿Qué ocurre, madre? —preguntó, serio de nuevo—. ¿Qué te pasa? Me enteré que habías salido esta noche. ¿Qué tenías que hacer?
—Yo… Tuve que transportar a un par de espías… Desde el continente…
—¡El continente! —Las oscuras cejas del joven se fruncieron en un ceño preocupado—. ¡Espías! Eso es peligroso, madre. Corres demasiados riesgos. Hablaré con lord Ariakan y…
—No tiene importancia, Steel —lo atajó Sara, que recobró la compostura—. No fue él quien me envió. Yo misma elegí ocuparme de la misión. O lo hacía personalmente, o tenía que dejar que un desconocido montase a Llamarada, y no podía permitir tal cosa. Ya sabes que es muy temperamental.
Dio la espalda al joven, cogió el atizador y avivó el fuego. Steel la observó con un gesto serio y pensativo.
—Me resulta extraño eso de transportar espías, madre. No creía que estuvieses tan comprometida con nuestra causa.
—No es por la causa, Steel. —Sara hizo una pausa en su tarea. Habló en voz baja, con los ojos fijos en las llamas—. Eso lo sabes muy bien. Lo hago por ti.
Los labios de Steel se curvaron, adoptando de repente una expresión dura y fría. Tanis, que no lo perdía de vista, reconocía aquel gesto. Y también Caramon, que se puso tenso, dispuesto a actuar.
—¿Transportas espías por mí, madre? —El tono del joven sonaba burlón, desconfiado.
Sara soltó el atizador, se incorporó y se volvió hacia su hijo.
—Algún día, Steel, cabalgarás hacia la guerra. Lo apruebe o no, haré cuanto esté en mi mano para velar por tu seguridad. —Entrelazó las manos—. ¡Oh, hijo mío! ¡Reconsidéralo! ¡No tomes esos votos! No entregues tu alma a…
—Ya hemos hablado de esto antes, madre —la interrumpió el joven, exasperado.
—¡No quieres hacerlo realmente! ¡Sé que no! —La mujer se acercó a él y lo agarró—. No puedes entregar tu alma a su Oscura Majestad…
—No sé qué quieres decir, madre —replicó Steel, que se soltó de un tirón de las manos de Sara.
—Por supuesto que lo sabes. Tienes dudas. —Bajó el tono de voz y echó una ojeada nerviosa hacia la ventana y al patio azotado por la lluvia, donde se anunciaba ya el amanecer—. Sé que las tienes. Por eso has esperado tanto a tomar los votos. No dejes que Ariakan te presione…
—¡La decisión es mía, madre! —En la voz de Steel había un timbre cortante como el filo de un cuchillo—. Se avecina la guerra, como has dicho. ¿Crees que quiero entrar en batalla a pie, dirigiendo a un grupo de goblins mientras otros hombres, con la mitad de mi habilidad en combate a lomos de un dragón, alcanzan el honor y la gloria? Tomaré los votos, y serviré a la Reina de la Oscuridad con toda mi pericia. En cuanto a mi alma, es mía. Y seguirá siéndolo. No le pertenece a ningún hombre ni a ninguna deidad.
—Todavía no —argüyó Sara.
Steel no contestó. La apartó a un lado y cruzó la estancia para ir a detenerse frente a la chimenea, mirando fijamente la olla.
—¿Está eso listo para comer? Me muero de hambre.
—Sí, ya está caliente —dijo Sara con un suspiro—. Siéntate.
Al percibir el tono pesaroso de la mujer, Steel miró hacia atrás, arrepentido, aunque a regañadientes.
—Siéntate tú, madre. Pareces exhausta.
Respetuoso, atento, condujo a Sara hasta una silla y la apartó para que se acomodara en ella. La mujer se dejó caer en el asiento y después alzó los ojos hacia su hijo con expresión añorante. Obviamente, al joven le incomodó su silenciosa súplica, de modo que le dio la espalda bruscamente. Sirvió dos cuencos con el guiso y los puso en la mesa, delante de cada uno de ellos.