—La joya elfa es un presente de amor. No…
—Tienes razón, amigo —le interrumpió el semielfo—. Es un objeto maravilloso. Con mucha magia.
—Esto es un truco —opinó Steel, que llevó la mano hacia la espada, olvidando que no la llevaba, que la había dejado en casa de su madre. Enrojeció y apretó los puños—. Lo que intentáis es cogerme prisionero. Una vez entremos en la Torre, me entregaréis a los caballeros. Ése es tu plan, ¿verdad, madre?
—¡No, Steel! —gritó Sara—. Ésa nunca fue mi intención, te lo aseguro. Ni la de estos hombres. Si después decides regresar al alcázar de las Tormentas, no haremos nada para impedírtelo. La decisión será tuya, hijo.
—Por mi honor y mi vida, te juro que esto no es una añagaza. Te protegeré como si fueras mi propio hijo —manifestó Tanis en voz queda.
—Y yo también, sobrino. —Caramon asintió enérgicamente y luego posó la mano en la empuñadura de la espada—. Eres mi sangre. Tienes mi palabra. Lo juro por mis hijos, tus primos.
—Lucharéis en mi defensa. —Steel rió—. Gracias, pero dudo que llegue el día en que necesite la ayuda de dos hombres maduros y blandos que… —Hizo una pausa, repentinamente consciente de lo que había oído: Sobrino. Primos. Sus oscuros ojos se entrecerraron—. ¿Quién eres?
—Tu tío, Caramon Majere —repuso el hombretón con dignidad—. Y él es Tanis Semielfo.
Steel observó a Caramon con aire especulativo y curiosidad.
—El hermanastro de mi madre. —Los oscuros iris se volvieron hacia Tanis—. Y uno de sus amantes, según lord Ariakan. —Los labios del joven se curvaron.
Tanis enrojeció. «Aquello quedó en el pasado y está olvidado —se recordó—. Kitiara lleva muerta muchos años. Amo a Laurana. La amo, con toda mi alma y mi corazón. No he pensado en Kit en todos estos años, y ahora, con un parpadeo, un giro de cabeza, esa sonrisa sesgada, y todo vuelve de golpe a mi cabeza. Mi vergüenza, mi indiscreción. Nuestra juventud, nuestro gozo…».
—Así que los dos habéis venido a salvarme de mí mismo —dijo Steel con amargo sarcasmo.
—Sólo queremos darte otra opinión —repuso el semielfo, encogidos los hombros para protegerse del frío viento y contra unas emociones igualmente heladoras—. Como Sara ha dicho, la decisión será tuya.
—Para eso luchamos en la guerra, sobrino —añadió Caramon—. Para que la gente tuviese opciones.
—Sobrino. —Steel sonrió, y el gesto quería ser cínico y arrogante, pero sus labios temblaron antes de que pudiera apretarlos, y durante un fugaz instante hubo un atisbo de un niño solitario y triste.
Fue entonces, en ese momento, cuando Tanis llegó a creer realmente que el joven era hijo de Sturm. En aquella expresión de sombrío orgullo y angustia el semielfo volvió a ver al joven caballero que creció durante un tiempo en el que los propios Caballeros de Solamnia eran odiados y vilipendiados, cuando se sintió despreciado, cuando lo hicieron avergonzarse de su derecho de nacimiento.
Sturm había sabido lo que era ser distinto a los demás. Había utilizado su orgullo como un escudo contra el odio y los prejuicios. Aquel escudo de orgullo fue difícil de llevar al principio, pero Sturm aprendió a aliviar su peso con estoicismo y altruismo. Este oscuro paladín llevaba el peso del escudo con anhelo, de buen grado, y le había dejado marcas crueles.
Tanis abrió la boca, a punto de manifestar en voz alta sus pensamientos, pero lo pensó mejor. «Nada de lo que diga atravesará ese escudo, esa negra y cruel armadura. Es el hijo de Sturm, sí, pero también lo es de Kitiara. Es una criatura de perversa oscuridad y de luz sagrada».
—Les debes a estos caballero una disculpa, Steel —reprendió severamente Sara al joven—. Han demostrado lo que valen en la batalla, algo que tú aún tienes pendiente. No tienes derecho a faltarles al respeto.
La regañina de su madre hizo que las mejillas de Steel se pusieran rojas, pero el joven había sido criado en una escuela estricta.
—Os presento mis disculpas, señores —dijo con fría formalidad—. Conozco vuestras hazañas durante la guerra. Puede que os cueste creerlo —añadió con una severa sonrisa—, pero a los que servimos a Takhisis se nos ha enseñado a teneros respeto.
En verdad a Tanis le costaba creerse esto, no le gustaba considerar las implicaciones que tenía tal idea.
—Entonces os habrán enseñado a respetar las hazañas de tu padre…
—Si es que Sturm Brightblade fue mi padre —repuso Steel—. Me enseñaron a admirar su muerte heroica, la de alguien que se enfrenta solo a muchos enemigos. También me han enseñado a honrar la memoria de mi madre, Kitiara, la Señora del Dragón que lo mató.
Aquel comentario acalló a todos. Caramon rebulló apoyando el peso en uno y en otro pie, tosió, y clavó la vista en el suelo. Tanis soltó un suspiro exasperado y se pasó la mano por el cabello. Una maldición si Steel descubría quién fue su padre, según le había dicho Ariakan al joven. Tanis estaba empezando a creer que era verdad. Por mucho que lo intentaba, era incapaz de ver qué de bueno podía salir de toda aquella desdichada situación.
Steel les dio la espalda a todos. Caminó hacia el borde del saliente y contempló desde allí arriba, con interés, la Torre del Sumo Sacerdote.
—Lo siento Sara —dijo el semielfo en voz baja—. Diré esto por última vez. Vuestro plan no va a funcionar. Por mucho que digamos o hagamos, no le haremos cambiar de idea. Steel tiene razón. Deberíais marcharos los dos ahora, regresar a casa.
Los hombros de la mujer se hundieron. Sara cerró los ojos y se llevó una temblorosa mano a la boca. Las lágrimas corrieron por su semblante agobiado. Era incapaz de hablar, pero asintió con la cabeza.
—Vamos, Caramon —dijo Tanis—. Tenemos que salir de estas montañas antes de que anochezca.
—Un momento —instó de repente Steel, que se dio media vuelta y caminó hasta situarse junto a Sara. Le rozó la mejilla con los dedos y le hizo girar la cara hacia el sol—. Estás llorando —musitó, y en su voz había asombro—. En todos estos años jamás te había visto llorar.
Sabía cómo defenderse contra un batallón de caballeros, pero las lágrimas de su madre lo desarmaron por completo.
—¿De verdad quieres que pase por esta… necedad? —inquirió, frustrado, impotente y perplejo.
La expresión de Sara se tornó radiante, y se aferró a él con ansiedad.
—Oh, sí, Steel. ¡Por favor! Hazlo por mí.
Tanis y Caramon aguardaron en silencio. Steel miró a su madre; en su semblante se reflejaba la batalla que se libraba en su interior. Entonces, tras lanzar una mirada sombría a los dos hombres, manifestó fríamente:
—Os acompañaré, señores… por el bien de ella.
Giró sobre sus talones y se encaminó al borde del saliente, desde donde saltó a otra cornisa que había debajo, y empezó a bajar la ladera entre la maraña de rocas con la agilidad y fuerza propias de la juventud.
Cogido completamente por sorpresa, Tanis se apresuró a ir en pos de él, pero sus elegantes y caras botas —destinadas a caminar por su palacete, no para trepar por montañas— resbalaron en un montón de grava. Perdió el equilibrio y habría rodado ladera debajo de no ser porque una mano fuerte le agarró por el cuello de la túnica y lo sostuvo firmemente.
—Tómatelo con calma, amigo —dijo Caramon—. Tenemos un largo recorrido por delante, y no va a ser nada fácil ni para nuestras botas ni para nuestros huesos. —Señaló con un gesto de la cabeza a Steel, cuyos oscuros rizos apenas se veían entre los peñascos—. Deja que nuestro joven amigo camine solo durante un rato. Necesita tiempo para pensar. Su mente debe de ser como esa corriente de ahí.
Un arroyo, espumoso y burbujeante, corría en remolinos entre las piedras y de vez en cuando se detenía en oscuros estanques para después liberarse y seguir su marcha imparable hasta su destino final, el eterno mar.