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De modo que me preguntaréis: «Fizban, poderoso y gran hechicero, ¿cuáles son unas y cuáles otras?».

Y yo, Fizban, el Poderoso y Gran Hechicero, respondo: «Mientras hayáis disfrutado con ellas, cabezas de chorlito, ¿qué más da?».

Bueno, bueno. Me alegro de que eso haya quedado aclarado.

Bien, id a llenar vuestras mochilas. Meted los pañuelos en el bolsillo. Coged vuestras jupaks. Vamos, nos aguardan montones de aventuras. ¡Venid! ¡Olvidad las preocupaciones! Viajad de nuevo con Weis y Hickman a través de Krynn, aunque sólo sea durante un corto tiempo. No se quedarán mucho, pero tienen planeado regresar.

(¡Quizá la próxima vez me devuelvan mi sombrero!).

Eh… ¿Cómo demonios me llamo? Ah, sí.

Os saluda atentamente,
Fizban el Fabuloso

El hijo de Kitiara

Al borde del mundo deambula el malabarista, ciego y sin rumbo, confiando en la venerable amplitud malabarista de sus manos. Deambula al borde de una antigua historia, haciendo malabarismos con lunas, haciendo desfilar a su paso las anónimas estrellas fijas. Algo parecido al instinto y algo parecido al ágata dura y transparente en la profundidad de sus reflejos insufla vida en el aire a los objetos: estiletes y botellas, pinzas de madera y ornamentos lo visto y lo no visto —todo reagrupado de nuevo— traducido en luz y destreza,
Nos guiamos por esta versión de luz: constelaciones de recuerdos y una química nacida en el alambique de la sangre, donde el motivo y la metáfora y el impulso de la noche con el temple de la mañana cristalizan en nuestros semblantes, en las líneas de las huellas de nuestros dedos que se alzan.
Algo en cada uno de nosotros anhela ese equilibrio, esas químicas desaparecidas que templaban el acero. Lo mejor del malabarismo radica en las treguas que dan forma a nuestra intención a través de cuchillos, de filamento de botellas medio vacías y espejos y químicas, y del olvidado filón de la noche.

1

La extraña petición de un jinete de dragón azul

Era otoño en Ansalon, en Solace. Las hojas de los vallenwoods, a decir de Caramon, estaban más hermosas que nunca, con las tonalidades rojas tan intensas como el fuego, las doradas brillando más que las monedas recién acuñadas que llegaban de Palanthas. Tika, la esposa de Caramon, coincidía con su opinión. Jamás se habían visto colores semejantes en Solace.

Cuando el hombretón salió de la posada para subir otro barril de la cerveza negra, Tika sacudió la cabeza y se echó a reír.

—Caramon dice lo mismo todos los años: las hojas tienen más color y están más hermosas que el año anterior. Nunca falla.

Los clientes rieron con ella, y unos cuantos le tomaron el pelo al hombretón cuando éste regresó a la posada con el pesado barril de cerveza negra cargado a la espalda.

—Las hojas están un poco marrones este año —comentó tristemente uno de ellos.

—Secándose, sí —añadió otro.

—Sí, se están desprendiendo muy pronto, antes de que tengan tiempo de cambiar completamente de color —abundó un tercero.

La expresión de Caramon se tornó sorprendida. Negó rotundamente que tal cosa fuera cierta e incluso arrastró a los incrédulos al porche y casi les metió la cara en una de las frondosas ramas para demostrar la veracidad de su afirmación.

Los clientes —vecinos de Solace de toda la vida— admitieron que tenía razón, que las hojas nunca habían estado tan bonitas, tras lo cual Caramon, tan satisfecho como si las hubiese pintado él personalmente, condujo a los clientes de vuelta al interior de la taberna y los invitó a una ronda gratis de cerveza. También eso se repetía todos los años.

La posada El Ultimo Hogar se encontraba especialmente concurrida aquel otoño. A Caramon le habría gustado atribuir a las hojas ese aumento en el negocio; eran muchos los que viajaban a Solace, en estos tiempos de relativa paz, para contemplar los maravillosos vallenwoods, que crecían exclusivamente allí y en ningún otro lugar de Krynn (a despecho de las afirmaciones contrarias, hechas por ciertas ciudades envidiosas, cuyos nombres no se mencionarán).

Pero incluso Caramon tuvo que dar la razón a Tika y a su mentalidad práctica. El inminente Cónclave de Hechiceros tenía mucho más que ver en el incremento de clientes que las hojas, por hermosas que éstas fueran.

Un Cónclave de Hechiceros se celebraba rara vez en Krynn, y sólo se llevaba a cabo cuando los magos de alto nivel de las tres Órdenes —Blanca, Roja y Negra— consideraban necesario que todos los que practicaban la magia a cualquier nivel, desde el aprendiz más reciente hasta el hechicero más diestro, se reunieran para discutir asuntos del arcano arte.

Magos de todo Ansalon viajaban a la Torre de Wayreth para asistir al Cónclave. También estaban invitadas algunas personas pertenecientes a las llamadas razas de la Gema Gris, que no usaban la magia pero sí tenían que ver con la creación de diversos objetos y artefactos mágicos. Varios miembros de la raza enana eran invitados distinguidos. Un grupo de gnomos llegó, cargado con planos, esperando persuadir a los hechiceros de que lo admitieran. Ni que decir tiene que también aparecieron numerosos kenders, pero fueron rechazados con delicadeza, aunque firmemente, en la frontera.

El Ultimo Hogar era la última posada cómoda antes de que un viajero llegara al mágico bosque de Wayreth, en el que se encontraba una de las Torres de la Alta Hechicería, las ancestrales sedes de magia en el continente. Muchos magos y sus invitados paraban en la posada de camino a la Torre.

—Han venido para admirar el color de las hojas —remarcaba Caramon a su esposa—. La mayoría de estos hechiceros habrían podido trasladarse mágicamente a la Torre sin molestarse en hacer paradas en el camino.

Tika se reía, se encogía de hombros y convenía con su marido que sí, que debía de ser por las hojas, de modo que Caramon se mostraba inusualmente satisfecho de sí mismo durante el resto del día.

Ninguno mencionaba el hecho de que todos los magos, hombres o mujeres, que llegaban para albergarse en la posada llevaban consigo un pequeño presente de estima y recuerdo hacia el gemelo de Caramon, Raistlin. Hechicero de gran poder y mayor ambición, Raistlin se había vuelto hacia el Mal y había estado a punto de destruir el mundo, pero al final se había redimido sacrificando su propia vida; de ello hacía ya veinte años. Una pequeña habitación de la posada se consideraba el «cuarto de Raistlin» y ahora estaba repleta de diferentes regalos (algunos de ellos mágicos) dejados allí para conmemorar la vida del hechicero. (¡A ningún kender se le permitía acercarse a aquel cuarto!).

Faltaban sólo tres días para el Cónclave de Hechiceros, y esa noche, por primera vez desde hacía una semana, la posada se hallaba vacía. Todos los magos habían reanudado el viaje, ya que el bosque de Wayreth era un lugar engañoso; uno no lo encontraba, sino al revés. Todos los hechiceros, incluso los de más alto rango, sabían que era posible que se pasaran un día entero deambulando de un lado para otro, esperando que el bosque apareciese.

Así pues se habían marchado, y ninguno de los clientes habituales había vuelto aún. Los vecinos, tanto de Solace como de las comunidades aledañas, que acudían a la posada a diario, ya fuera por la cerveza o por las patatas picantes de Tika o por ambas cosas, no se dejaban ver por allí cuando aparecían los magos. Los practicantes de la magia (a diferencia de los viejos tiempos en los que se los perseguía) eran tolerados en Ansalon, pero no se confiaba en ellos, ni siquiera en los que llevaban la Túnica Blanca y que servían al Bien.