La primera vez que se celebró el Cónclave —varios años después de la Guerra de la Lanza— Caramon había abierto su posada a los magos (en muchas rehusaban servirles), y había habido problemas. Los clientes habituales protestaron enérgica y duramente, y uno de ellos estaba lo bastante ebrio para intentar intimidar y molestar a un joven hechicero Túnica Roja.
Aquélla fue una de las contadas veces que la gente de Solace pudo recordar haber visto furioso a Caramon, y aún se seguía hablando de ello en la actualidad, bien que no en presencia del posadero. Al borracho lo sacaron de la posada con los pies por delante, después de que sus amigos le soltaran la cabeza de la horquilla de una rama que crecía dentro del establecimiento.
Tras el incidente, cada vez que se celebraba un Cónclave los clientes habituales se marchaban a otras tabernas, y Caramon servía a los magos. Cuando el Cónclave acababa, la clientela regresaba y las cosas volvían a la normalidad.
—Esta noche —dijo Caramon, que hizo una pausa en el trabajo para mirar a su esposa con admiración— nos acostaremos pronto.
Llevaban casados más de veintidós años, y Caramon seguía firmemente convencido de que se había desposado con la mujer más hermosa de Krynn. Tenían cinco hijos; tres varones —Tanin, de veinte años en el momento de esta historia; Sturm, de diecinueve; y Palin, de dieciséis—, y dos chicas —Laura y Dezra—, de cinco y cuatro años respectivamente. Los dos mayores soñaban con ser caballeros y siempre andaban buscando aventuras, que era donde se encontraban esa noche. El más joven, Palin, estudiaba magia. «Es un capricho pasajero —afirmaba Caramon—. Se le pasará pronto». En cuanto a las niñas… En fin, ésa era otra historia.
—Será estupendo irse pronto a la cama, para variar —repitió el hombretón.
Tika, que barría el suelo con movimientos enérgicos, frunció los labios para no descubrirse echándose a reír.
—Sí —contestó con un suspiro—, gracias a los dioses. Estoy tan cansada que probablemente me quede dormida antes de que haya apoyado la cabeza en la almohada.
La expresión de su marido se tornó inquieta. El hombretón soltó el paño con el que secaba las jarras recién lavadas y rodeó el mostrador.
—No estarás tan cansada, ¿verdad, querida? Palin se encuentra en la escuela, los dos mayores han ido a visitar a Goldmoon y Riverwind, y las niñas están acostadas. Sólo quedamos tú y yo, y pensé que… en fin… podíamos pasar un rato… ejem… charlando.
Tika se volvió para que no viera su sonrisa.
—Sí, sí, estoy cansada —repuso, a la par que soltaba otro suspiro—. He tenido que hacer un montón de camas, además de supervisar a la nueva cocinera y poner las cuentas al día.
Los hombros de Caramon se hundieron.
—Bueno, está bien —farfulló—. ¿Por qué no te vas a acostar y yo acabaré de…?
Tika soltó la escoba, se echó a reír y rodeó con los brazos —hasta donde podían llegar— a su marido, cuyo contorno había ensanchando de manera considerable a lo largo de los años.
—Grandísimo zoquete —musitó cariñosamente—. Sólo te tomaba el pelo. Pues claro que iremos a la cama y «pasaremos un rato charlando», ¡pero recuerda que como resultado de esas «charlas» tenemos a nuestros hijos! Vamos. —Tiró del delantal de su marido, juguetona—. Apaga las luces y atranca la puerta. Dejaremos lo que queda por hacer para mañana.
Caramon, sonriente, cerró la puerta de golpe, e iba a echar la pesada tranca de madera cuando alguien llamó desde fuera.
—¡Oh, maldita sea! —Tika frunció el ceño—. ¿Quién puede ser a estas horas de la noche? —De un soplido, apagó rápidamente la vela que llevaba en la mano—. Haremos como si no hubiésemos oído nada. Quizá se marche.
—No sé —empezó el buenazo de Caramon—. Esta noche va a helar…
—¡Oh, Caramon! —dijo exasperada Tika—. Hay otras posadas…
Se repitió la llamada, más fuerte en esta ocasión.
—¿Posadero? —dijo una voz—. Lamento llegar tan tarde, pero estoy sola y en un terrible apuro.
—Es una mujer —dijo Caramon, y Tika supo que había perdido. Sin embargo, por discutir un poco no pasaba nada.
—¿Y qué hace una mujer sola deambulando por ahí tan tarde? Apuesto que nada bueno.
—Oh, vamos, Tika —empezó Caramon en aquel tono engatusador que tan bien conocía ella—, no digas eso. Quizá va a visitar a un pariente enfermo y la oscuridad la sorprendió en el camino, o…
—Anda, abre. —Tika encendió la vela.
—¡Ya voy! —bramó el hombretón. Mientras se dirigía a la puerta hizo una pausa para mirar a su mujer—. Deberías echar lefia al hogar de la cocina. Quizá tenga hambre.
—Pues que coma carne fría y queso —espetó Tika al tiempo que soltaba la vela en la mesa con un seco golpe.
Tika era pelirroja, y aunque el cabello había encanecido, suavizando el tono con la edad, no ocurría lo mismo con su carácter. Caramon dejó a un lado el tema de la comida caliente.
—Probablemente está muy cansada —adujo, con la esperanza de tranquilizar a su mujer—. Sin duda se irá derecha a su habitación.
Tika resopló. Puesta en jarras, asestó una mirada iracunda a su marido.
—¿Vas a abrirle la puerta o la vas a dejar ahí fuera, helándose?
Caramon agachó la cabeza, abochornado, y se apresuró a abrir.
En el umbral había una mujer, pero no era como había esperado ninguno de los dos, e incluso el compasivo Caramon, al verla, pareció plantearse si dejarla entrar o no.
Iba abrigada con capa y botas, y llevaba el yelmo y los guantes de cuero propios de un jinete de dragón. Eso, por sí mismo, no era significativo; muchos jinetes de dragones pasaban por Solace en esos días. Pero el yelmo, la capa y los guantes eran de un color azul oscuro, ribeteados en negro. La luz brilló fugazmente en escamas azules y se reflejó en los pantalones de cuero y las botas negras.
Un jinete de Dragón Azul.
Alguien así no había vuelto a verse en Solace desde los tiempos de la guerra, y por una buena razón. Si la hubiesen sorprendido de día, la habrían apedreado. O, como poco, se la habría detenido y tomado como prisionera. Incluso en la actualidad, veinticinco años después del final de la guerra, los habitantes de Solace recordaban claramente a los Dragones del Mal que incendiaron y arrasaron su ciudad y mataron a muchos de los suyos. Y había veteranos que habían combatido en la Guerra de la Lanza —Caramon y Tika entre ellos— y que recordaban con odio a los Dragones y a sus jinetes, servidores de la Reina de la Oscuridad.
Los ojos, a la sombra del yelmo azul, sostuvieron la mirada de Caramon con firmeza.
—¿Tenéis habitación para pasar la noche, posadero? He viajado un largo trecho y estoy muy cansada…
La voz que salió de detrás de la máscara sonó melancólica, débil y… nerviosa. La mujer se mantuvo a la sombra del umbral, y mientras esperaba ia respuesta de Caramon, miró hacia atrás un par de veces, pero no hacia el suelo, sino al cielo.
Caramon se volvió hacia su mujer. Tika era sagaz juzgando a las personas, una habilidad sencilla de adquirir si a uno le gustaba la gente, cosa que le ocurría a ella. Hizo una inclinación de cabeza brusca y breve.
El hombretón se volvió y con un ademán indicó a la mujer que pasara. Ella echó una última ojeada por encima del hombro y luego entró rápidamente, evitando que le diese la luz directa. El propio Caramon echó un vistazo al exterior antes de cerrar.
El cielo estaba intensamente alumbrado, ya que la luna roja y la blanca se encontraban fuera y muy cerca la una de la otra, aunque no tanto como lo habían estado unos cuantos días antes. La luna negra también estaba allá arriba, en alguna parte, aunque sólo podían verla quienes servían a su Oscura Majestad. Aquellos cuerpos celestes ejercían dominio sobre tres fuerzas: el Bien, el Mal y el equilibrio entre ambos.
Caramon cerró de golpe y colocó la pesada tranca. La mujer dio un respingo cuando el grueso madero se asentó en su sitio con estruendo, ya que estaba embebida en la tarea de soltar el broche que sujetaba la capa; un broche hecho de madreperla que irradiaba un débil y fantasmagórico brillo en la penumbra de la posada apenas iluminada. Le tembló la mano, y el broche cayó al suelo. Caramon se agachó para recogerlo, pero la mujer se movió rápidamente para adelantarse e intentó ocultarlo.