El posadero se inclinó sobre ella, fruncido el ceño.
—Un extraño adorno —dijo mientras la obligaba a abrir el puño para que Tika viera el broche. El hombretón descubrió, ahora que podía observarlo bien, que detestaba tocarlo.
Su mujer escudriñó el broche y apretó los labios. Quizás estaba pensando que su infalibilidad para juzgar a las personas había fallado finalmente.
—Un lirio negro.
El lirio negro, una flor azabache, cerosa, con cuatro pétalos puntiagudos y el centro rojo como sangre, tenía fama, conforme a una leyenda elfa, de brotar en las tumbas de quienes habían muerto de forma violenta. Se decía que germinaba en el corazón de la víctima, y que si se arrancaba, el tallo roto sangraría.
La mujer retiró bruscamente la mano y guardó el broche entre la piel que bordeaba su capa.
—¿Dónde habéis dejado a vuestro dragón? —instó severamente Caramon.
—Escondido en un valle, cerca de aquí. No tenéis por qué preocuparos, posadero. La tengo controlada y me es totalmente leal. No hará daño a nadie. —La mujer se quitó el yelmo de cuero azul que llevaba para protegerse el rostro durante el vuelo—. Os doy mi palabra.
Una vez que estuvo destocada, la imagen del temible y formidable jinete de dragón desapareció, y en su lugar surgió una mujer de mediana edad; era difícil de calcular su edad juzgando por su aspecto. Tenía arrugas en la cara, pero eran más las huellas dejadas por el dolor que por los años. El cabello trenzado era canoso, (diríase que prematuramente. Tampoco sus ojos eran los crueles, duros, implacables de quienes servían a Takhisis, sino afables, tristes y… asustados.
—Os creemos, mi lady —manifestó Tika, con una mirada desafiante al silencioso Caramon; una mirada que, a decir verdad, el hombretón no merecía.
Caramon reaccionaba siempre con lentitud, no porque fuese lerdo (como hasta sus mejores amigos lo habían considerado antaño, de jóvenes), sino porque siempre examinaba los acontecimientos nuevos o extraños desde cualquier punto de vista concebible. Esas cavilaciones lo hacían parecer lento de entendederas, y frecuentemente sacaba de sus casillas a sus compañeros (incluida su esposa) de razonamiento más rápido. Pero Caramon se negaba a que le metieran prisa y, en consecuencia, a menudo llegaba a unas conclusiones sorprendentemente perspicaces.
—Estáis temblando, milady —añadió Tika, en tanto que su marido seguía sin reaccionar, con la mirada perdida en el vacío, de modo que lo dejó en paz. Conocía bien las señales de la mente de su esposo en pleno proceso de reflexión. Condujo a la otra mujer más cerca de la chimenea—. Sentaos aquí. Atizaré el fuego. ¿Os apetece comer algo? Sólo tardaré un minuto en encender la lumbre…
—No, gracias. No os molestéis con eso. Sólo es el frío lo que me hace temblar. —La mujer pronunció las últimas palabras en voz baja. Más que sentarse en el banco, se dejó caer en él.
Tika soltó el atizador que había estado utilizando para avivar el fuego en la chimenea.
—¿Qué ocurre, milady? Os habéis escapado de una terrible prisión, ¿verdad? Y os están persiguiendo.
La mujer alzó la cabeza y miró asombrada a Tika, tras lo cual esbozó una lánguida sonrisa.
—Casi habéis dado en el blanco. ¿Tanto trasluce mi cara? —Se llevó la mano a la mejilla ajada.
—Esposo, ¿dónde está tu espada? —Tika se enderezó con brío.
—¿Eh? —Sacado de sus reflexiones, Caramon levantó bruscamente la cabeza—. ¿Qué? ¿Espada?
—Despertaremos al alguacil. Que la milicia ciudadana entre en acción. No os preocupéis, milady. —Mientras hablaba, Tika desanudó su delantal—. No os llevarán de vuelta allí.
—¡No, esperad! —La mujer parecía más asustada de toda esa actividad desplegada por ella que de cualquiera que fuera el peligro que la amenazara.
—Espera un momento, Tika —dijo Caramon mientras ponía la mano en el hombro de su mujer. Y cuando Caramon utilizaba ese tono, su testaruda esposa siempre escuchaba—. Tranquilízate. —Se volvió hacia la otra mujer, que se había puesto de pie, alarmada—. No os preocupéis, milady. No le diremos a nadie que os encontráis aquí hasta que vos no queráis que lo hagamos.
La mujer soltó un suspiro de alivia y volvió a sentarse en el banco.
—Pero, querido… —empezó Tika.
—Ha venido aquí a propósito, querida —la interrumpió Caramon—. No paró en la posada sólo buscando habitación. Vino con la idea de encontrar a alguien que viviera en Solace. Y no creo que se escapara de un lugar horrible, sino que se marchó. —Su voz se tornó severa—. Y me parece que cuando se vaya, regresará allí… por su propia voluntad.
La mujer se estremeció. Hundió los hombros y agachó la cabeza.
—Tenéis razón. He venido para encontrar a alguien de Solace. Vos, un posadero, quizá sabríais dónde podría localizar a ese hombre. He de hablar con él esta noche. No me atrevo a quedarme más tiempo. Tiempo… —Se retorció las manos enfundadas en los guantes azules—. Se está acabando.
Caramon cogió su capa, colgada en una clavija, detrás del mostrador.
—¿Quién es? Decidme cómo se llama e iré corriendo a buscarlo. Conozco a todos los que viven en Solace…
—Espera un momento. —La prudente Tika lo detuvo—. ¿Qué queréis de ese hombre?
—Puedo deciros su nombre, pero no el motivo por el que quiero verlo, más por su propio bien que por el mío.
—¿Y esto atraerá sobre él también ese peligro que quiera que sea en el que estáis vos? —preguntó el posadero, fruncido el ceño.
—¡No lo sé! —La mujer eludió sus ojos—. Tal vez. Lo lamento, pero…
Caramon sacudió lentamente la cabeza.
—No puedo despertar a un hombre en mitad de la noche y conducirlo a lo que podría ser su perdición…
—Podría haberos mentido —adujo la mujer, que alzó sus angustiados ojos hacia él—. Podría haberos dicho que todo iría bien, pero eso no lo sé. ¡Sólo sé que soporto un secreto y he de compartirlo con la única persona viva que tiene derecho a saberlo! —Alargó la mano y cogió la de Caramon—. Hay una vida en juego. ¡No, es más que una vida! ¡Un alma!
—No nos corresponde a nosotros juzgarlo, cariño —intervino Tika—. Es ese hombre, sea quien sea, el que debe decidir por sí mismo.
—De acuerdo, iré a buscarlo. —El posadero se echó la capa sobre los hombros—. ¿Cómo se llama?
—Majere. Caramon Majere —dijo la mujer.
—¿Caramon? —exclamó él, estupefacto.
La desconocida confundió su estupor por reticencia.
—Sé que pido un imposible. Caramon Majere, un Héroe de la Lanza, uno de los guerreros más renombrados de Ansalon, ¿cómo querría tener nada que ver con alguien como yo? Pero si no viene, decidle… —Hizo una pausa para pensar qué podía revelar—. Decidle que he venido por algo relacionado con su hermana.
—¡Con su hermana! —Caramon se apoyó bruscamente en la pared. El golpe sacudió la posada.
—¡Paladine nos asista! —Tika entrelazó las manos con fuerza—. No será… Kitiara.
2
El hijo de Kitiara
Caramon se quitó la capa e intentó colgarla, pero no acertó a dar con la clavija y la prenda cayó al suelo. No se molestó en recogerla. La mujer observó aquello con creciente desconfianza.
—¿Por qué no vais a buscarlo?
—Porque ya lo habéis encontrado. Soy Caramon Majere.
La extraña se quedó sorprendida, y después su expresión se tornó dubitativa.
—Podéis preguntar a cualquiera —se limitó a decir Caramon mientras agitaba la mano señalando la posada y hacia fuera—. ¿Qué ganaría mintiendo? —Enrojeció, se palmeó el estómago y después se encogió de hombros—. Sé que no tengo aspecto de héroe…