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—¡Decídete de una vez, Tanis! —instó Dalamar. Las pisadas se oían muy cerca ya.

—Ya es demasiado tarde para eso, Alhana —dijo el semielfo mientras envainaba el arma—. Lo sabéis, ¿verdad? Demasiado tarde.

La mujer intentó hablar, pero sus palabras dieron paso a un suspiro, y su mano resbaló sin fuerza del brazo de Tanis.

—En tal caso, me marcho —anunció Dalamar—. ¿Vienes, semielfo?

Tanis sacudió la cabeza. El elfo oscuro metió las manos bajo las mangas de la túnica.

—Adiós, reina Alhana. Que los dioses os acompañen. Y no olvidéis mi oferta.

Hizo una respetuosa reverencia, articuló unas palabras mágicas y desapareció.

Alhana se quedó mirando fijamente el lugar ocupado un momento antes por el elfo oscuro.

—¿Qué le está ocurriendo al mundo? —murmuró—. Los amigos me traicionan… Los enemigos me tratan con amistad…

—Vivimos unos tiempos marcados por el Mal —contestó Tanis en tono amargo—. La noche regresa.

En su visión, la luna plateada brillaba a través de nubes de tormenta, su luz alumbrando el tiempo suficiente para iluminar el camino, y después desaparecía, tragada por la oscuridad.

La puerta se abrió bruscamente y los guardias kalanestis entraron corriendo. Dos de ellos agarraron a Tanis por los brazos. Uno lo despojó del arma y otro apoyó un cuchillo en su garganta. Otros dos sujetaron a Alhana.

—¡Traidores! ¿Cómo osáis poner vuestras manos en mí? —demandó la elfa—. Hasta que cruce la frontera, sigo siendo vuestra reina.

Los kalanestis parecieron arredrarse ante sus palabras y se miraron con incertidumbre.

—Soltadla. No causará problemas —ordenó Rashas, que se encontraba en el umbral—. Escoltad a la bruja hasta la frontera con Abanasinia, y expulsadla por orden del Thalas-Enthia.

Alhana pasó ante el senador con actitud desdeñosa. Ni siquiera lo miró, como si no fuese digno de su atención. Los kalanestis la acompañaron.

—No podéis conducirla a la frontera de Abanasinia sola, indefensa —protestó Tanis, encolerizado.

—No pienso hacerlo —replicó Rashas con una sonrisa—. Tú, semihumano, la acompañarás. —Miró en derredor, fruncido el entrecejo—. ¿Estaba solo este hombre?

—Sí, senador —respondió uno de los kalanestis—. El oscuro hechicero debe de haber escapado.

Rashas volvió la mirada hacia Tanis.

—Has conspirado con el hechicero desterrado conocido como Dalamar el Oscuro, en un intento de desbaratar la ceremonia de coronación del legítimo Orador de los Soles. En consecuencia, tú, Tanis Semielfo, quedas desterrado de por vida de Qualinesti. Así lo dicta la ley. ¿O te opones?

—Podría oponerme —dijo Tanis, hablando en Común, una lengua que los guardias no entenderían—. Podría mencionar que no soy el único en esta habitación que conspiró con Dalamar el Oscuro. Podría decir al Thalas-Enthia que Gilthas no prestó el juramento por propia voluntad. Podría decirles que retenéis prisionero a Porthios y a su esposa como rehén. Podría contarles todo eso, pero no lo haré, ¿verdad, senador?

—No, semihumano, no lo harás —repuso Rashas, también en Común, escupiendo las palabras como si le dejaran mal sabor de boca—. Guardarás silencio porque tengo a tu hijo. Y sería una lástima que el nuevo Orador sufriera una trágica y prematura muerte.

—Quiero ver a Gilthas —dijo Tanis en elfo—. ¡Maldita sea, es mi hijo!

—Si por ese nombre te refieres a nuestro nuevo Orador, te recuerdo, semihumano, que según la ley elfa el Orador no tiene padre ni madre ni lazos familiares de ningún tipo. Todos los elfos somos considerados su familia. Todos los… verdaderos elfos.

Tanis dio un paso hacia Rashas. El alto Elfo Salvaje se interpuso entre él y el senador para protegerlo.

—En este momento, nuestro nuevo Orador recibe los honores de su pueblo —siguió fríamente Rashas—. Éste es un gran día en su vida. Sin duda no querrás estropeárselo al avergonzarlo con tu presencia, ¿verdad?

Tanis sostuvo una lucha interna consigo mismo. La idea de marcharse sin ver a Gilthas, sin tener la oportunidad de decirle que lo entendía, que se sentía orgulloso de él, le resultaba intolerable, insufrible. Sin embargo, sabía muy bien que Rashas tenía razón. La aparición de un padre mestizo bastardo sólo causaría problemas, le haría las cosas más difíciles a Gilthas.

Y ya eran suficientemente difíciles.

Tanis cedió, se encogió de hombros con amargura, con aire de perro apaleado.

—Conducidlo a la frontera —ordenó Rashas.

Tenis echó a andar sumisamente; se paró delante del senador. Giró sobre sí mismo y descargó el puño, que hizo contacto, satisfactoriamente, con hueso.

Rashas se desplomó de espaldas y chocó contra uno de los árboles ornamentales.

El kalanesti alzó la espada.

—Dejadlo —masculló el senador mientras se frotaba la mandíbula. Un hilillo de sangre le resbalaba por la comisura de los labios—. Así es como los servidores del Mal luchan contra la rectitud. No le daré la satisfacción de responder devolviendo el golpe.

El senador escupió un diente.

Tanis, frotándose los doloridos nudillos, abandonó la habitación. Llevaba más de cien años deseando hacer aquello.

14

Los grifos rehusaron responder a las llamadas de los qualinestis, otro hecho que satisfizo a Tanis, aunque ello lo obligó a viajar a pie hasta la frontera. No había mucha distancia, sin embargo, y el semielfo tenía una legión de pensamientos amargos y penosos para hacerle compañía.

De hecho, se amontonaban en su mente de tal modo que ni siquiera se fijó dónde estaba. Cayó en la cuenta de que habían llegado a la frontera sólo cuando el capitán qualinesti dio la orden a sus hombres de que se detuvieran.

—Vuestra espada, señor. —El oficial le tendió el arma con un gesto cortés—. El camino conduce a Haven por un lado y a Solace por el otro. Si tomáis la bifurcación de la izquierda…

—Conozco el condenado camino —lo interrumpió Tanis. Mucho tiempo atrás, durante la guerra, sus compañeros y él había hecho el recorrido a la inversa.

Guardó la espada en la vaina.

—Iba a advertiros, señor, que evitéis el Bosque Oscuro —añadió amablemente el capitán.

Tanis, sorprendido por el comportamiento del elfo, miró atentamente al oficial. ¿Estaría conforme con todo aquel asunto? ¿O era uno de los descontentos? Era joven, aunque, por supuesto, la mayoría de los componentes del ejército lo eran. ¿Qué pensarían de todo aquello? ¿Respaldarían al Thalas-Enthia? Las preguntas siguieron tejiéndose en la mente de Tanis como telas de araña.

Le habría gustado preguntar, pero no se le ocurría cómo plantear la cuestión. Además, había otros soldados escuchando, y bien podría meter en problemas al capitán. En consecuencia, se limitó a dar las gracias.

El capitán saludó formalmente y esperó a ver cómo cruzaba Tanis la línea invisible que separaba a los elfos del resto del mundo.

Tanis dio seis pasos por el camino, los más largos y difíciles que había dado en toda su vida. Seis pasos y se encontró fuera de Qualinesti. Bajo el brillante sol, sus ojos se llenaron de lágrimas cegadoras, como si cayera sobre él una gran oscuridad. Oyó al capitán dar una orden y escuchó a los soldados emprender el camino de vuelta.

Se limpió los ojos y miró en derredor; de repente recordó que se suponía que debería reunirse con Alhana allí.

Pero a la elfa no se la veía por ninguna parte.

—¡Eh! —gritó, furioso, mientras daba dos largas y rápidas zancadas hacia la frontera—. ¿Dónde está lady Alhana…?

Una flecha salió volando entre los árboles y se clavó a los pies de Tanis. Un poco más a la derecha y le habría atravesado el pie. Alzó la vista hacia los árboles, pero no divisó a los arqueros elfos. Sabía que la siguiente flecha apuntaría a su pecho.

—¡Capitán! —gritó—. ¿Es así como los elfos cumplen su palabra? Me prometieron…

—Amigo mío —sonó una voz junto a su hombro.